[1] Nunca es suficiente
Ripley sacudió su pene goteante y la mujer que estampó contra la pared trasera del armario, gimió sintiendo como el semen corría por sus muslos. Ripley apretó sus dedos en la cabeza de la mujer, y su mejilla se aplastó. La mujer llevaba el vestido por encima de su cintura, sus manos alzadas por encima de su cabeza y sus nalgas rosadas por los golpetazos de Ripley. El hombre movió su cuello para sacudir su cabeza y soltó sus muñecas.
—Buen orgasmo, hermosa —dijo apretando sus nalgas.
La mujer quitó sus dedos de su clítoris y giró para mirarlo. El cabello caía contra su rostro y sus labios estaban hinchados.
—¿Me llamarás? —preguntó temblorosa.
Ripley se inclinó y le sonrió contra la nariz.
—Feliz año nuevo —dijo chasqueando su lengua.
Ripley subió su cremallera, se peinó el cabello que las embestidas revolotearon y abrió la puerta del armario. Ripley se arregló las gemelas justo antes de robarse una copa de champaña de una bandeja dorada que pasó frente a él. El aroma a perfume bailaba en el aire, la música apenas se escuchaba por encima de los murmullos y varias mujeres le sonrieron cuando salió. Ripley se limpió las comisuras de los labios y caminó entre las mesas, los globos y la torre de champaña. Era una fiesta a la que no planeaba ir, pero después de una terrible discusión, una cogida y otra discusión, decidió aceptar la invitación de sus colegas.
—¿Te gustó? —preguntó uno de sus colegas cuando regresó a la mesa—. Aquí podíamos escuchar su cabeza golpeando la pared.
Ripley sonrió con la copa rozando sus labios y no dijo una palabra. En su campo era conocido como el gran Thor, no solo por ser parte de su apellido, sino porque con su rayo partía a la mitad.
—Te invitamos a celebrar, no a buscar un hueco mojado.
Ripley dejó la copa en la mesa y arrastró la silla para desplomarse. Abrió el botón de su saco azul cielo y rodó la mirada por el lugar. No le prestaba demasiada atención a lo que decían de él. Los murmullos en los pasillos del hospital eran tantos, que debían filtrar lo bueno y lo malo. Lo malo siempre tenía más peso, pero en su caso, no había nada malo en su gran Thor.
—Te invitamos a Los Hampton para pagar parte de tus acciones en el hospital —dijo uno de sus socios en la mesa—. Veo que la reputación que te precede no es mentira, o no la mayoría.
En Long Island no había tantas personas como pensarían, y las pocas mujeres solteras que encontraba, debía aprovecharlas al máximo, no solo una parte, no solo una porción, todas.
—Si la mujer existe, es para cogerla —dijo Ripley antes de pedir otra copa—. Si ustedes se conforman con una, no me pidan que haga lo mismo. Lo rutinario aburre, por eso estamos en un hospital. No vemos los mismos casos todos los días. Y si fuésemos dueños de un restaurante, no comeríamos lo mismo cada día.
Los tres hombres en la mesa guardaron silencio.
—Por algo existe el bufet libre —dijo Ripley con una sonrisa.
Uno de ellos, el de la mayor cantidad de acciones, le comentó que él llevaba cerca de veinte años casado, y que era lo mejor que le sucedió en la vida. Ripley alzó las cejas cuando el que estaba a su lado dijo que para él el matrimonio fue lo peor que le sucedió. Ripley se inclinaba a que el matrimonio era lo peor; él lo sabía, lo vivió en primera instancia, y no soportó la jodida atadura.
—Si quieren hablar de sus mujeres, iré por una para mí —dijo acabando su copa y levantándose de la mesa.
—¿No fue suficiente? —preguntó el cansado del matrimonio.
Ripley se ajustó el botón del saco.
—Nunca es suficiente.
Ripley abandonó la mesa y caminó de nuevo entre las personas. El festín de esa noche era enorme. Las fiestas de año nuevo eran enormes, y los ricachones tiraban la casa por la ventana para sentirse más imponentes de lo que eran. Esa noche era la más importante para todos, incluida Bryer, una de las asistentes de la fiesta a la que por dinero no fue invitada. Bryer estaba en el balcón mirando el agua ondearse, cuando le llegó un mensaje.
“Espero que la estés pasando de maravilla. Te amo.”
Bryer apagó la pantalla y arrojó el resto del licor en su garganta. El cabello le caía sobre las mejillas y sus piernas sentían la corriente de la brisa helada de la costa. Llevaba un pequeño bolso, y antes de guardar el teléfono, miró la hora. Faltaban veinte minutos para las doce, y sus amigas, las que la invitaron, no estaban por ninguna parte. Bryer miró a las parejas que se tomaban de la cintura con cierta nostalgia porque su novio eligió ir a las montañas con sus amigos, que quedarse a celebrar con ella.
Bryer soltó un suspiro cuando a su lado llegó una pareja que comenzó a hablar del futuro, de lo que querían para el próximo año, y ella rodó los ojos y sacó la lengua. Amaba el romance, vivía por el romance, pero esa noche debía ser especial, no una más.
Bryer pulsó varios números en el teléfono y las contestadoras fueron la única voz que resonó al otro lado. Pulsó de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, y solo fue la contestadora. Al final se quitó de nuevo el cabello de las mejillas y miró el océano por última vez. No tenía por qué estar allí. Ella no era de esa clase, ella no tenía dinero, no tenía propiedades ni una casa en los Hampton. Ella era una becada que se hizo amiga de una chica con dinero.
Bryer se mordió los labios y movió sus tacones. Estaba helado afuera, así que decidida a irse, giró sobre sus tacones finos oscuros y tropezó personas para buscar la salida. Bryer empujó varios sacos y hombros desnudos hasta llegar a la pista de baila. Había una enorme bola de fiesta colgando del techo de globos dorados y rojos, y las risas y la excitación por el nuevo año la agobiaron. Ella estaría mejor en su dormitorio, lejos de casa, lejos de los gritos.
Ripley le sonrió a un par de mujeres que sonrieron cuando lo vieron, y le guiñó un ojo a una antes de sentir que su garganta estaba seca. Ripley escaneó con la mirada una copa, misma copa que Bryer también miró para sentirse un poco mejor esa noche. Solo el alcohol la haría disfrutar de ese patético y aburrido año nuevo. Ambas manos se acercaron a la única copa en la mesa y sus dedos se rozaron. La electricidad les recorrió la mano hasta el corazón y sus ojos chocaron como dos enormes barcos en altamar.
Bryer despegó los labios al ver al hombre de mandíbula cuadrada y barba pulida, y él se clavó en esos carnosos labios rojos que eran acompañados por un vestido revelador. Fue un segundo, un instante, un flash, el que bastó para que dos personas que iban contracorriente, se encontraran en ese espacio.
—Oh, lo lamento —dijo ella bajando la mano.
Ripley jugó con su lengua y luego alzó la copa de la mesa.
—Es suya —dijo entregándosela.
Bryer la sujetó y sus miradas se conectaron. Ese tenso hilo rojo del sexo se encogió y se tensó cuando ella sintió un cosquilleo en la comisura de sus labios y al sur de su ombligo.
—Gracias —dijo llevando la copa a sus labios, sin romper el contacto visual. Ripley sintió un golpetazo en su pene y observó cuando sus labios se presionaron contra el cristal delgado—. El alcohol es lo único que me ayudará esta noche.
Ripley le sonrió con esa sonrisa que derretía glaciales.
—¿Malas noticias para la que debería ser la mejor noche del año?
Bryer dejó la copa en la mesa y lamió el residuo de licor en la comisura de sus labios. La mirada de Ripley fue a ese punto exacto cuando su lengua rosada conectó con su piel suave y delicada.
—A mi novio se le ocurrió viajar con sus amigos a los Alpes Suizos, y estoy en los Hampton sola, bebiendo champaña sola —dijo alzando las cejas y sonriéndole con coquetería.
Ripley giró la cabeza y buscó una copa más en algún lugar. A lo lejos atisbó dos copas en una mesa libre, y empujando personas, llegó a ellas y las regresó con Bryer, a quien le tendió una.
—Ya no estás sola —dijo cuando ella arrugó el entrecejo por lo que el hombre hizo—. Ahora somos dos, y dos es multitud.




























