[18] Se terminó
El pasillo de la residencia estaba en silencio, a excepción de la música de mariachi y la voz suplicante del ex-novio, los flashes de las cámars y las risas y murmullos de los estudiantes curiosos. El ex novio de Bryer se levantó, pero no se fue. La esperanza en sus ojos chocaba con la firmeza en el rostro de Bryer. Había hecho todo su parapeto para que Bryer lo perdonara. Había buscado en internet mariachis para ella. Era la primera vez que llevaba rosas, era la primera vez que actuaba como un novio romántico. ¿Por qué no solo aceptaba las malditas flores y entraban para coger?
—¿Qué dices, Bryer? —le preguntó, empujando las malas palabras lejos—. No me digas eso. No puedes hablar en serio.
Bryer se cruzó de brazos, con una fría determinación en sus ojos. Bryer no era una mujer que jugara y menos con los sentimientos. De no estar segura de que ella no le importaba no lo hubiera dejado. Le hubiera dolido, pero no le dolió porque sabía que ese show no era más que eso, un patético show.
—Estoy hablando muy en serio —le dijo—. Levántate.
—No —negó él—. No me levantaré hasta que me digas que me perdonas. ¡Mírame! Te traje mariachis. ¿Qué más quieres?
—Quiero que te vayas, y que te los lleves contigo.
Él se negaba rotundamente a quedar mal, a ser la burla. Lo había visto millones de veces en internet y no era bonito.
—Te amo. Siempre te he amado —le juró, dando un paso más cerca, intentando tocarla—. ¿Acaso no lo ves?
—Lo veo —contestó Bryer—, pero ya no es suficiente.
¿Y desde cuándo Bryer necesitaba más? Desde que la conoció siempre fue una conformista en todo el sentido de la palabra. Se conformaba con migajas de amor, con migajas de sexo, y si no se conformaba con lo que él le daba, era porque había alguien más.
—¿Cómo que no es suficiente? —protestó, con la voz llena de frustración y el ramo apretado—. ¿Qué hice mal?
—No hiciste nada mal —dijo y su tono se suavizó por un momento—. Simplemente ya no es lo que quiero.
Y fue entonces cuando todo dentro de él terminó de estallar.
—¡Esos putos mariachis me costaron un ojo de la cara! —le espetó, con el gesto de un niño quejumbroso que había roto su cerdito de monedas por una muñeca—. ¡Y este ramo de rosas! ¿Sabes lo que me costó comprar mi primer ramo de rosas?
Y eso le dejó en claro a Bryer que él nunca sería detallista sino fuese porque lo había botado. No le nacía, no podía solo serlo, y la verdad estaba cansada de conformarse con migajas.
—No me importa. Esto no es una película en la que apareces así y me convences de quererte —le dijo y su paciencia se agotaba.
—Pero Bryer, soy yo, tu chico —le recordó con una sonrisa que forzó igual que sus zapatos—. ¿Por qué me harías esto?
Bryer no quería joderlo ni romperle el corazón. No fue del todo malo en la relación, pero todo, incluso eso, tenía su final.
—Ya no eres mi chico —le respondió en voz baja—. Se terminó.
Él dio un paso atrás, como si le hubieran disparado.
—No lo acepto —dijo, negando con la cabeza—. No lo acepto. Por favor, Bryer, te lo suplico. Dime que volveremos a estar juntos. Te prometo que nunca más me iré a esquiar sin ti.
—No se trata de esquiar —le explicó pasándose las manos por el cabello—. Se trata de que cambié y tu no lo entiendes.
—¡Entonces explícamelo! —le exigió, señalándola—. ¡Dime a la cara por qué me estás rompiendo el corazón!
—Porque ya no te amo de la misma manera —le soltó—. Ya no siento que seamos perfectos juntos. Ya no encajamos.
—¡Eso es una mentira! —gritó, su voz resonando en el pasillo, agitando el ramo por los aires—. Es por otro, ¿verdad? ¿Es por algún imbécil que conociste en la fiesta?
—No hay nadie —le dijo Bryer con un tono agotado—. No es por nadie. Es por mí, te dije que cambié. Ya no quiero lo que me ofreces. Quiero más de la vida, de ti, de todos.
—¡Mentira! —la interrumpió—. No te atrevas a mentirme. Sé que hay alguien. ¡Dime a quien carajos te estás cogiendo!
—No hay nadie, y aunque lo hubiera, no te lo diría.
—¡Te estás burlando de mí! —le recriminó—. ¡Me hiciste venir aquí con mariachis para humillarme!
—No es mi culpa. Te dije por teléfono que no me buscaras.
Estaba enojado, muy enojado, pero también herido.
—Te amo, Bryer —le imploró—. Te amo con todo mi puto corazón. Por favor, regresa conmigo.
—No puedo. Lo siento.
Y la presa de la ira inagotable se rompió.
—¡Te odio! —gritó, su rostro retorcido por la ira.
El ex-novio se agitó abruptamente. Los mariachis, asustados, se detuvieron abruptamente, dejando un silencio repentino en el pasillo. Miró el ramo de rosas en su mano, la floristería ya no significaba nada para él. Con un grito de rabia, lanzó las rosas al suelo con toda su fuerza. El ramo se rompió, las flores se esparcieron por el piso, y con una furia cegadora, levantó su bota y la estampó sobre las rosas, aplastando los pétalos y las hojas.
—¡Todos sabrán lo perra que eres! —gritó, su voz resonando en el pasillo—. ¡Todos sabrán lo que me hiciste!
Dio media vuelta y se fue, dejando el pasillo en silencio, a los mariachis con los instrumentos bajados y a Bryer, con el corazón en la garganta. Ahora todos sabrían lo que había sucedido, y lo que había hecho, y la mujer siempre era la peor librada.
