Capítulo 4 LA PROMETIDA
Había permanecido en el mueble, una figura estática envuelta en seda negra, recibiendo el goteo frío de condolencias. Mi rostro estaba cuidadosamente decaído, lágrimas ocasionales trazaban surcos en el maquillaje, pero no eran por Nero Vitale. Eran por mi madre y por el miedo líquido que me consumía.
El accidente de Nero había sido tan brutal que no quedaban restos. Ni cuerpo, ni cenizas. Solo un vacío que hacía que mi mentira fuera técnicamente más fácil, pero emocionalmente más pesada.
Los murmullos eran un zumbido constante. Sabían algo. Cada mirada que se posaba en mí —una mezcla de incredulidad, desprecio y sospecha— confirmaba la confesión de Isabella. Todos conocían a la prometida, a la mujer real. Para ellos, yo era una sombra vulgar, una intrusa inoportuna que había aparecido en el peor momento.
La pregunta me taladraba la mente: ¿Dónde estaba su prometida? Si Nero Vitale se iba a casar en una semana, ¿por qué esa mujer no estaba aquí, reclamando su lugar en la tragedia? ¿Y por qué Fabio Volpe me había enviado a una trampa tan estúpida?
Cuando vi a Salvador Volpe cruzar la sala, mi instinto de supervivencia gritó. Me levanté, fingiendo un gesto de dolor, y me deslicé tras él hacia la única burbuja de privacidad: la cocina.
—¿Dónde diablos has estado? —mascullé, mi voz un silbido urgente—. ¿Me has dejado sola para que me destrocen?
Volpe echó un vistazo rápido. Su rostro, por un instante, se tensó con la furia del fracaso. Se acercó a mí, su presencia era una pared de intimidación.
—No vuelvas a seguirme. No puedo estar a tu lado —gruñó. Su voz era un imperativo absoluto—. Yo te contactaré. ¿Entendiste?
Asentí, la boca seca. La incertidumbre me estaba devorando.
—Tú... ¡Tú sabías de la prometida de Nero! —Las palabras salieron como un ataque, cargadas de terror y furia.
El rostro de Volpe se endureció al escuchar la palabra prohibida.
—¿Prometida? —repitió, su tono incrédulo sonó sospechosamente genuino—. ¿Ese estúpido continuó con el compromiso?
Mi sangre se congeló. ¿Estaba mintiendo o, peor aún, su información era tan defectuosa que el plan se desmoronaba antes de empezar?
—¡Lo sabías! —chillé en un pánico sordo—. ¿Cómo pudiste meterme en algo tan peligroso sabiendo que él se iba a casar? ¡Estoy jodida!
Él me observó, y por primera vez, vi la sorpresa y la frustración cruzar su mirada impenetrable.
—No lo sabía —admitió con un bufido, apartando la mirada por un segundo antes de recuperar el control—. El acuerdo tenía meses, pensé que lo habría disuelto. ¡Nadie me lo dijo! —Añadió con un resentimiento que parecía dirigido al hombre muerto.
—Todo sigue igual, ¿está bien? —intentó controlarse, su voz baja y gélida.
—No, nada está bien —repliqué, sintiendo el colapso inminente—. La madre de Nero no me cree. ¡Ella conoce a su hijo! Esto no va a funcionar. Tengo que irme, buscar otra forma...
Antes de que pudiera girarme, Volpe me acorraló contra la pared. Me agarró con fuerza, su rostro peligrosamente cerca, sus ojos oscuros me taladraban. Su aliento helado en mi piel fue el toque final de mi terror.
—No te vas a ir —siseó—. Cumplirás con tu parte del trato, o te prometo que haré que tu madre se ahogue en su propia cama.
El estómago se me anudó. El verdadero juego de poder criminal se había revelado.
—Te van a llevar a la casa de Nero —continuó, suavizando el tono, un contraste perverso con la amenaza—. Tranquila. Mañana, el abogado. Se hará el traspaso. Al día siguiente, vendré por ti, tomaré lo que es mío, y tú desaparecerás.
Sus dedos rozaron mi mejilla en un gesto pervertido de falsa ternura.
—A cambio, recibirás una fortuna que te hará olvidar este club y esta miseria. Anna. Prometo que todo estará bien.
Pero sus ojos me gritaban que no le creyera.
Alrededor de las once, Dario Pellegrini me condujo a la casa de Nero Vitale. El cansancio y el hambre eran un dolor sordo, pero el terror era la única sensación dominante.
Miré por la ventana. Ahora era una impostora que se dirigía a la tumba de un hombre envuelto en secretos empresariales y acuerdos oscuros.
El jadeo que brotó de mis labios cuando el auto se detuvo fue de asombro y de pánico. Si la mansión de Isabella era una fortaleza, la casa de Nero era un mausoleo moderno, imponente, una pieza de arquitectura que se alzaba como un gigante vigilante bajo la penumbra.
Bajé del auto. Dario caminaba a mi lado, rígido, su incomodidad igualaba la mía. Al entrar, el lujo me golpeó: mármol blanco, acero pulido, cristal. Era impecable, frío, desprovisto de cualquier señal de vida.
De repente, una figura surgió de la sombra del vestíbulo. Una mujer alta, de elegancia cortante y ojos que irradiaban puro veneno. Era ella. La prometida.
—Así que tú eres la viuda —su voz era un cuchillo de hielo, sus palabras rezumaban desprecio. Me escudriñó de arriba abajo—. No puedo creer que Nero haya caído tan bajo.
Me quedé paralizada, sintiendo el peso de su aura. Su presencia gritaba: Dueña.
—¿Sabes lo que es ridículo? —prosiguió, avanzando hacia mí como un depredador. Me vi obligada a retroceder—. Nero me amaba a mí. Íbamos a casarnos, teníamos planes. ¿Cómo es posible que una escoria como tú se haya aparecido de la nada?
Se detuvo a centímetros, su perfume caro y floral se sintió asfixiante.
—Soy Alessandra Marino, su verdadera prometida —escupió el nombre—. No sé cómo te metiste en esto, pero te aseguro que no durarás. No permitiré que una extraña robe lo que es mío.
Sin previo aviso, me empujó con una fuerza cargada de rabia. Tropecé, mi cuerpo se tambaleó al borde de la caída, pero un brazo de acero me rodeó la cintura.
Dario Pellegrini se interpuso entre nosotras como una sombra protectora, su rostro una máscara de furia controlada.
—Basta, Alessandra —Su voz era un trueno grave, autoritario—. Anna Thorne es la esposa de Nero Vitale. Te sugiero que la trates con respeto o habrá consecuencias.
Consecuencias. La palabra sonó pesada, resonando con el tipo de poder que yo había visto en los hombres del club, pero amplificado a la escala de esta mansión.
Alessandra lo miró con rabia indomable. Apretó los labios, conteniendo un grito.
Dio un paso atrás, pero sus ojos se clavaron en mí.
—Esto no ha terminado, intrusa —murmuró entre dientes antes de girarse y desaparecer, sus tacones resonando con la promesa de una guerra.
Dario se volvió hacia mí, soltándome lentamente.
—No te preocupes por ella —dijo, su tono un poco más bajo—. Ya no tiene poder aquí. Se irá.
Asentí lentamente, sintiendo el vacío que dejaba Alessandra, y sabiendo que, a pesar de las palabras de Dario, la guerra por el trono de Nero Vitale —y su peligroso imperio de negocios— acababa de empezar.
