CAPÍTULO 2
Capítulo 2
—Querida, no sabes cuánto me alegra que seas la futura esposa de Vincenzo.
La voz grave de Luciano Mondragón me envolvió con la calidez que siempre había caracterizado nuestra relación. Su abrazo fue fuerte, protector. Él me quería como a una hija, y yo lo respetaba profundamente, aunque sabía que su aprobación no era algo que regalara con facilidad.
—Él es el hermano de Vincenzo —agregó con entusiasmo.
—Medio hermano —corrigió Vincenzo con un tono seco, casi cortante.
Luciano giró hacia él con una mirada de impaciencia en el rostro.
—¡Hermano! —insistió con firmeza.
Y ahí estaba. Luca Mondragón.
Ese hombre... arrogante desde el primer paso que dio hacia mí. Llevaba una sonrisa ladeada y una mirada tan descarada como los rumores que siempre lo rodeaban. Ojos azules que no mostraban vergüenza al clavar su atención en mí. Tomó mi mano sin permiso, inclinándose para besarme la mejilla.
—Te conozco mejor que todos aquí —susurró cerca de mi oído, como si eso fuese un secreto que debiera importarme.
Me alejé en un segundo, incómoda y molesta.
—Tengo que irme —sonrei, forzando una sonrisa mientras me escabullía entre los invitados.
No lo conocía bien, pero algo en él me ponía alerta. Vincenzo había mencionado que era hijo de su padre con otra mujer, una relación anterior, y que nunca había formado parte de nuestro entorno. No sabía por qué estaba ahí, ni qué pretendía.
Necesitaba un respiro. Me dirigí al baño, necesitaba retocar el maquillaje, calmar mis nervios. La pedida de mano sería en minutos, y quería verme perfecta, era lo que todos esperaban de mi.
Abrí la puerta del baño… y lo encontré allí.
Luca.
Antes de poder reaccionar, me empujó suavemente hacia adentro y cerró la puerta tras de sí.
—¡Estás loco! ¡Sal de aquí ahora mismo o grito! —le amenace, con la adrenalina disparada.
—¿Por qué te casas con ese idiota? —preguntó con el ceño fruncido, sin moverse.
—Eso no es asunto tuyo. No tienes derecho a meterte en mi vida. Para mí, no eres familia —le solté, con el corazón palpitando en mi garganta.
—¿Solo porque soy bastardo? —pregunto acercándose demasiado.
Retrocedí hasta topar con la pared. Lo miré directo a los ojos.
—No, es porque no significas nada para mí.
Su mirada se oscureció.
—Quizás tú tampoco lo eres para él —murmuró, y sin aviso, intentó besarme.
Volteé el rostro, esquivándolo. Levanté una mano y la puse sobre su boca.
—Mis labios están reservados para alguien digno. Alguien de poder, de clase. Alguien con verdadero peso.
Él sonrió con cinismo.
—Y los míos para mujeres reales. No princesitas frías de sociedad.
Frías.
¿Acaba de llamarme frígida?
—¿Qué dijiste?
—Que eres tan insípida, que Vincenzo ni siquiera se molestó en llevarte a la cama. Una mujer de verdad no llega virgen al altar.
La rabia me nubló. Le di una bofetada sin pensarlo.
Él no se detuvo. Me agarró del mentón y, sin pedir permiso, me besó.
Fue rudo. Salvaje. Y, para mi desgracia, una parte de mí se encendió.
No. No. No no podía sentir esto.
Apreté mi tacón contra su pie con toda la fuerza que tenía. Gimió y retrocedió un paso.
—¡No vuelvas a tocarme! Ni se te ocurra acercarte otra vez —le advertí con la voz temblando, más de furia que de miedo.
Él sonrió, con la misma maldita arrogancia.
—Vas a ser mi esposa. Te lo juro.
Me congelé. ¿Qué acababa de decir?
Solté una risa, amarga.
—Primero vuelan los cerdos antes de que eso pase.
—Pues les pondré alas, princesa —contestó, y se marchó sin mirar atrás.
Respiré hondo, No iba a permitir que nada arruinara este día. Todo estaba saliendo perfecto. El salón brillaba con luces suaves, las copas tintineaban entre murmullos elegantes y risas, Estaban todos: la élite, los amigos de la familia, los socios de papá… Todos.
Vincenzo sostenía una copa de whisky entre los dedos, con ese aire indiferente que siempre me resultaba atractivo.
Me acerqué y le di un beso en la mejilla. Él apenas reaccionó, estaba muy distraído este día. Nos dirigimos al centro del salón, donde la música bajó de volumen y los murmullos se disiparon.
Papá tomó el micrófono. Su voz grave agradeció la presencia de todos con esas palabras típicas que uno escucha en eventos así, pero yo no las registré.
Mi mirada se desvió hacia Luca, que se reía demasiado cerca de Lucía. ¿Desde cuándo coqueteaban? Algo en su lenguaje corporal me incomodó.
Entonces, las palabras de mi padre me devolvieron de golpe a la realidad.
—Alicia es la mujer de la vida de Vincenzo. Después de dos años de relación, han decidido formar una familia.
Vincenzo me tomó de la mano. Su piel estaba fría, o tal vez era la mía la que temblaba. Se arrodilló frente a todos y sacó una pequeña caja aterciopelada. Dentro, un anillo deslumbrante: diamantes que rodeaban una esmeralda central. Hermoso. Perfecto.
—¿Quieres casarte conmigo?
—Sí —susurré, sin pensarlo demasiado—. Quiero ser tu esposa.
Me colocó el anillo y me besó. Fue un beso suave, respetuoso, como el que se da en público. Muy distinto al que me robó su hermano en el baño.
Un grito me hizo girar.
—¡No, por favor!
Clara, estaba ebria. Tambaleante. Con el maquillaje corrido y el dolor escrito en el rostro.
—No puedes casarte con ella —lloraba, descontrolada, mientras yo intentaba alcanzarla.
—Clara, por favor… cálmate.
—¡Dile la verdad, Vincenzo! ¡Díselo!
Mi corazón latía tan fuerte que sentía que el anillo me apretaba el dedo. Lo miré. Vincenzo negaba lentamente, pálido, como si no entendiera lo que pasaba.
—¿Qué verdad? —pregunté, sin poder controlar el temblor en mi voz—. ¿De qué estás hablando?
Entonces todo pasó muy rápido. Clara se aferró al pecho, su cuerpo se dobló hacia adelante, sus labios se tornaron morados y cayó. El salón estalló en gritos. Luca corrió a socorrerla, le inició reanimación con desesperación.
—Está teniendo un infarto —gritó.
Y mi mundo se vino abajo.
Mi fiesta de compromiso se convirtió en una pesadilla. Acabé en una sala de espera del hospital, con los ojos hinchados de tanto llorar, los tacones en la mano y el vestido arrugado.
Papá discutía con Vincenzo. Mamá rezaba entre dientes. Y él… él no decía una sola palabra, solo estaba ahí.
Vincenzo estaba paralizado, apoyado en la esquina, con la mirada clavada en el suelo.
El médico salió, serio.
—¿Qué tiene mi hermana? —me lancé hacia él, con la voz quebrada.
—Tiene una condición cardíaca severa —explicó—. No había mostrado síntomas hasta ahora. Es genética, silenciosa… pero ya está muy avanzada. Le quedan unos meses, tal vez un par de años.
Sentí que el aire me abandonaba. Todo se derrumbó dentro de mí. Clara era mi hermana pequeña. Mi mitad. Mi niña apesar de tener 20 años.
El doctor me informó que quería hablar conmigo. Vincenzo se acercó, al fin reaccionando.
—No creo que sea buena idea. Está muy débil…
Lo ignoré. No me importaba lo que él pensara. Si Clara quería verme, yo estaría ahí.
Entré. Ella estaba conectada a tantos cables que sentí que el corazón se me rompía de solo mirarla. Pero sonrió. Una sonrisa frágil, apenas un suspiro.
—Perdóname… por favor…
—No digas nada —me acerqué a su cama—. Es solo una fiesta. Tú eres lo más importa
nte para mí.
—No, no es por eso… —su voz se quebró—. Alicia… anoche estuve con Vincenzo, hicimos el amor, Me entregué a él… porque lo amo desde siempre.





















