Capítulo 3 — Caramelo Pecaminoso

—No entiendo por qué insistes en posponer la boda, Aurora. Gabriel es el mejor partido que has encontrado en años —dijo mi madre, acomodando el mantel de encaje con esa precisión que siempre me hacía sentir torpe e incompetente—. Tiene una carrera estable, buenos ingresos, una familia decente... ¿Qué más quieres, hija?

Quiero que el mundo no me asfixie, mamá. Quiero libertad.

Coloqué los cubiertos en orden, justo como ella me había enseñado, y simplemente suspiré.

—No es que no quiera casarme, mamá... Solo quiero asegurarme de que todo sea perfecto, sin complicaciones.

Y lo más lejano posible.

Mi padre ni siquiera alzó la vista del periódico. Él también insistía en que debía decidir pronto y comenzar a formar mi propia vida porque, según él, ya era tiempo.

—Ya tienes veintitrés años, hija... Tienes que hacer las cosas como Dios manda, y ese chico es lo mejor para tu futuro.

Pero yo no quiero ese futuro.

Negarme a algo que mis padres deseaban significaba soportar horas de sermones sobre ser una buena hija, agradecida por todas las oportunidades que me habían dado. Comportarme como la chica ejemplar que todos esperaban.

El timbre sonó como una salvación en medio de una conversación que amenazaba con extenderse por horas.

—¡Prima! —Valentina Veytia irrumpió como un huracán, envuelta en una minifalda de última tendencia. Su perfume a vainilla y canela llenó el espacio. Mi madre frunció el ceño al ver su vestimenta, pero no podía decirle nada o mi tía armaría un escándalo—. ¿Hace cuánto que no nos vemos? Necesitamos sacarte de este ataúd dorado. Hay un bar nuevo en las afueras del pueblo y quiero llevarte. ¡Nos divertiremos!

Ay, no.

—Aurora no es de bares, Val —intervino mamá con una sonrisa tensa, tomando el rosario entre las manos, dejando clara su postura sobre las salidas nocturnas—. Además, está ocupada. Tiene que elegir los centros de mesa para la recepción de la boda.

Dios, Val... ¡Sácame de aquí!

Valentina me guiñó un ojo, comprendiendo la situación. De inmediato se puso manos a la obra.

—Justo por eso lo digo, tía. Son sus últimas noches de soltería y quiero compartirlas con mi primita. Gabriel no se enterará, te lo prometo. Cuidaré de ella... Por favor.

Y con el poder que solo Val tenía sobre mis padres, logré salir de casa al menos por unas horas, con la promesa de que no haría nada fuera de lugar ni tampoco iría a ningún bar.

Promesa que, por supuesto, no pensaba cumplir.

[...]

El vestido rojo que Val me prestó era tres tallas más pequeño de lo que jamás habría usado. Me ajustaba como una segunda piel, revelando cada curva que años de vestidos pasteles, holgados y aniñados habían escondido.

Ser hija de una familia tan religiosa no me había dejado muchas opciones para elegir.

—¿Y si alguien me reconoce y le dice a mamá? —musité, ajustándome el escote por décima vez.

Nos habíamos ido a casa de mi prima para arreglarnos sin la presencia asfixiante de mi madre. Cuando salimos, mi tía ni siquiera preguntó a dónde íbamos; solo nos deseó que nos divirtiéramos.

Además, ella pensaba que nos quedaríamos allí, en una noche tranquila.

Val rió mientras estacionaba. Habíamos conducido por una hora, pero ya estábamos lo suficientemente lejos del pueblo como para que mamá pudiera encontrarnos.

—Con ese escote, ni tu santa madre te reconocería... Prima, definitivamente te desperdicias cada día de tu vida.

Lo sé, Val... Lo sé.

En cuanto entramos al establecimiento, la música electrónica vibró en mis costillas. Mi prima y yo nos miramos y sonreímos cómplices, como si hubiéramos cometido un crimen.

El primer trago de tequila, cortesía de Val, me quemó la garganta como un fierro ardiente, lleno de culpa. El segundo ya me sabía a libertad. Para el tercero, estaba bailando en medio de la pista, creyéndome la reina absoluta del lugar.

Hacía mucho que no me sentía tan libre.

—¡Mírate! —gritó Val sobre el estruendo, acompañándome en mi danza lenta y sensual—. El angelito de los Veytia tiene ritmo en sus caderas después de todo.

Mis caderas se movían solas, el vestido brillando bajo las luces, completamente embelesada por la música y el alcohol. Valentina, después de un rato, me gritó que iría al baño y luego por más tragos, pero yo solo asentí y me concentré en disfrutar mi momento.

Y fue exactamente así, hasta que un cuerpo caliente se pegó a mi espalda, moviéndose lentamente a mi ritmo. Un fuerte olor a licor inundó mis fosas nasales y unas manos tatuadas rodearon mi cintura y me pegaron contra él.

Llámenme loca, pero había algo que me decía que conocía ese cuerpo.

—Vaya, vaya... ¿Quién diría que te encontraría en este lugar, Aurora? —susurró contra mi nuca, y la mención de mi nombre me recorrió como chispas. Recordaba esa voz. Esa deliciosa y ronca voz—. ¿Me recuerdas? ¿Ahora sí me dejarás tatuarte?

Robinson.

Al girarme, pude detallarlo mejor que la última vez. Sus labios, oh, esos labios carnosos, estaban adornados con un piercing que recorría la mitad de la parte inferior, a centímetros de los míos. En su ceja, una perforación doble lo hacía ver como un auténtico chico malo. Su ropa negra y la camisa abierta hasta la mitad del pecho dejaban ver todos sus tatuajes.

Tenía casi todo el torso tatuado, además de los brazos y un pequeño diseño en la mejilla.

Este hombre era la perfecta personificación del pecado, y eso me encendía más que cualquier otra cosa.

Dios, Aurora... ¡Estás comprometida!

—No deberías estar aquí... No parece un sitio adecuado para ti —mentí, sonriendo de forma coqueta, olvidándome de todos mis principios mientras tomaba su cuello tatuado para acercarlo más a mi rostro y seguir bailando.

Todo a nuestro alrededor desapareció. Solo quedábamos nosotros y las ganas que tenía de saltarle encima.

Estoy cansada de ser la chica buena, y este hombre me atrajo desde el primer momento en que lo vi.

Robinson se rió, bajando la mano por mi espalda hasta el dobladillo de mi diminuto vestido.

—Y tú no deberías vestirte como caramelo pecaminoso si no quieres ser probada, lucecita.

Lucecita... Uff, eso sí me prendió.

El alcohol y su voz ronca, baja como el infierno, eran una combinación peligrosa para mi sistema nervioso.

Y cuando, en un acto de extrema lujuria, sus dientes mordieron mi hombro, supe que estaba perdida.

Ya no más Aurora buena.

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