Capítulo 6 – Vino rosado, confesiones y una llamada que lo cambia todo

Abril

La noche aún no termina. El vestido sigue pegado a mi piel, los tacones me han dejado marcas de guerra, y la moto descansa en su rincón como si supiera que hoy fui más que su piloto: fui una mujer que desafió a su esposo accidental en público… y sobrevivió.

Entro al apartamento con el maquillaje medio corrido y el corazón en modo terremoto. Crisálida está en la cocina, preparando su ritual nocturno: vino rosado, copas de cristal y una vela aromática que huele a algo entre lavanda y paz interior.

—¿Cómo estuvo la gala? —pregunta sin girarse, como si pudiera leerme sin verme.

—Explosiva —respondo, dejando el bolso sobre el sofá—. Gael casi se atraganta con mi escote.

Crisálida ríe suavemente. Me ofrece una copa. Nos sentamos en el suelo, como siempre, con las piernas cruzadas y el mundo reducido a nosotras dos.

—¿Y tú? —pregunta, mirándome con esos ojos azules que parecen ver más allá de la superficie—. ¿Cómo te sentiste?

—Como una bomba de relojería con tacones. Pero… no sé. Algo se movió. En él. En mí.

Crisálida toma un sorbo de vino. Su expresión cambia. Se vuelve más seria, más íntima.

—Abril… no sé si lo notas, pero tu energía está distinta. Más abierta. Más… vibrante.

—¿Eso es bueno o malo?

—Es hermoso. Es como si algo dentro de ti estuviera empezando a florecer. Y creo que tiene que ver con él.

Me quedo en silencio. El vino sabe a verdad. A confesión. A miedo.

—Sí —susurro—. Siento algo por Gael. Y eso me asusta.

Crisálida no se sorprende. Solo asiente, como si ya lo supiera.

—No es solo atracción —continúo—. Es como si él me viera. Como si pudiera tocar partes de mí que yo misma había enterrado.

—Porque lo hace —dice ella, con voz suave—. No desde el ego. Desde la presencia. Y tú estás respondiendo a eso.

—Pero no puedo someterme. No después de lo que viví.

Crisálida se acerca. Me toma la mano. Su tacto es cálido, firme.

—Háblame de él. Del que te rompió.

—No quiero.

—Pero necesitas.

Respiro hondo. El vestido me aprieta el pecho, pero no es el satén. Es la memoria.

—Era encantador. Al principio. Me hacía sentir especial. Única. Luego empezó a controlar todo. Mi ropa. Mis amigos. Mi trabajo. Me aisló. Me apagó. Y cuando ya no quedaba nada de mí, me culpó por su infelicidad.

Las lágrimas llegan sin permiso. Crisálida me abraza. No dice nada. Solo me sostiene.

—Me prometí no volver a ceder. No volver a perderme en nadie. Y ahora Gael… él me mira como si pudiera reconstruirme. Y eso me asusta más que cualquier golpe.

—Porque te está viendo —dice ella, acariciándome el cabello—. No como una víctima. No como una rebelde. Como tú. Y eso duele. Porque es real.

Llorar en sus brazos es como volver a casa. Como recordar que no estoy sola. Que mi fuego tiene agua cerca. Que mi caos tiene contención.

—¿Y si me equivoco otra vez? —pregunto, con la voz rota.

—Entonces te levantas. Pero esta vez, no sola.

Nos quedamos así, en silencio, con el vino a medio terminar y la noche envolviéndonos como una manta tibia.

A las tres de la madrugada, mi teléfono vibra. Gael.

Contesto sin pensar.

—¿Abril?

Su voz suena distinta. Más grave. Más lenta. Como si el whisky hablara por él.

—¿Estás despierta?

—Ahora sí. ¿Qué pasa?

—No estoy cómodo con lo que me estás haciendo.

Me quedo en silencio. El corazón se me acelera.

—¿Perdón?

—Me estás exponiendo. Me estás obligando a sentir cosas que no quiero sentir. Me estás rompiendo el orden.

—¿Estás borracho?

—Un poco.

—¿Y decidiste llamarme para culparme de tu crisis emocional?

—No es una crisis. Es una advertencia.

—¿Una advertencia?

—Sí. No sigas jugando conmigo, Abril. No me provoques. No me desafíes. No me hagas sentir.

—¿Y si no estoy jugando?

Silencio. Largo. Tenso.

—Entonces estamos en problemas.

—Gael, tú firmaste ese contrato. Tú decidiste seguir con esto. Y ahora me llamas en medio de la noche para decirme que no te gusta cómo te hago sentir. ¿Qué esperabas? ¿Una esposa decorativa?

—Esperaba control.

—Pues te equivocaste de mujer.

Me quedo en silencio. Él también. Y por un momento, el mundo se reduce a su voz y mi respiración.

—Buenas noches, Moretti —dice, con voz baja.

—Buenas noches, Montenegro —respondo, antes de colgar.

Me quedo mirando el techo. La cabeza hecha un lío. El corazón en modo interrogante.

No sé qué va a pasar. Pero sé que algo ya está pasando.

Y no hay contrato que lo detenga.

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