CAPÍTULO 1

Capítulo 1

Narra Alicia...

El sol caía con suavidad sobre la arena cuando llegamos a la isla. Todo estaba perfectamente planeado. Cada detalle, cada flor, cada luz colgante que bailaba con la brisa, era parte del sueño que había tenido desde niña: mi fiesta de compromiso con Vincenzo Mondragón, el hombre que, según todos, era el partido perfecto. Heredero de una de las familias más influyentes del país, atractivo, encantador, inteligente. Y, sobre todo, mío.

Mis padres estaban encantados por la decisión. Mamá no dejaba de sonreír, y papá… bueno, él estaba satisfecho. Para él, Vincenzo no era solo un yerno, era una pieza estratégica para sostener su imperio. Pero yo no lo veía así. Yo lo amaba. Sin condiciones, sin estrategia. Él era mi mundo entero.

Caminábamos por la playa descalzos, riendo como si el futuro ya estuviera escrito. Hablábamos de los hijos que tendríamos, del hogar que formaríamos. Me temblaban un poco las manos de solo pensarlo.

—En un par de días, serás la señora Mondragón —murmuró él con una sonrisa torcida, esa que me desarma. Me atrajo hacia él y me besó con una intensidad que me hizo olvidar el mundo.

Inspiré hondo antes de hablar.

—He estado pensando… y creo que estoy lista para dar ese paso.

No necesitaba explicaciones. Vincenzo me conocía. Sabía lo importante que era para mí decir eso, queria entregarle mi virginidad.

Nos dejamos caer sobre la arena tibia, y sus manos comenzaron a recorrer mi piel con ternura y deseo. Su voz tembló contra mi cuello:

—No tienes idea de cuánto te amo… cuánto te deseo.

Yo empecé a sentirme en calor, sus manos en mi piel, sus labios en mi cuello mientras me iba bajando el vestido.

Pero el momento se rompió. La alarma del carro comenzó a sonar como un grito desesperado. Vincenzo se levantó enseguida y corrió hacia el vehículo, mientras yo, todavía con el corazón desbocado, intentaba recomponerme, alisando mi vestido y bajando el ritmo de mi respiración.

Y fue entonces cuando lo vi.

Un hombre apareció, seguro, arrogante, con una sonrisa ladeada que no me gustó nada.

—Las señoritas de sociedad deberían llegar puras al altar —dijo, con una voz que destilaba burla.

Levanté la cabeza, molesta.

—¿Quién se cree que es? No tiene derecho a hablarme así, no sabe quién soy

—Alicia Linares. Hija de Giorgio Linares. Créeme, sé perfectamente quién eres. Una mujer... pasional.

Su tono fue casi un susurro, pero me hizo sentir desnuda, expuesta.

Levanté la mano, impulsiva, para abofetearlo, pero la detuvo antes de que lo lograra.

—Y muy hermosa —añadió, su mirada descarada recorriéndome.

Me cubrí el pecho al darme cuenta de que parte de mi vestido seguía fuera de lugar. Fue rápido. Aprovechó mi desconcierto y me robó un beso. Sin permiso. Sin derecho. Lo empujé con fuerza, y esta vez mi cachetada sí choco en su mejolla. Él solo sonrió, como si se divirtiera con mi enojo, y se fue, como si nada.

Quedé temblando.

Cuando Vincenzo volvió, no supe cómo explicarle lo que acababa de pasar. Solo le pedí que me llevara al hotel. Habían arruinado el momento. Ese momento.

Esa noche, me encerré en la habitación. Vincenzo quería hablar, quería entender por qué de pronto todo se había roto entre nosotros. Pero yo… no sabía cómo poner en palabras esa mezcla de rabia, vergüenza y miedo.

Dormí mal. Muy mal.

Lucía, mi mejor amiga, llegó en la mañana como un huracán.

—¡Vamos de compras! Hoy tienes que verte increíble —me dijo mientras tiraba de las sábanas.

—Está bien —respondí sin mucho ánimo—. Llamaré a Clara, seguro quiere venir.

Clara era mi hermana menor, tenía 20 años y era mi adoración y la de mis padres, frágil y noble

Fui a su habitación y la encontré llorando.

—¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal? ¿Te llevo al médico?

Ella solo negó con la cabeza y murmuró:

—Solo quiero salir de aquí.

No insistí. A veces Clara se encerraba en su propio mundo, y solo quería que la dejaran respirar. Era mi hermanita, frágil y dulce, y aunque muchas veces no lo decía, me preocupaba más de lo que debería.

Esa tarde, en una de mis tiendas favoritas, vi un vestido rosa espectacular. Era perfecto para la cena. Pero ya estaba apartado. Ofrecí el doble. Nada. No me lo vendieron. Me hervía la sangre. Odiaba cuando las cosas no salían como quería.

Volvimos al hotel, y me topé con Vincenzo en el pasillo. Estaba extraño, más distante que nunca. Lo llevé a la habitación y, sin pensarlo mucho, lo besé.

—Te amo —le dije. Y lo sentía. En ese momento solo quería que todo volviera a ser como antes.

—Quiero estar contigo. Estoy lista.

Él me abrazó fuerte, y entonces lo vi. Las lágrimas.

—Eres el amor de mi vida —susurró—. Nunca lo olvides. Eres lo más importante para mí.

Le pregunté qué pasaba, pero solo murmuró que eran los nervios. Su voz sonó tensa, como si ocultara algo. Luego, se fue de mi habitación sin siquiera mirarme a los ojos.

Me quedé ahí, con el corazón latiendo un poco más rápido de lo normal, intentando sacudirme la inquietud.

Entré a la ducha buscando calmarme, dejar que el agua se llevara cualquier sombra. A través del vapor, observé por la ventana del hotel cómo los invitados comenzaban a llegar. Los autos de lujo, los trajes caros, los fotógrafos buscando su ángulo perfecto... todo estaba en marcha. Tenía que lucir impecable. Tenía que parecer segura, perfecta.

Apenas salí del baño, alguien llamó a la puerta. Era la mucama, cargando una caja enorme con un lazo rosa tan delicado que parecía parte de un cuento.

—Lo envió el señor Mondragón —dijo, y mis ojos brillaron.

Abrí la caja como si en ella pudiera encontrar una respuesta a todas mis dudas. Y ahí estaba: el vestido rosa. Ese vestido que tanto quería.

No sabía cómo lo supo, pero Vincenzo siempre tenía esa extraña manera de leerme sin que yo dijera una palabra. Él me conocía… o al menos, eso quería creer.

El vestido era de un tono suave, con detalles que acariciaban mi piel al ponerlo. Tenía un broche delicado con mi inicial. Me sentí bonita, de verdad. Por un momento, me sentí suficiente. Como si realmente encajara en todo esto.

Bajé las escaleras con el corazón latiendo alto. La música, los flashes, los murmullos... la fiesta de compromiso ya había comenzado. Tomé la mano de Vincenzo. Le rocé los labios con un beso suave.

—Gracias por el regalo —susurré.

Él me miró confundido, frunciendo el ceño.

—¿Qué regalo?

Antes de que pudiera decir algo más, su expresión cambió. Su cuerpo se tensó, su mandíbula se marcó. Seguí la dirección de su mirada, y entonces lo vi. Él.

El tipo de la playa. El idiota que me había arruinado ese día.

Estaba entrando con prepotencia, al lado de mi suegro. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

—¿Qué hace aquí? —preguntó Vincenzo, con la voz baja pero afilada.

Tragué saliva. Todo el aire del salón parecía haberse evaporado.

—¿L

o conoces? —pregunte.

—Sí… —dijo,visiblemente enojado —. Es el bastardo de tu papá. Mi medio hermano.

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