Capítulo 4 — Robinson Duvall

La habitación estaba a oscuras y olía a alcohol y a la colonia amaderada de Robinson. Ni siquiera supe en qué momento le quité la camisa, pero desde que salimos del bar hasta dar con este motel barato, había dejado de ser racional.

Solo podía pensar en su cuerpo caliente y tatuado contra el mío.

—No deberíamos... —murmuré cuando sus labios encontraron mi cuello, los piercings de metal frío rozando mi piel ardiente.

Un gemido de placer se me escapó.

—Demasiado tarde para arrepentirse, lucecita —susurró contra mi clavícula, mientras sus manos recorrían mis costillas—. Ya vi cómo mueves esas caderas, ya probé tu piel... No pienso dejarte salir.

Guau...

Su rodilla se deslizó entre mis piernas, presionando un punto sensible con firmeza. Un nuevo gemido escapó de mis labios y él sonrió, lleno de malicia.

El desgraciado sabía lo que estaba haciendo.

—Shhh... —Robinson atrapó el sonido con su boca, besándome con una ferocidad intensa—. Aquí no eres esa niña buena que finges ser.

Dios... Sí.

El maldito vestido, cayó al suelo. Sus ojos marrones se oscurecieron al recorrer mi cuerpo, deteniéndose en el borde de mi ropa interior de encaje negro.

—Mierda, lucecita —gruñó—. Esto va a doler.

De un solo movimiento me levantó contra la pared. Los ladrillos arañaron mi espalda, pero no me importó. Nada me importaba excepto sus manos expertas, llenas de cicatrices y tinta, que me volvían loca, deslizándose bajo mis bragas y arrancándolas de un tirón.

Oh.

—Robinson…

—Dime lo que quieres, Aurora —ordenó, mordiendo mi hombro mientras sus dedos me encontraban húmeda, ansiosa por su toque—. Dime que quieres que te folle hasta dejarte inconsciente.

Mierda.

No pude mentir. No cuando sus dedos grababan medias lunas entre mi coño empapado.

—Quiero que me folles, Robinson. Duro... Hazme gritar por ti.

Eso fue más que suficiente, no necesitó decirme más.

El primer empujón me partió en dos. Un dolor, agudo y eternamente glorioso, que me hizo arquearme contra él. Robinson murmuró algo, deteniéndose un momento para que pudiera adaptarme.

Su miembro me llenaba a plenitud.

Necesitaba que se moviera ya.

—Mírame —exigió, agarrando mi mentón—. Quiero ver esos hermosos ojos grises volverse locos.

Y entonces comenzó a moverse.

Dios, sí.

Al principio fue lento, cada embestida una tortura deliberada, cosa que agradecí porque me estaba costando adaptarme a su tamaño. Hasta que mi cuerpo respondió, rodeándolo con una necesidad animal.

Un gruñido bajo escapó de mi garganta, y eso solo lo hizo ir más rápido.

—Así... —su voz era áspera, sus caderas chocando contra las mías—. Así es como se siente vivir, Aurora.

—Más... Ve más rápido… ¡Ah!

Cuando sus dedos encontraron mi clítoris, no duré mucho más. El orgasmo me golpeó como un tren. Robinson ahogó mis gritos con su boca, tragándose cada gemido, sosteniendo mi cuerpo convulsionado, mientras él mismo llegaba al límite, soltando un gruñido de satisfacción.

Dios, eso fue... increíble.

—Guarda este momento, lucecita —susurró antes del último empujón, sus dientes hundiéndose en mi cuello—. Mañana fingirás que no pasó. Pero tu cuerpo lo sabrá y cada vez que cierres los ojos, recordarás cómo te follé, cómo te hice gritar.

Asentí, temblorosa, y volví a besarlo. Y cuando caí sobre él, temblorosa y sudorosa, supe que tenía razón.

Había sido el mejor polvo de mi vida.

[...]

El aire frío del aire acondicionado me golpeó, obligándome a volver a la realidad. Tenía las piernas entumecidas, el cabello rubio enmarañado, y mi vestido arrugado, descansaba a un lado de la cama junto a mi ropa interior.

Me senté y busqué a tientas mi teléfono en el bolso. Dejé de respirar al ver lo que había.

Doce llamadas perdidas de Val.

Cinco mensajes de Gabriel.

Dios, ¿qué mierda hice?

Con dedos temblorosos le escribí a Val.

Estoy bien. Espérame en tu auto.

Una notificación paralizó mi dedo. Un número desconocido:

El caramelo estaba más dulce de lo que esperaba. —R

Un escalofrío me recorrió. Envié el mensaje, me vestí apurada y salí corriendo.

Mierda. Mierda. Mierda.

¡¿Cómo pude acostarme con un desconocido si se supone que me voy a casar?!

Ya afuera, noté que aún era de madrugada. Di un par de pasos lejos de aquel motel, pero algo me detuvo y me puso la piel de gallina.

Al final del callejón, apoyado contra una moto negra, estaba Robinson, con los brazos cruzados y la mirada fija en mí, como si hubiera estado esperando que saliera por mi cuenta.

Aún tenía el pelo revuelto y los labios hinchados.

Nos miramos. Él levantó una mano a modo de saludo, pero no se movió.

El auto de Val se detuvo con un chirrido, sacándome de mi ensoñación.

Me subí y me encogí cuando golpeó el volante con fuerza.

—¡Estás loca! —gritó con más miedo que rabia—. ¡Desapareciste tres horas! Me dijeron que te fuiste con un tipo... ¡Te estabas follando a un desconocido!

El espejo retrovisor reflejaba mi cuello marcado, el rímel corrido, mis labios hinchados. Mi cuerpo... estaba más que satisfecho.

—No fue un desconocido —musité, tocando los moretones que se asomaban bajo el escote—. Era el tatuador... Del que te habló Dante.

—¿Qué? ¿De verdad?

—Sí, fue una locura... Pero también increíble, Val. Y... está allá afuera, viéndonos. Recostado en esa moto.

Val abrió la boca, sorprendida, y sonrió. Comenzó a buscar al sujeto, y cuando sus ojos lo encontraron, aquella sonrisa fue desapareciendo lentamente.

¿Qué pasa?

—¿Es el tipo de los tatuajes? No... Aurora... —su voz bajó a un susurro—. Ese es Robinson Duvall.

¿Qué?

El nombre resonó en mi cabeza varias veces.

¿Duvall?

¿Como la familia mafiosa que todos en el pueblo mencionaban con miedo?

—No. No puede ser —tragué saliva, sintiendo un frío recorrer mi cuerpo—. Él es solo un…

—¿Un tatuador? —Val soltó una risa amarga—. Su "arte" son los negocios sucios y llenos de sangre... He visto fotos suyas, prima. Sé que es él... ¡Te follaste al heredero de una de las mafias más poderosas del país!

Mi teléfono vibró de nuevo. Una nueva notificación.

De Robinson.

Era una foto.

Al abrirla, el aire se me atoró en la garganta y sentí que se me bajaba la presión.

Era una foto mía.

Dormida y desnuda, sus manos tatuadas posadas sobre mis caderas.

Reclamándome.

Y luego un mensaje:

Espero no te molestes, lucecita. Así como no podrás olvidar esta noche, yo tampoco podré olvidar cómo tu coño se abrazaba a mí... Simplemente delicioso. —R

Maldita sea, estoy perdida.

[...]

—¡Aurora Veytia, ¿dónde demonios estabas?! —mi madre abrió la puerta—. ¡Son casi las tres de la tarde!

Necesitaba descansar y aceptar que tuve un polvo salvaje con un peligroso mafioso, mamá.

—Fue mi culpa, tía —intervino Val—. Nos quedamos dormidas, pero aquí está Aurora... sana y salva.

Bueno, casi.

No escuché el resto. Mis dedos seguían enroscados en el anillo que había encontrado en mi bolso.

El anillo que Robinson había colocado a propósito. Con una rosa negra grabada en medio. Lo había visto en su dedo mientras me ahogaba en el placer, y que tenía un claro mensaje:

Pronto.

Tal vez no hoy, ni mañana... Pero sí pronto, terminaría de nuevo en sus brazos.

Y no habría Gabriel, ni compromiso que le impidiera llegar a mí.

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