Capítulo 1 El precio de la supervivencia

Sabía que mamá daría su vida por mí, y yo la mía por ella. Pero nunca imaginé cuán dolorosamente ciertas serían esas palabras hasta que se convirtieron en mi único credo. Cada sacrificio que hice por ella quedó tatuado en mi alma, una cicatriz que no se veía, pero que me consumía por dentro.

Dejar mi carrera en Economía fue el primer golpe, el anuncio silencioso de la ruina. La enfermedad de mamá no solo devoraba su cuerpo; arrastró consigo todo lo que teníamos. Mi vida se redujo a una maratón interminable de trabajos miserables, turnos dobles en la penumbra de la desesperación, juntando migajas para los medicamentos que apenas la mantenían a flote.

Cuando perdimos el pequeño apartamento que era nuestro refugio en California, el miedo se instaló como un ocupante permanente. Terminamos en un barrio donde la única ley era la supervivencia.

Pero la verdadera prueba de fuego llegó cuando me vi obligada a enfrentar una decisión monstruosa: mi reputación o su vida. Las medicinas se habían vuelto inalcanizables. Y la respuesta, aunque me destrozó el alma, siempre fue clara: la elegiría a ella. Siempre.

Así fue como acabé en el lado más sórdido de la vida nocturna de California. El neón enfermo del club The Viper Room bañaba la calle, y el humo de cigarrillo se pegaba a mi garganta, sofocándome lentamente. Aquí era mesera, pero esa no era la razón por la que los hombres pagaban.

Pronto descubrí que la barra de metal era mi única arma. El tubo, frío y firme, se convirtió en mi extensión, y el baile, la única forma de alejar la miseria absoluta. Odiaba el contacto visual, las miradas lascivas que me desvestían en público, pero ese era el único lugar donde Anna Thorne podía ganar lo suficiente.

Cada noche, mis manos se aferraban al metal, y mi cuerpo se movía en una danza robótica. La música me ensordecía, pero yo solo escuchaba el tic-tac del tiempo en contra de mamá. Cada giro, cada contorsión, era un cheque depositado en el banco de su supervivencia. Pero temía que, con cada movimiento, una parte irrecuperable de mí se apagaba.

Aquella noche, sin embargo, el aire se sintió más denso, más cargado de amenaza. Mientras esperaba mi turno, sentí una mirada que no era lujuria. Era algo más frío, calculado. Al alzar la vista, mis ojos se engancharon a la silueta de un hombre en el rincón más oscuro del local. No era el deseo lo que emanaba de él, sino una quietud peligrosa.

Mi jefe se acercó, arrastrando consigo su desagradable tensión.

—Te han solicitado en privado. Hoy no bailarás en el escenario —susurró, con esa voz que siempre sonaba a chantaje.

Asentí. El privado pagaba mejor.

—¿El cliente conoce los límites? —pregunté, sintiendo la punzada de la necesidad.

—Los entiende perfectamente —contestó. Pero su sonrisa cínica se amplió al añadir—: Tu madre se está debilitando, Anna. Ya es momento de dar el siguiente paso. Esta noche podrías cobrar tres veces más. O más, si te dejas...

Se fue, dejando la propuesta envenenada suspendida en el aire. Sabía a qué se refería. La diálisis, los nuevos medicamentos, la lista de espera inamovible. Yo ya había estado barajando la idea toda la semana, un fantasma que no me dejaba dormir.

Suspiré, el pulso acelerado. ¿Estaba dispuesta a cruzar esa última línea?

Sí.

El pasillo hacia las habitaciones privadas era siempre un túnel de silencio aterrador, solo roto por la música ahogada a lo lejos. Entré en la habitación indicada y el ambiente me envolvió: sofocante, íntimo. Sillones de cuero, luces tenues, un pequeño escenario.

Comencé mi rutina. Me deslicé por el tubo con la fluidez que la práctica había grabado en mis músculos, un baile diseñado para seducir sin entregar nada. Pero el silencio en el salón era opresivo, y la mirada del hombre seguía fija en mí, intensa, analizando más que deseando. Cada gota de sudor en mi piel se sentía pesada bajo su escrutinio.

Cuando el show terminó, bajé lentamente y me acerqué. Estaba acostumbrada a manejar depredadores, pero esta calma... esta quietud en él era mucho más inquietante.

—Buen trabajo —dijo, y su voz profunda hizo que mi piel se erizara.

Lo vi de cerca por primera vez. Era alto, de facciones duras y una mandíbula fuerte, vestido con una sastrería impecable que gritaba poder y lo hacía parecer fuera de lugar en la decadencia del club. No era solo un cliente; era alguien que tenía los hilos.

—Gracias.

Se reclinó en el sillón, cruzando una pierna sobre la otra, estudiándome como si yo fuera una ecuación que acababa de resolver.

—Tú eres Anna Thorne —afirmó finalmente, su voz baja y firme, sin ser una pregunta.

Tragué saliva, manteniéndome firme.

—Sí, soy Anna.

El silencio que siguió fue calculado, una herramienta. Luego se levantó, caminando lentamente hacia mí. Cada paso era un golpe de autoridad.

—Te he estado observando, Anna. Sé lo que estás pasando... La situación con tu madre. El tiempo se agota, y el dinero es un problema que no puedes resolver sola.

Mis ojos se abrieron, retrocediendo un paso instintivo.

—¿Cómo lo sabe? —Mi voz se rompió. Nadie aquí sabía de mi vida.

Él sonrió de lado. No había calidez, solo la frialdad del triunfo.

—Tengo mis recursos. Sé que estás desesperada. Eres la candidata perfecta. —Se detuvo, permitiendo que el terror de sus palabras me alcanzara—. Te tengo una oferta.

—¿Qué estaría dispuesta a hacer para salvar a tu madre? —preguntó, elevando la apuesta.

—Haría lo que fuera necesario —admití, la frase salió con la misma resignación de quien firma su sentencia.

La sonrisa se amplió, ahora con satisfacción.

—No se trata de venderte a ti misma... aún. Solo tienes que fingir por un tiempo. —Se inclinó, sus ojos oscuros brillando—. Fingir ser la esposa de un hombre que acaba de morir.

—¿Qué? —susurré, incrédula.

—Un hombre con una fortuna inmensa. Para acceder a ella, se requiere la presencia de su esposa. Ahí entras tú. Fingirás ser su viuda. Ambos nos beneficiaremos. Tú tendrás el dinero para salvar a tu madre y empezar de cero. Yo resolveré mis asuntos. Fácil.

Mis pensamientos eran un caos. Fingir ser la esposa de un muerto. Era una locura tentadora.

—¿Y cuando la gente empiece a hacer preguntas? —Mi intento de sonar lógica apenas disfrazó el pánico.

—Los detalles corren por mi cuenta. Solo tienes que jugar el papel, Anna. Y te aseguro que tu vida cambiará para siempre —su voz era suave, pero cada palabra tenía el filo de una amenaza.

—¿Y si no acepto? —Me atreví a susurrar, aunque ya conocía la respuesta.

Su sonrisa se desvaneció, revelando el acero frío detrás de la máscara.

—No tienes opción, Anna. La pregunta no es si aceptas, sino cuánto tiempo tardarás en decir que sí. Tengo una lista. Mujeres bellas y desesperadas, todas en tu misma situación. Así que, antes de que salga de esta habitación, necesito una respuesta.

Me sentí completamente aplastada. La vida de mi madre, mi destino, todo colgaba de su palabra. No podía darme el lujo de decir que no.

Finalmente, el aire volvió a mis pulmones.

—¿Y qué... qué debo hacer exactamente? —murmuré, mi voz rota en la aceptación.

La sonrisa depredadora regresó. Él se inclinó aún más, acortando la distancia que no era física, sino de poder.

—Solo tienes que fingir —susurró, con una tranquilidad perturbadora—. Fingir que amas a un hombre que está muerto.

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