Capítulo 3 TRAICION INESPERADA
La pareja que acudió a Samuel buscaba consejo. Estaban tensos, hablaban a media voz, hasta que finalmente él confesó:
—Nos sentimos… incompletos en la intimidad. Sabemos lo que la deidad enseña, que los besos y las caricias no son permitidos… pero aun así, sentimos que algo falta —
Yo me tensé. El aire se espesó en mis pulmones. Esperaba que Samuel los reprendiera con dureza, que les recordara lo que tantas veces me había dicho a mí: que los placeres del cuerpo eran pecado, que la pureza estaba en el silencio, en el deber cumplido sin adornos.
Pero no.
—No, hermanos —dijo con voz grave, serena, como si hablara desde una autoridad incuestionable—. La intimidad en el matrimonio es un regalo de la deidad. No está para ser reprimida ni mutilada. El hombre debe procurar que su esposa quede satisfecha, feliz. Y ella, a su vez, debe procurar lo mismo para él. Esa es la manera en que la unión permanece fuerte —
Me giré lentamente hacia él, incrédula. ¿Acaso lo había escuchado bien?
—Luisa y yo no tenemos esos problemas —continuó, mirándome con una sonrisa orgullosa—. Nuestro matrimonio es perfecto en ese sentido. ¿Verdad, amor? —
Sentí cómo la sangre me abandonaba el rostro. “Perfecto”. Esa palabra resonaba como un eco cruel en mi interior. Quise gritar que no era cierto, que cada noche para mí era un desierto, que nunca había sentido nada más que vacío. Pero mis labios hicieron lo de siempre: se curvaron en una sonrisa obediente.
—Sí —dije con suavidad—. Es cierto.
Me odié por esas palabras. Me odié por la mentira, por reforzar la imagen de un matrimonio que en la intimidad era pura ceniza.
Noté como ella sonrió y tomó de la mano a su esposo, y el también sonrió.
Días después, regresé a otro té con las vecinas. Esta vez me sentí un poco más cómoda. Alrededor de la mesa preparaban una receta sencilla, y yo me ofrecí a ayudar. Corté, mezclé, probé, añadí un par de especias que siempre usaba en casa. Cuando terminamos, todas me miraban sorprendidas.
—¡Luisa, cocinas increíble! —dijo una de ellas, probando el guiso con deleite—. Samuel debe estar feliz de tenerte en su vida.
Reí nerviosa, bajando la mirada, pero algo cálido se encendió en mí. Nadie me elogiaba nunca.
Seguimos conversando, primero sobre los hijos de una, las compras de otra, las bromas del día. Las risas llenaban la sala y, por primera vez en mucho tiempo, me sentí ligera. No era “la esposa del siervo Samuel”, solo era Luisa, una mujer sentada entre otras mujeres.
Después, como la otra vez, la charla viró hacia lo íntimo. Ellas contaban anécdotas con sus esposos, cómo se sorprendían mutuamente, cómo se exploraban sin miedo. Yo escuchaba en silencio, esta vez con los oídos más atentos que nunca. Cada palabra me abría los ojos a algo que jamás había imaginado posible, hice varias preguntas que me respondieron de la manera más explícita dejándome sin palabras.
Esa noche, volví a casa con un cosquilleo extraño en el cuerpo. Me acerqué a Samuel con timidez, tratando de poner en práctica lo que había escuchado, buscando algo distinto, algo más. Pero la respuesta fue la misma: indiferencia, frialdad. Cuando intenté acariciarlo, él me apartó con desdén.
—No hagas tonterías, Luisa —murmuró, girándose para dormir—. Compórtate como una mujer de fe —
Me quedé inmóvil, con el corazón hecho trizas. Cuando por fin terminó, ni siquiera me miró. Cerré los ojos y sentí las lágrimas correr por mis mejillas, silenciosas, ardientes. Una vez más, el vacío me envolvía.
Pasaron varios días. Caminaba por la calle con el alma pesada, cuando me crucé Valeria La misma que aquella tarde, en el primer té, me había ofrecido con disimulo el número de un servicio masculino.
Nos saludamos. Yo iba a seguir de largo, pero las palabras me quemaban en la lengua.
—Oye… —dije con nerviosismo, bajando la voz— Aquella vez… lo que me dijiste —
Ella me miró con picardía, pero también con ternura.
—¿Quieres el número? —
Sentí que mi rostro ardía, que el suelo quería tragarse mis pies. Dudé un instante, luchando contra la culpa, contra la doctrina, contra el miedo. Pero luego, casi susurrando, lo dije:
—Sí —
Ella sonrió y me escribió un número en un papel. Lo dobló y me lo puso en la mano, cerrándomela con firmeza.
—Cuando estés lista, Luisa —dijo suavemente—Solo cuando tú lo decidas —
Guardé el papel como si fuera un secreto ardiente. Y mientras caminaba de regreso a casa, sentí por primera vez que algo en mí se había quebrado… o quizá, se había despertado.
Los últimos días Samuel estaba raro.Se arreglaba más de lo normal. Llevaba la camisa planchada con cuidado, el perfume distinto al que usaba conmigo, y a veces regresaba con el cabello húmedo, como si se hubiera duchado fuera de casa.
Una noche me dijo:
—Tengo que salir, amor. Un hermano de la célula está pasando por un mal momento y me necesita —
Me sonrió como siempre, como el esposo ejemplar que todos alababan.
—No me esperes despierta — asentí
Lo vi salir por la puerta con una seguridad que me dolió. Y entonces supe que no podía quedarme sentada. Me puse un abrigo ligero y lo seguí a escondidas, con el corazón latiendo como un tambor en el pecho.
Lo vi caminar varias calles, hasta entrar en un edificio viejo. Esperé unos segundos y después, temblando, crucé la puerta. Subí las escaleras despacio, escondiéndome en las sombras. Escuché su risa antes de verlo.
La puerta de un departamento estaba entreabierta. Me acerqué. Lo que vi me arrancó el aire.
Samuel estaba allí, con otra mujer. No era un consejo ni una oración. Eran sus manos en la cintura de ella, sus labios devorando los suyos, su cuerpo apretado contra el de esa desconocida. Risas, susurros, jadeos… todo lo que nunca me había dado a mí.
Me quedé helada. El suelo pareció abrirse bajo mis pies. Era como si la sangre me abandonara, como si mi corazón se hubiera quebrado en un millón de pedazos.
No entré. No hice un escándalo. No grité. No le arrojé su mentira en la cara. Solo me di la vuelta y bajé las escaleras con las lágrimas ahogándome. Cada paso me dolía como si caminara sobre vidrios rotos.
En casa, me encerré en el baño. Encendí la luz y miré mi reflejo en el espejo. Mis ojos rojos, mi rostro cansado, la mujer apagada en la que me había convertido. Y pensé: ¿De verdad esto es un matrimonio?
Sentí rabia, un ardor nuevo que me recorría las venas. Rabia por él, por su hipocresía, por haberme ridiculizado tantas veces mientras en secreto se revolcaba con otras. Rabia por mí, por haber sonreído, por haber callado, por haber dicho “sí” cuando quería gritar “no”.
Con manos temblorosas, metí la mano en el bolsillo de mi vestido y saqué el papelito. Lo abrí despacio, como si abriera una puerta prohibida. El número estaba allí, escrito con tinta azul.
Me quedé mirándolo largo rato. Mi respiración era un torbellino. Tenía miedo, sí. Pero había algo más: determinación.
Tomé el teléfono. Marqué los números uno a uno.
—Buenas noches — contestó una voz grave al otro lado— ¿En qué puedo servirte? —
Tragué saliva. Sentí el corazón martillar.
—Quiero… quiero agendar una cita —
Hubo un silencio corto, y luego la respuesta firme, tranquila:
—Claro, preciosa. Dime cuándo —
Cerré los ojos. Por primera vez en mucho tiempo, no pensé en Samuel, ni en la deidad, ni en la célula. Solo pensé en mí.
—Mañana por la noche —
Colgué el teléfono con las manos sudorosas. Me apoyé contra la pared, dejando escapar un suspiro entrecortado. Y allí, con el corazón en llamas, lo supe: estaba decidida.
Había cruzado una línea. Y ya no pensaba regresar.
