Capítulo 9: Caminando hacia la calle de la muerte

Mientras Angela caminaba de regreso a su habitación, se preguntaba si el señor Vera había perdido una pintura suya y si todo esto tenía que ver con eso. Pero apartó el pensamiento, diciéndose a sí misma que no era su problema. Tenía sus propios problemas que resolver y no podía permitirse involucrarse en el lío de otra persona. Entonces recordó que debía revisar a Leonardo.

Angela entró en la habitación de Leonardo llevando un vaso de agua y se encontró con su exigencia gruñona por la pistola.

—¿Dónde está la pistola? Dámela.

Angela respondió firmemente:

—Eso ya no va a suceder.

—¿Por qué no? —desafió Leonardo—. Me la diste ayer, lo que significa que apoyabas mi suicidio.

—He cambiado de opinión —replicó Angela con severidad—. Quiero que vivas.

Leonardo apretó los dientes con frustración.

—¿Por qué no me ayudas? —exigió.

Angela respondió con confianza:

—Porque siento pena por tu madre.

Leonardo se burló.

—No me entiendes, Angela.

—Sí, te entiendo —argumentó ella—. Entiendo el dolor que has sentido como resultado de tu ceguera. Pero ten en cuenta que no eres la única persona ciega en el mundo; hay muchos como tú. Otros están contentos con su incapacidad para ver.

Leonardo replicó:

—Dices eso porque no eres ciega.

Pero Angela estaba lista con una respuesta.

—Es tu destino, así que acéptalo. Además, no pienses que eres el único que está sufriendo en este momento. Tu madre es la que más sufre por lo que te pasó. Pero no te importa porque lo único que te importa eres tú. Tu felicidad —argumentó apasionadamente.

Leonardo desafió a Angela.

—¿Qué eres tú? ¿Por qué me respondes como si fueras la jefa? ¿Por qué me odias? Eres solo una enfermera.

La frustración de Angela llegó al límite.

—Oh, sí, soy solo una enfermera —replicó—. Pero como enfermera, tengo la responsabilidad de hacer lo mejor para ti, aunque no te guste.

Con un tono firme, Angela continuó:

—Tienes que bañarte y tienes que quitarte la barba.

Pero Leonardo fue terco.

—¿Y si no quiero? —exigió.

—Tienes que hacerlo —reiteró Angela.

Pero Leonardo fue desafiante.

—¡Cuando te digo que no quiero bañarme, no quiero bañarme, y no puedes obligarme! —gritó antes de acostarse en su cama como un tronco.

Angela fijó su mirada en el paciente terco y sintió que su rabia se intensificaba. Sin pensarlo, corrió al baño, agarró un balde de agua y se lo echó a Leonardo.

Leonardo se sobresaltó.

—¿Estás loca? —preguntó mientras sacudía el agua de su cuerpo como un pollo empapado en la lluvia.

Angela se sorprendió por lo que había hecho, pero no se arrepintió. Todavía estaba enojada con Leonardo.

—¿Estás loco? ¿Por qué te niegas a cuidarte? —gritó.

Pero Leonardo no se echó atrás.

—¿Por qué me estás empapando con agua? —exigió.

Angela no pudo controlar sus emociones y salió corriendo de la habitación, apoyándose contra la pared y escuchando los gritos y maldiciones de Leonardo.

Leonardo se quedó en silencio en la habitación después de unos momentos, hirviendo de ira. Angela esperó para ver si alguien más había escuchado los gritos de Leonardo, pero nadie llegó. Entró de nuevo en la habitación de Leonardo unos minutos después, decidida a hacerle entender.

Leonardo temblaba en la cama, su rabia y distancia eran palpables. Angela lo observó de cerca, sin estar segura de cómo se sentía respecto a la situación.

—¿Qué clase de enfermera eres? —siseó Leonardo acusadoramente.

—Soy la enfermera que hará lo que sea mejor para su paciente, aunque él no quiera —respondió Angela, con la voz cargada de determinación.

—¡Eres grosera! —exclamó Leonardo, tratando de desviar la atención de su comportamiento.

—Y tú también lo eres —replicó Angela, negándose a dejarlo escapar.

—¿Quieres que peleemos? —desafió Leonardo, buscando una manera de recuperar el control.

—No, lo único que quiero es que te bañes porque apestas —respondió Angela, negándose a entrar en una discusión sin sentido.

—Está bien —cedió Leonardo, dándose cuenta de que no iba a ganar esta batalla.

—¿Qué dijiste? —preguntó Angela, queriendo asegurarse de haberlo escuchado correctamente.

—Encuentra a la mujer que causó mi ceguera —dijo Leonardo sin rodeos—. Y haré lo que quieras que haga.

Angela quedó asombrada por la petición de Leonardo, pero sabía que tenía que resistirse.

La hostilidad de Leonardo hacia una mujer era evidente en su comportamiento, lo que hizo que Angela se sintiera incómoda. No podía evitar preguntarse qué había sucedido la noche del accidente de coche que había dejado a Leonardo ciego y con cicatrices, mientras que Frederick salió ileso y vigoroso.

—Haré lo que quieras —espetó Leonardo—, solo encuentra a esa criminal.

Angela respondió con voz monótona:

—Está bien.

—¿Qué quieres decir con "está bien"? —demandó Leonardo, su ira palpable—. ¿Vas a hacer lo que te digo?

—Sí —respondió Angela con calma—, si te bañas ahora mismo y sigues todas mis instrucciones.

Leonardo aceptó a regañadientes:

—Está bien, me bañaré.

Angela se sentó en la cama del dormitorio de Leonardo, escuchando el sonido de la ducha. Sintió una sensación de logro después de haber ayudado a su paciente durante más de una hora. Cuando la puerta del baño se abrió, Leonardo salió envuelto en una toalla. Aunque era delgado, sus músculos pectorales eran visibles, evidencia de su estilo de vida saludable antes de perder la vista. A pesar de su cabello largo y barba, seguía siendo innegablemente atractivo. Angela no comentó sobre su estado semidesnudo.

—¿Me ayudarías a llegar a mi cama? —preguntó—. ¿No es trabajo de una enfermera guiar a su paciente ciego?

Angela vaciló, sintiéndose incómoda al tocar la piel de Leonardo.

—Aún tienes tus pies y manos —respondió—. Puedes sentir el camino hacia la cama por la pared. Y conoces la distancia entre tu cama y el baño de memoria. Saldré un momento.

Leonardo levantó una ceja.

—¿Por qué?

La expresión de Angela se volvió seria.

—Eres un hombre y yo soy una mujer. No es apropiado que esté aquí mientras te cambias.

—¿No eres una enfermera? —desafió Leonardo—. ¿No tienes que lidiar con pacientes desnudos?

—No eres como otros pacientes —dijo Angela con firmeza—. Aún puedes usar tus manos, y no me siento cómoda con eso.

Leonardo frunció el ceño.

—¿Tienes miedo de mí?

—Por supuesto que no —dijo Angela, su tono plano—. Pero es natural ser cautelosa.

Se dirigió hacia la puerta.

—Volveré en unos minutos con tu comida.

—Quiero café —llamó Leonardo tras ella.

Angela no pudo sacudirse la incomodidad de ver el cuerpo aún musculoso de Leonardo mientras salía de la habitación. Se quedó un poco más en la cocina, asegurándose de que Leonardo estuviera vestido cuando regresara.

—Aquí tienes tu café —murmuró en voz baja.

Leonardo sonrió con suficiencia.

—Ve al lugar donde tuvimos el accidente —dijo sin rodeos.

El corazón de Angela se aceleró al escuchar sus palabras. Sabía exactamente a qué lugar se refería.

Leonardo añadió:

—Es fácil de encontrar. El accidente ocurrió frente al centro comercial Mentara —gruñó—. Esa fue la noche del 12 de julio de 1980. Esa mujer es la razón por la que estoy ciego —golpeó la cama con frustración.

Angela se estremeció ante sus palabras. Esa también fue la noche en que su hermana Esper murió. Recordó su última conversación y cómo Esper había querido morir por un hombre, que resultó ser Leonardo. Angela había escuchado a su hermana gritar por teléfono, y fue un grito final y doloroso.

A pesar de los recuerdos inquietantes, la determinación de Angela de ver la calle donde Esper murió la consumía.

—Debo ir allí y desentrañar la verdad —declaró, su voz temblando con una mezcla de ansiedad y resolución.

El asentimiento silencioso de Leonardo transmitió su comprensión, y Angela no perdió tiempo, saliendo apresuradamente de la habitación. El peso de sus emociones oprimía su corazón, amenazando con asfixiarla mientras salía de la puerta de Leonardo. Una ráfaga de viento helado parecía susurrar secretos en su oído, intensificando su inquietud.

Cada paso que daba hacia la temida calle la drenaba de fuerza, sus piernas pesadas e inestables. El mero pensamiento de lo que estaba a punto de descubrir le provocaba escalofríos, entrelazando su ansia con un miedo paralizante. El pasado y el presente se fusionaban en su mente, y una sensación de fatalidad inminente la agarraba con fuerza.

El ácido de la anticipación roía sus entrañas, una manifestación física de la tensión creciente. Estaba al borde de desenterrar la intrincada red de conexiones entre los dos incidentes, pero la realización de lo que le esperaba la dejaba temblando ante lo desconocido.

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