Capítulo 4 – La gala, la moto y el vestido que no pidió permiso

Abril

La moto ruge como si protestara por el exceso de glamour que lleva encima. Yo también protesto, pero en silencio. El vestido que elegí no fue aprobado por Gael Montenegro, y eso me da una satisfacción que el maquillaje no puede ocultar. No sé de alta costura, no nací en Francia, pero si mi mejor amiga dice que me veo impresionante, para mí es suficiente. Además, el vestido es negro. Y el negro es elegancia, ¿verdad? Quizás me sobrepasé con los zapatos, pero ¡vamos, soy mujer! Tenemos derecho a un par de excesos, ¿o no?"

Y nosotras somos lo que vestimos, aunque a los esposos millonarios acartonados no les agrade la idea…

Luzco un vestido negro de satén, con escote corazón y espalda descubierta, ajustado en la cintura y con una abertura lateral que deja ver más pierna de la que cualquier millonario consideraría “representativa”. Los zapatos son stilettos rojos, brillantes, con tachuelas en el talón. Crisálida los llama “arma espiritual”. Yo los llamo “mi declaración de guerra”.

La entrada de la gala está llena de autos de lujo, choferes uniformados y alfombra roja. Yo aparco mi moto justo frente al valet parking, que me mira como si acabara de llegar en un unicornio punk.

—¿Desea que la estacione, señorita? —pregunta, con una mezcla de horror y cortesía.

—Ni lo sueñes. Ella no se deja tocar por cualquiera —respondo, acariciando el manubrio como si fuera un gato persa.

Me bajo de la moto con una elegancia que coquetea con la torpeza. El vestido se acomoda, como si supiera que su misión esta noche es causar un escándalo. Camino hacia la entrada, ignorando las miradas, los murmullos, los flashes que no sé si son reales o imaginarios.

Y entonces lo veo.

Gael Montenegro, de pie junto a la entrada principal, con un traje negro de corte perfecto, camisa blanca sin corbata, y ese aire de superioridad que podría congelar el trópico. Sus ojos color miel se oscurecen al verme. Literalmente. Como si el satén negro activara su modo “control perdido”.

—Llegaste en moto —dice Gael, y su saludo queda enterrado bajo su evidente exasperación.

—Llegué —respondo, sonriendo—. ¿No es suficiente?

—Y con ese vestido —reprocha con un ladrido. Es la primera vez que escucho su voz perder el control e igual lo ignoro.

—¿Te gusta?

—No.

—Entonces me encanta —sonrío con dulzura fingida.

Gael me observa como si intentara decidir si me lanza al río o me besa. Yo lo miro como si ya supiera que no puede hacer ninguna de las dos cosas sin perder el control.

—Abril, esto es una gala benéfica. No un desfile de provocaciones —dice, acercándose, como si su cercanía pudiera hacer que yo entrara en razón. No funciona.

—¿Y tú qué sabes de provocaciones? —me acerco un paso más. Mi aliento choca con el suyo. —Tú provocas con silencio. Yo con escote. Es lo mismo, pero más divertido."

—Ese vestido no representa mi apellido.

—No. Representa el mío. Y mi carácter. Y mi decisión de no parecer una estatua de mármol con tacones beige.

Gael suspira. Su mandíbula se tensa. Su mirada recorre mi cuerpo como si intentara encontrar una cláusula que le permita objetar mi existencia.

—No puedes seguir haciendo esto —dice, en voz baja.

—¿Qué cosa? —inquiero como si no supiera de lo que habla.

—Desafiarme.

—¿Y tú qué esperabas? ¿Una esposa obediente por error? —refuto mas molesta que cualquier cosa.

—Esperaba que entendieras el contexto.

—Yo entiendo el contexto —pongo cara de fastidio —Tú eres el magnate, yo soy la diseñadora —aclaro para darle drama —Nos casamos por error. Y ahora estamos en una gala fingiendo que todo está bien —sonrío solo con los labios —¿Qué parte no está clara?

Gael no responde. Me ofrece su brazo. Lo tomo. Porque, aunque me moleste, aunque me irrite, aunque me den ganas de gritarle, hay algo en él que me arrastra. Que me hace querer estar cerca. Que me hace olvidar que esto no es real.

Entramos juntos. Las miradas se multiplican. Los murmullos también. Algunos nos reconocen. Otros nos juzgan. Y yo… yo camino como si llevara una corona invisible.

—¿Estás disfrutando esto? —pregunta Gael, mientras saludamos a un grupo de empresarios con sonrisas falsas.

—Muchísimo. ¿Y tú?

—Estoy sobreviviendo.

—¿Y eso qué significa en tu idioma?

—Que no he decidido si me arrepiento o si quiero repetirlo.

Lo miro. Él me mira. Y por un segundo, el mundo se detiene. No hay música. No hay gente. No hay gala. Solo nosotros. Y ese espacio invisible donde el deseo y el orgullo se pelean por el protagonismo.

—¿Sabes qué es lo peor de todo esto? —susurro y el aliento me tiembla en la garganta

—¿Qué?

—Que me gusta cómo me miras cuando estás molesto.

Gael sonríe. Apenas, pero lo hace y eso, para mí, es una victoria.

La noche continúa. Bailes, discursos, brindis. Yo me muevo con soltura. Él con precisión. Somos opuestos que, por alguna razón, funcionan. Como fuego y hielo. Como caos y control.

Al final de la gala, salimos juntos. La moto sigue ahí, esperándome como una amante fiel.

—¿Quieres que te lleve? —pregunto, con una sonrisa traviesa.

—Prefiero no morir esta noche.

—Cobarde —rueda los ojos.

¡Él rodo los ojos!

—Realista —lo dejo estar, no digo nada.

Me subo a la moto. Él me observa. Y por primera vez, no dice nada. Solo me mira. Como si no pudiera decidir si me odia o me desea.

—Buenas noches, Montenegro —digo, antes de arrancar.

—Buenas noches, Moretti —responde, con los ojos más oscuros que nunca.

Y mientras me alejo, con el vestido ondeando al viento y los tacones brillando bajo la luna, sé que esto no fue solo una gala.

Fue una declaración.

Y él la escuchó.

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