Capítulo 3 VITALE
El silencio dentro de la limusina era tan sofocante como el aire viciado de The Viper Room. El motor del auto rugía con un ritmo constante, pero mis pensamientos eran una tormenta. Dario Pellegrini se mantenía imperturbable. Sentía su mirada ocasional, no de curiosidad, sino de un análisis frío y lento, como si estuviera desmantelando mi fachada pieza por pieza. Sabía que tenía preguntas, podía ver el brillo calculador en sus ojos, pero las guardaba como un cazador esperando el momento justo.
Me humedecí los labios. Necesitaba romper la tensión antes de que él lo hiciera.
—¿A dónde iremos? —Mi voz salió apenas un susurro.
Dario no tardó en contestar, y la frialdad de sus palabras me caló hasta los huesos.
—A casa —dijo—. Donde siempre debiste haber estado.
Mi corazón dio un vuelco ante la sentencia. La casa. La prisión. Me obligué a asentir, mientras las dudas me carcomían.
El silencio nos envolvió de nuevo. Fue él quien finalmente atacó.
—Quisiera saber cómo se conocieron tú y Nero —Su pregunta me golpeó en el pecho, quitándome el aliento.
Me giré ligeramente hacia él, la calma era una ilusión que se desvanecía. Sabía que mentirle al lugarteniente del hombre al que creían muerto era un ejercicio de alto riesgo.
—Nos conocimos… de manera fortuita —respondí, intentando evocar una casualidad romántica, pero mi voz se quebró. Mis manos se apretaron sobre mi regazo, agarrándome a la tela del vestido, un ancla contra el miedo. Mantuve la mirada fija en la ventana. Si lo miraba, sabría que estaba mintiendo.
—¿Fortuita? —repitió, el tono cargado de escepticismo cortante.
—Fue algo… inesperado. —Tragué con dificultad—. Nero no era el tipo de hombre con el que pensé que terminaría, pero la vida tiene formas curiosas de unir a las almas, ¿no crees?
No intenté sonreír; no pude. En cambio, permití que las lágrimas corrieran. Eran ardientes y amargas. Llorar no era difícil; el dolor genuino de mi madre, mi propia desesperación, todo se manifestaba en esas lágrimas. Si iba a ser una mentira, al menos sería visceral. Sentí un macabro alivio: estaba interpretando a la perfección a la viuda destrozada.
Dario observó las lágrimas, su expresión no era fría ni cálida, sino de intensa evaluación. Estaba procesando la incoherencia de mi presencia.
—Él… Nero nunca fue abierto sobre su vida privada —añadí, apurándome a justificar el misterio—. Nuestra conexión fue algo que mantuvimos en la intimidad. Solo nosotros dos.
El silencio fue una tortura. Finalmente, Dario habló, su voz era neutral, pero resonaba con la autoridad del hombre que había aceptado la palabra de su jefe.
—Nero Vitale nunca habló de su vida privada, es cierto. Pero si te eligió, debió tener sus razones. Y si él confiaba en ti, lo mínimo que puedo hacer es respetar esa decisión.
Sentí un pequeño e inmediato alivio. Había pasado la primera prueba de fuego.
—Gracias —murmuré, con una mezcla de alivio y tensión.
—¿Cómo te sientes? —La pregunta me tomó por sorpresa.
¿Cómo me sentía? Desorientada, aterrorizada, como un títere en el borde del abismo.
—No entendía por qué no se había comunicado —susurré, dejando que las lágrimas se intensificaran—. Había estado rogando que no hubiera pasado algo malo...
Un gemido escapó de mis labios. Inhalé profundamente, luchando por la compostura.
—Ya te imaginarás lo que fue... —continué, con la voz rota—. Que de repente alguien aparezca y me diga que mi esposo murió...
Dejé que el llanto me ahogara por un instante. Era más fácil dejar que el dolor fluyera, porque enmascaraba la verdadera razón de mi angustia.
—Se suponía que iba a venir a vivir con él aquí, a Chicago —murmuré—. No quiero hablar más sobre él —añadí con una firmeza repentina, como si el dolor me lo impidiera—. Espero que lo entiendas.
Dario asintió, mirando al frente con la misma seriedad.
Cuando el automóvil se detuvo frente a una colosal mansión de piedra, el aire se congeló en mi pecho. Las luces doradas bañaban los jardines de una riqueza brutal. Era un lugar que exudaba un lujo helado y un poder absoluto.
—¿Los... los negocios dan tanto? —murmuré, mi voz se escapó con demasiada fuerza.
—¿En qué te dijo Nero que trabajaba? —La pregunta de Dario fue un rayo.
Mi mente se aceleró.
—Es un empresario —repetí, pero la duda era palpable—. Pero... —Mi mirada se deslizó por la imponente estructura—. Una casa así...
—¿No te dijo nada más? —quiso saber con un tono más grave.
Negué lentamente, mordiéndome el labio. Fabio Volpe me había dado información insuficiente y vaga. Maldito Salvador.
—Esta casa es de su madre —continuó Dario—. Ella me pidió que te trajera aquí. La casa de Nero es dos veces más grande que esta mansión. Después del velorio, te llevaré a su hogar.
Mi estómago se revolvió al imaginar una opulencia dos veces más grande que esta fortaleza.
Dario abrió la puerta y el clic de mis tacones sobre el pavimento de mármol rompió el silencio. El interior era aún más majestuoso: techos altos, obras de arte, candelabros. Pero lo que me congeló fue la audiencia.
Una docena de hombres estaban esparcidos en el vestíbulo, todos vestidos con trajes oscuros. Sus auras eran asesinas, sus miradas no eran de deseo, sino de evaluación letal. Junto a ellos, mujeres elegantes, rígidas y frías, me juzgaban con desdén. Mi corazón latía con furia, pero me obligué a mantener la cabeza alta.
Finalmente, una figura destacó: una mujer de mediana edad, de porte regio y belleza implacable. Isabella Vitale, la madre de Nero. Se acercó a mí.
—Así que tú eres la esposa de mi hijo.
Me observó de pies a cabeza, sin molestarse en ocultar su escrutinio. Tragué saliva.
—Sí —respondí en un susurro, forzando una sonrisa de dolor—. Lo siento mucho por su pérdida.
Ella inclinó la cabeza, su expresión de piedra. No había ni rastro de duelo evidente.
—Ven conmigo —ordenó, dándome la espalda.
La seguí a través del laberinto de lujo hasta una biblioteca con estanterías de madera oscura. Cuando se giró, su fachada se derrumbó. Sus ojos estaban cargados de un dolor palpable, pero también de una rabia contenida.
—Necesito que me respondas algo, porque no entiendo.
—Dime.
—¿Hace cuánto se casaron tú y Nero? —inquirió, escudriñando mi alma.
Mi mente se apresuró a buscar la fecha falsa.
—Hace dos semanas —respondí con la voz más firme que pude.
Una risa áspera, llena de escarnio, escapó de sus labios. La tensión se hizo insoportable.
—¿Dos semanas? —repitió, con una amargura que cortaba el aire—. ¿Cómo es posible que mi hijo se haya casado contigo cuando, en una semana, se casaría con su prometida?
La palabra me atravesó como un cuchillo caliente. Prometida. El suelo se abrió bajo mis pies. El plan de Salvador Volpe se había desmoronado.
—¿Prometida? —logré murmurar, apenas un susurro de incredulidad.
Isabella dio un paso al frente, la furia la había despojado de toda tristeza.
—Sí, prometida. Mi hijo estaba comprometido con una mujer que había sido elegida para él desde hace tiempo. Así que dime, ¿cómo es posible que, de la noche a la mañana, aparezcas tú, una mujer de la que nunca había oído hablar?
Mi boca estaba seca. El pánico me inundó.
—Nero no me dijo nada de eso —improvisé, intentando ganar tiempo—. Él… él no quería que nadie supiera de nosotros hasta estar seguro. Fue su decisión mantenerlo en secreto.
Mis palabras sonaban huecas. La madre de Nero endureció su expresión.
—¿Ahora me dices que mi hijo, leal a su familia y a los acuerdos, se casó contigo sin siquiera decírmelo? —Sus palabras eran veneno.
El aire se volvió irrespirable. Mi madre dependía de mí. No podía desmoronarme.
—Lo siento —dije en un tono apenas audible, sintiendo el fracaso de Salvador Volpe sobre mis hombros.
Isabella me observó, la desconfianza total grabada en su rostro. Finalmente, se giró dándome la espalda, su voz cargada de resentimiento.
—Espero que estés preparada para lo que viene. Llevas el nombre Vitale. Pero no te equivoques… —se giró una última vez, con una mirada entre el desdén y la tristeza—. No confiaré en ti hasta que me demuestres lo contrario. Y créeme, aquí siempre encontramos la verdad.
