Capítulo 2 Entre la verdad y la sombra
El sobre permanecía abierto sobre la mesa de mi comedor, la foto dentro como una amenaza muda. La había observado tantas veces que ya conocía cada detalle: la curva de mi espalda encorvada sobre la copa, el rastro de humo en el aire, la silueta de Marco en segundo plano.
Lo que no sabía era quién estaba detrás de la cámara.
¿Un enemigo suyo? ¿Un aliado? ¿O él mismo?
Sacudí la cabeza, incrédula. No tenía por qué meterme en ese mundo, y sin embargo no podía apartar la mirada. Algo en esa imagen me decía que nada de lo que había vivido la noche anterior fue casualidad.
Cuando sonó el timbre de la puerta, casi solté un grito. Eran apenas las nueve de la mañana. Dudé en abrir, pero la insistencia me obligó.
Al otro lado estaba Marco.
—Buenos días, Isabella —dijo con esa calma peligrosa que parecía su sello personal.
Me quedé helada. No lo había invitado, no le había dado mi dirección… pero allí estaba, impecable, como si el universo lo hubiera traído hasta mi puerta.
—¿Cómo…?
Él sonrió apenas, inclinando la cabeza.
—Un hombre tiene sus formas de averiguar lo que necesita.
No sabía si debía sentirme halagada o aterrada.
—¿Puedo pasar? —preguntó, aunque su tono dejaba claro que no estaba acostumbrado a que le dijeran que no.
Di un paso atrás, sin saber por qué lo dejaba entrar. El departamento se llenó de su presencia como si las paredes se encogieran.
—No me gustan las sorpresas, Marco.
—A mí tampoco —replicó, mirándome fijo—. Por eso vengo a hablarte directamente.
Caminó hacia la mesa y se detuvo frente al sobre abierto. Lo tomó con una calma irritante, sacó la foto y la sostuvo entre sus dedos.
—¿De dónde sacaste esto? —preguntó, la voz grave, contenida.
El corazón me latía desbocado. Quise mentir, pero algo en su mirada me paralizaba.
—Alguien la dejó bajo mi puerta esta mañana.
Un silencio pesado se extendió entre nosotros. Marco observaba la foto como si pudiera arrancarle un secreto. Finalmente, la dobló y la guardó en el bolsillo interior de su saco.
—Escúchame bien, Isabella. —Su voz era un filo suave, cortante—. No importa quién te la haya dejado. Lo único que debes saber es que, desde anoche, ya no estás fuera de mi mundo.
Me quedé muda.
—¿Y qué significa eso? —atiné a preguntar.
Él dio un paso hacia mí. La distancia se volvió insoportable. Su aroma, su calor, su sombra… todo lo sentía demasiado cerca.
—Significa que ahora formas parte de algo más grande. Y lo quieras o no, tendré que protegerte.
Su mano rozó la mía apenas, un contacto mínimo que me recorrió como un rayo.
—Yo no pedí tu protección —murmuré, temblando.
—Lo sé. Pero la tienes.
Ese mismo día recibí una llamada de mi hermana menor, Clara. Su voz sonaba alterada.
—Isabella, ¿qué está pasando? Hay un auto negro estacionado frente a tu edificio desde hace horas. Un hombre dentro no deja de mirar hacia tu ventana.
Se me heló la sangre. Corrí hacia la ventana y, efectivamente, allí estaba. Vidrios polarizados, motor encendido, presencia amenazante.
—No te preocupes, Clara —dije, tratando de sonar tranquila—. Todo está bien.
Pero no lo estaba. Y lo sabía.
Colgué y giré hacia Marco, que se mantenía de pie junto a la mesa, como si hubiera escuchado cada palabra.
—¿Tuyo? —pregunté, señalando hacia la calle.
Él ni siquiera fingió sorpresa.
—Mío.
—¿Por qué?
—Porque ahora eres un blanco. —Su respuesta fue tan directa que me dejó sin aire—. Alguien sabe que nos vimos anoche. Y eso basta para ponerte en la mira.
Me llevé la mano a la frente, mareada. Todo era demasiado, demasiado rápido.
—No puedo… no quiero estar en medio de esto.
Marco se acercó, tomándome del mentón con suavidad. Mi corazón estalló en un ritmo irregular.
—Ya lo estás, Isabella. Y no hay salida fácil.
El resto del día lo viví en una especie de trance. Marco no se movió de mi departamento, como si fuera su territorio. Sus hombres se turnaban para vigilar desde la calle. Y yo, atrapada entre la indignación y la extraña atracción que él ejercía, sentía que mi vida se transformaba en una novela que nunca había pedido protagonizar.
Por la tarde, Marco recibió una llamada. Su rostro cambió, endureciéndose como acero.
—Tenemos que salir —dijo, cortante.
—¿A dónde?
—A un lugar seguro.
No tuve tiempo de protestar. Tomó mi abrigo, me lo colocó con un gesto sorprendentemente cuidadoso y me guió hasta el ascensor.
El auto negro nos esperaba. Me subí, con el estómago revuelto. Marco junto a mí, dos hombres armados al frente. La ciudad pasaba como un borrón de luces.
—¿Qué está pasando? —pregunté al fin.
Él me miró, serio.
—Alguien dejó la foto para provocarme. Quieren que sepa que no estoy solo en esto.
—¿Y yo qué pinto en todo esto?
Sus ojos se clavaron en los míos, oscuros, intensos.
—Porque ahora eres mía. Y ellos lo saben.
Sentí un vuelco en el estómago. “Mía”. Como si con solo una palabra pudiera reclamarme.
El auto se detuvo frente a una mansión en las afueras de la ciudad. Rejas altas, cámaras en cada esquina, guardias armados. Un mundo ajeno a mí.
—Bienvenida a mi casa —dijo Marco, mientras me ofrecía la mano para bajar.
Caminé junto a él hasta el interior. Mármol, cuadros antiguos, una chimenea encendida. Era lujo, pero también prisión.
En el salón principal, sobre una mesa, había un sobre negro. Marco lo abrió sin pensarlo dos veces. Dentro había otra foto.
Era yo otra vez.
Durmiendo en mi cama la noche anterior.
El aire se me cortó.
—¿Cómo…?
Marco apretó los dientes, la mandíbula tensa.
—Ya están dentro.
Lo miré, aterrada.
—¿Dentro de qué?
Él clavó sus ojos en los míos, y por primera vez vi un destello de furia genuina, de peligro real.
—De mi mundo.
































