Capitulo 1

—Este año, nos honramos en otorgarle el premio Cannes Lions al señor John Alexander Stuart y a su agencia Stuart Publicity.

El público aplaude de pie, aunque para mí no es la gran cosa. Ni el reconocimiento ni los premios me importan mucho, pero debo aparentar que sí. Desde hace muchos años, no hay nada que me haga feliz, y mucho menos algo tan superfluo como esto.

Me levanto de mi asiento y camino hasta el pódium sin preocuparme por sonreír. Los que me conocen saben cómo soy y no pienso cambiar para su complacencia.

—Buenas noches. Antes que nada, felicito a todos los que me acompañaron en esta categoría, fue todo un honor para mí. En segundo lugar, le doy las gracias a mi equipo de trabajo porque sin ellos no estaría delante de ustedes recibiendo este premio. Y por último, aunque no menos importante, le agradezco a mi madre, quien dio todo por mí y me enseñó que no hay sueños inalcanzables, que todo se puede lograr con esfuerzo y dedicación. Gracias.

Luego de recibir mi premio, vuelvo a mi lugar y me siento a esperar que el espectáculo termine. Al final del evento, habrá una celebración, pero no pienso asistir. Si vine, fue por insistencia de Taylor, quien jugó una carta infalible: el recuerdo de mi madre.


—Señor Stuart, su jet está listo para salir a Boston —indica Marco, mi asistente.

Todos mis empleados son hombres, no contrato mujeres desde hace tres años. Tener a mi secretaria más ocupada en comerme con los ojos que trabajando no era productivo para la empresa, lo mismo con las publicistas, que muchas veces confundían “ascender” con “seducir al jefe”. Los medios me tildan de machista y no me he tomado a la tarea de negarlo. Prefiero que piensen así, es la fachada perfecta para mantener la atención en otra cosa que no sean las mujeres.

—¿Por qué tan callado, John? —pregunta Hanna, mi hermosa y muy quisquillosa “compañera” desde hace unos meses. La conocí en una conferencia cuando ella era estudiante de último año de publicidad. Se acercó a mí pidiéndome un autógrafo, se autoproclamaba como “mi mayor fan”. Al principio, me pareció muy joven para mi gusto, pero algo en ella me atrajo, no fueron sus largas piernas, ni su cabello castaño claro, tampoco sus ojos grises ni su piel bronceada, fue su determinación.

—Estoy asimilando —respondo. Hanna inclina la cabeza a un lado mientras lleva su dedo índice a su barbilla. Está “analizándome” como lo llama ella.

Me he cuestionado mucho nuestra relación –si es que puede llamarse así a lo que tenemos– no me gusta jugar con los sentimientos de las mujeres, pero ella sabía lo que implicaba estar conmigo: solo sexo. Nuestro trato es beneficioso: yo tengo compañía y ella adquiere experiencia del mejor publicista de Boston y, según el premio que me dieron hoy, del país.

—¿Pensabas que no ganarías? —inquiere.

—No —respondo secamente.

—¿Querías ganar?

—No.

—Genera mucha atención ser galardonado. ¿Es eso lo que te tiene así? —puntualiza, dando en el clavo. Asiento.

—¿Ves? Te conozco mejor que nadie —alardea mientras se termina la copa de Martini que sostiene en su mano. Le gusta jugar a adivinar lo que estoy pensando y, aunque acierta muchas veces, no conoce ni la mitad de mis secretos.

Una vez que su copa queda vacía, abandona su asiento y se sube a mi regazo. La sujeto de las caderas mientras la beso duro, con avidez brutal, saboreando el Martini que degustó minutos antes. A ella no le importa que sea tan carnal, es más, le gusta. Sabe que necesito esto, que la tensión de estar en aquel evento me está consumiendo y el sexo es una vía de escape para mí. Agarro su cola de caballo con mi mano derecha, echando su cabeza hacia atrás, y deslizo mi lengua desde su mandíbula hasta el escote de su pecho. Muevo mi mano derecha por sus muslos hasta encontrar su centro húmedo y hambriento.

—¿Sin bragas? —murmuro alentado.

—Fácil acceso —contesta con picardía.

Incito su punto más sensible con mi pulgar mientras la penetro con dos de mis dedos. Sus jadeos no tardan en estallar y tomo su boca para bebérmelos todos. Son como ronroneos roncos de una gata en celo. La sigo follando hasta que la liberación llega a ella con espasmos fuertes y gruñidos guturales.

Hanna me retribuye poco después, hincándose de rodillas delante de mí. Es buena en lo que hace y sabe cómo me gusta. Quisiera sentir más por ella que este deseo libidinoso, pero no puedo. No sé cómo querer a alguien, nunca me he enamorado y renuncié a esperar que algún sentimiento, distinto al rencor,

llene mi corazón.


—Buenas tardes, señor Stuart. Bienvenido a La Perla —anuncia Robert, el portero del club de stripper La Perla. Es un lugar exclusivo, costoso y muy reservado. Con la fortuna que cuesta entrar aquí, me aseguré de que ninguna información se filtre.

En cuanto ingreso al local, camino hacia una mesa para tomarme mi acostumbrado trago de whisky. Desde mi lugar, observo a Yanine, una de las tantas stripper que bailan en el escenario cada noche. Sus pechos se contonean suavemente, en respuesta a los movimientos sensuales que la pelirroja de curvas pronunciadas le exige a su cuerpo. En este punto, cualquier hombre estaría excitado, yo no. Mi propósito aquí no es ese.

Me pongo en pie cuando termino mi trago, el ambiente de La Perla no es uno del que disfrute. La música me martilla la cabeza y el juego de luces de colores me hace desear que los seres humanos viéramos todo en blanco y negro.

Mi cita de hoy me espera en la habitación dos, una mazmorra de BSMD con toda la parafernalia. Pero no practico esas artes y no vine aquí por eso. Si quiero sexo, tengo a Hanna; aunque no tendría problemas con estar con otra mujer, pero no aquí, no pagando por ello.

Ingreso a la habitación y me ubico en la silla alta de hierro dispuesta frente al escenario. Minutos después, una luz central se enciende, revelando el cuerpo esbelto de una mujer. Usa botas altas de cuero y un sexy conjunto negro de látex que no deja nada a la imaginación.

La rubia se contonea hasta un tubo de pole dance, envuelve sus piernas alrededor de él y se desliza hacia abajo con un movimiento que debería emocionarme de alguna forma. No lo hace.

—Hola, Susy. ¿Qué has decidido? —En todas las habitaciones, hay cámaras de vigilancia, por un asunto de seguridad para las chicas, pero por suerte no graban el sonido. Por eso me atrevo a hablar.

—Estoy dentro —responde con un guiño.

—¿Conoces las reglas? —Se baja del tubo, camina con sensualidad hasta la silla que ocupé al entrar y se sienta a horcajadas sobre mí. Sujeto sus caderas mientras ella acerca su rostro lentamente a mi cuello. Su lengua acaricia suavemente el lóbulo de mi oreja y luego susurra:

—Nadie debe saberlo.

—Hora del show —siseo. Ella sabe que no tendremos sexo. En mi ficha marqué la casilla Voyerista, un simple espectador.

Con el mismo ritmo sensual que caminó hacia mí, se dirige hacia la cama. Cierro los ojos a partir de ahí, no me interesa ver un espectáculo de masturbación, pero tengo que quedarme en la habitación hasta que termine.

Vuelvo a casa satisfecho. Sumar una más a mis filas siempre es reconfortante. Eso sí debería recibir una ovación de pie, no un estúpido premio que adornará un espacio pequeño en una estantería.

Temprano en la mañana, me encuentro en mi despacho de Stuart Publicity, revisando mi bandeja de emails. Mi agencia es una de las más exitosas en Boston y el trabajo nunca falta, pero tengo un horario muy estricto: de siete a siete, es solo trabajo. A partir de las 7:01 p.m., me desconecto de Stuart Publicity. Cuento con un equipo para encargarse de cualquier eventualidad y, si se tratase de algo de suprema importancia, mi asistente me lo informaría.

—Buenos días, señor Stuart —saluda Marco, mi asistente. Asiento con la cabeza sin apartar la mirada de la pantalla de mi Mac—. Le recuerdo la agenda de hoy: a las nueve, la reunión para Lewis Comestics; a las doce, el almuerzo con Alexia Slim; a las dos, la prueba de vestuario; y a las seis, la video conferencia con los clientes de New York.

—Si es todo, te puedes retirar.

—Sí, señor.

En cuanto Marco cierra la puerta, una llamada de un número desconocido entra a mi teléfono móvil. Lo respondo sin titubear, estoy casi seguro de qué se trata.

—¿Hablo con el señor Stuart? —La voz de retorno está distorsionada.

—Sí —confirmo. Es de La Perla, como supuse.

—Tenemos disponible a Candy para hoy a las cinco de la tarde.

Tengo más de dos meses en la lista de espera para verla, es la única del club que no conozco y la más costosa, además. Y por raro que esto sea, no está permitido tocarla y mucho menos follarla. No tengo problemas con eso, pero me llama la atención que sea así. ¿Qué tiene de especial esa tal Candy? Creo que la respuesta a esa interrogante la tendré hoy, a las cinco en punto de la tarde.

—Ahí estaré —cuelgo la llamada y me comunico con Marco para que cancele la video conferencia de las seis. Pocas veces cancelo algo de mi agenda, pero no puedo desaprovechar la oportunidad de conocer a la joya más preciada de La Perla.

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