Capítulo 5 – Whisky, dudas y una pelirroja en mi cabeza

Gael

La gala terminó hace horas, pero Abril se ha quedado en mi cabeza. Un bucle. El vestido negro, la moto destartalada, los tacones rojos como una declaración de guerra. Cada gesto suyo fue una provocación, y sin embargo... no puedo dejar de pensar en ella.

Estoy en mi despacho, con la corbata deshecha y el whisky en la mano. Manhattan brilla detrás del ventanal como una promesa que ya no me seduce. Lo que me seduce ahora tiene pecas, sarcasmo y una forma de caminar que desafía la lógica.

Marco el número de Lorenzo Perdomo. Mi socio. Mi amigo. El único que puede decirme la verdad sin que lo despida.

—¿Qué pasa, tío? ¿No puedes dormir o te ha dado por filosofar? —responde con su acento madrileño, siempre medio burlón.

—Necesito hablar —digo, sin rodeos.

—¿Es por la pelirroja?

Silencio.

—Lo sabía. Te ha tocado la fibra, ¿eh?

—Me está desestabilizando.

—¿Y eso es malo?

—Para mí, sí. Para mi reputación, peor.

—Gael, tú podrías aparecer en bata de baño en Wall Street y seguirías siendo el lobo. No te preocupes por eso.

—No es solo la imagen. Es ella. Es su forma de no encajar. De desafiar todo lo que soy.

—¿Y no será que te gusta precisamente por eso?

Me sirvo otro trago. El hielo cruje. Mi cabeza también.

—No puedo perder el control, Lorenzo. No ahora. No por alguien que llega en moto a una gala y se ríe de mis reglas.

—Pero te gusta.

—Sí.

—¿Y entonces?

—Entonces no sé qué hacer.

Lorenzo se ríe. Un sonido cálido, despreocupado.

—Tío, escúchame. El respeto no se pierde por enamorarse. Se pierde por fingir que no sientes nada. Tú eres Gael Montenegro... ¿Y ahora vas a temblar por una mujer que te hace sentir vivo? —lo miro, y no tengo una respuesta. Él tiene razón.

—No es tan simple.

—Claro que lo es. ¿Quieres saber lo que pienso?

—Dímelo.

—Aprovecha lo que tienes. Porque si ella te hace temblar, es porque te está moviendo algo que ya estaba dormido. Y eso, amigo mío, no lo compra ni el dinero ni el poder.

Silencio. Largo. Me quedo mirando el vaso como si tuviera respuestas.

—¿Nos tomamos unos tragos? —pregunto.

—Pensé que nunca lo dirías.

El bar está casi vacío. Lorenzo llega con su chaqueta de cuero y su sonrisa de madrileño encantador. Nos sentamos en una mesa discreta. Él pide ron. Yo sigo con whisky.

—¿Y entonces? ¿La vas a invitar a cenar o a una junta de accionistas? —pregunta, con sorna.

—No lo sé. Cada vez que la veo, quiero besarla. Y cada vez que habla, quiero callarla.

—Eso se llama tensión sexual, Gael. No es una enfermedad. Es una bendición —una sonrisa sarcástica se dibuja en mis labios. Ojalá fuera tan simple.

—¿Y si me hace perder el control?

—Pues lo pierdes. Y luego lo recuperas. No eres un robot, tío. Eres un hombre. Y ella te está recordando eso.

Me quedo en silencio. Lorenzo me observa. No dice nada más. No hace falta.

Seguimos bebiendo. El whisky se convierte en aliado y enemigo. Me relaja, pero también me desarma. Y cuando Lorenzo se despide, dejándome con una palmada en el hombro y una sonrisa cómplice, yo me quedo solo. Con el vaso. Con la noche. Con Abril.

Regreso a mi piso pasada la medianoche. El silencio me recibe como un viejo amigo. Me quito el saco, aflojo la camisa, y me sirvo el último trago de la noche.

Camino hacia el ventanal. Manhattan sigue ahí, brillante, indiferente. Pero yo no soy el mismo.

Pienso en Abril. En su forma de mirarme sin miedo. En cómo desafía cada palabra que digo. En cómo, sin quererlo, me ha convertido en alguien que duda. Que siente. Que desea.

Me siento en el sofá. El vaso en la mano. La imagen de ella en mi mente.

Y entonces, sin pensarlo, la llamo.

—¿Gael? —responde, con voz somnolienta.

—¿Estás despierta?

—Ahora sí. ¿Qué pasa?

—No estoy cómodo con lo que me estás haciendo.

Silencio.

—¿Perdón?

—Me estás exponiendo. Me estás sacando de mi eje. Me estás obligando a sentir cosas que no quiero sentir.

—¿Estás borracho?

—Un poco.

—¿Y decidiste llamarme para culparme de tu crisis emocional?

—No es una crisis. Es una advertencia.

—¿Una advertencia?

—Sí. No sigas jugando conmigo, Abril. No me provoques. No me desafíes. No me hagas sentir.

—¿Y si no estoy jugando?

Silencio. Largo. Tenso.

—Entonces estamos en problemas.

—Gael, tú firmaste ese contrato. Tú decidiste seguir con esto. Y ahora me llamas en medio de la noche para decirme que no te gusta cómo te hago sentir. ¿Qué esperabas? ¿Una esposa decorativa?

—Esperaba control.

—Pues te equivocaste de mujer.

Me quedo en silencio. Ella también. Y por un momento, el mundo se reduce a su voz y mi respiración.

—Buenas noches, Montenegro —dice, con tono firme.

—Buenas noches, Moretti —respondo, antes de colgar.

Y mientras me quedo solo, con el vaso vacío y el corazón lleno de dudas, sé que esto no fue solo una llamada.

Fue una confesión.

Y ella la escuchó.

Capítulo anterior
Siguiente capítulo