Capítulo 2 – La loca que firmó mi apellido
Gael
No sé qué me molesta más: el hecho de que Abril irrumpa en mi oficina sin anunciarse, o que lo haga vestida como si viniera de recoger basura en el Upper East Side.
La veo entrar con ese paso firme, desafiante, como si tuviera derecho a estar aquí. Como si no fuera ella quien firmó un contrato sin leerlo. Como si no fuera ella quien ahora lleva mi apellido por error.
—Necesitamos hablar —dice, sin saludar. Ni un “buenos días”, ni un “¿cómo estás?”. Nada. Solo esa voz que parece hecha para discutir.
Me reclino en mi silla, cruzo los brazos y la observo. Lleva unos jeans rotos, una camiseta que parece haber sobrevivido a tres mudanzas, y unas zapatillas que, si no fueran tan feas, podrían considerarse un atentado contra la moda. ¿Esto es lo que va a representar mi nombre?
—Abril —digo, con una sonrisa que no llega a mis ojos—. Qué sorpresa. ¿Vienes a pedirme el divorcio o a robarme el café?
—¿Qué quieres de mí, Gael?
Directa. Sin rodeos. Me gusta eso. Pero no lo suficiente como para ignorar el desastre visual que tengo frente a mí.
—Lo que quiero —me levanto con calma, caminando hacia ella— es que entiendas que, desde hoy, llevas mi apellido. Y eso significa que no puedes seguir pareciendo una indigente con estilo.
Ella parpadea. Una vez. Dos. Luego frunce el ceño.
—¿Perdón?
—Tu ropa —señalo su conjunto con un gesto de desprecio—. Tus zapatos, tu cabello. Todo grita “no me importa” —no puedo evitar sentirme insultado —, y eso, Abril, no puede pasar. No si vas a estar vinculada a mí.
—¿y si no me importa? —entrecierro los ojos hacia ella
—¿Pareces tú una broma?
Ella se cruza de brazos. Su mirada me reta, como si estuviera a punto de lanzarme el vaso de agua que no tiene. Me acerco un poco más, lo suficiente para sentir el calor que emana de su cuerpo. No la toco. No la beso. Aunque podría. Aunque quiero. Pero no. No ahora.
—Mira, Montenegro —dice, con ese tono que mezcla furia y sarcasmo—. Yo no pedí esto. No pedí tu apellido, ni tu contrato, ni tus malditas rosas negras. Así que, si crees que voy a convertirme en tu muñeca de escaparate, estás más loco de lo que aparentas.
—No quiero una muñeca —respondo, sin levantar la voz—. Quiero una representación digna. Alguien que no parezca que vive en una tienda de segunda mano.
—¿Y qué quieres? ¿Qué me vista como una viuda millonaria? ¿Que use tacones de aguja y perfume de marca para ir al supermercado?
—No estaría mal.
Ella se ríe. Un sonido seco, sin alegría. Pero hay algo en sus ojos que me dice que no se va a ir. Que está aquí para quedarse. Que, por alguna razón que aun no entiendo, este error legal se ha convertido en una especie de juego. Y yo… yo no pierdo juegos.
—¿Sabes qué es lo peor de todo esto? —dice, acercándose un paso más—. Que una parte de mí quiere entenderte. Quiere saber por qué un hombre como tú, con todo el dinero del mundo, con todo el poder, se toma la molestia de corregir mi ropa en lugar de corregir su ego.
—Mi ego está perfectamente planchado —respondo—. A diferencia de tu camiseta.
Ella me lanza una mirada que podría matar a un hombre más débil. Yo solo sonrío. Porque en el fondo, me divierte. Me divierte su rabia, su resistencia, su forma de no ceder. Es como un incendio que no se puede apagar con agua. Solo con más fuego.
—¿Y qué propones, Gael? ¿Un cambio de imagen? ¿Un contrato de estilo? ¿Una cláusula que diga “la esposa accidental debe parecer menos accidental”?
—Exactamente.
—Estás enfermo.
—Y tú estás casada conmigo.
Silencio. Largo. Tenso. Ella me mira como si estuviera decidiendo si golpearme o besarme. Yo la miro como si ya supiera la respuesta.
—No voy a cambiar por ti —dice al fin.
—No te estoy pidiendo que cambies. Te estoy pidiendo que te adaptes. Hay una diferencia.
—¿Y si no quiero?
—Entonces te verás ridícula en las fotos de la gala de este viernes.
Ella se queda helada.
—¿Qué gala?
—La de la Fundación Montenegro. Donde todos los empresarios importantes estarán. Donde tú, como mi esposa legal, tendrás que estar a mi lado.
—¿Estás loco?
—No. Estoy casado.
Ella se lleva las manos al rostro, como si intentara borrar la realidad. Pero no puede. Porque esto ya no es una fantasía. Es un contrato. Es un error. Es una historia que apenas comienza.
—¿Y qué pasa si no voy?
—Entonces me veré obligado a enviar un comunicado a la prensa explicando que mi esposa está en tratamiento por problemas de actitud.
Ella me mira horrorizada. Yo sonrío. Porque sí, soy arrogante. Volátil. Un idiota con traje. Pero también soy estratega. Y ella… ella es mi nueva jugada.
—Tienes tres días para encontrar un vestido que no parezca robado de una adolescente rebelde —digo, caminando hacia mi escritorio—. Y unos zapatos que no griten “corrí para alcanzar el metro”.
—Eres un imbécil.
—Y tú eres mi esposa.
Ella se gira, furiosa, y sale del despacho sin decir más. Pero sé que volverá. Porque Abril Moretti no se rinde. Y yo… yo no me canso de provocarla.





























