Capítulo 3 Bajo vigilancia

No dormí esa noche. No podía. La foto de mí misma en la cama seguía repitiéndose en mi mente como un eco insoportable. ¿Cómo alguien había logrado entrar a mi departamento sin que me diera cuenta? ¿Cuánto tiempo me habían estado observando?

La mansión de Marco, con todos sus lujos, se me antojaba una jaula dorada. Ventanas con cortinas pesadas, guardias en los pasillos, cámaras en cada esquina. Nada escapaba a su control, y sin embargo, esa foto probaba que él tampoco lo tenía todo asegurado.

Marco no se apartó de mí en ningún momento. Caminaba por la mansión como un rey que no necesitaba corona, imponente, seguro. Yo lo seguía, incapaz de decidir si debía confiar en él o temerle.

—No tienes idea de en qué te has metido, Isabella —dijo de pronto, sin mirarme, mientras servía whisky en dos vasos de cristal.

—Yo no me metí en nada —repliqué, con la voz más firme de lo que sentía—. Tú apareciste en mi vida.

Se giró lentamente, sus ojos clavándose en los míos con un peso que me inmovilizó.

—Y si lo hice, fue por una razón.

Me tendió el vaso. Lo acepté con manos temblorosas. El licor quemó mi garganta, pero necesitaba ese calor.

—¿Qué razón? —pregunté al fin.

Marco se acercó demasiado, reduciendo el espacio entre nosotros a nada. El pulso me golpeaba en las sienes. Podía sentir el roce de su respiración en mi piel.

—Porque alguien decidió ponerte en mi camino —susurró.

Tragué saliva, confundida.

—¿Qué significa eso?

No respondió. Bebió un sorbo de whisky y me observó como si buscara leer cada una de mis reacciones.

Pasaron los días, cada uno más extraño que el anterior. Marco me enseñaba rincones de la mansión, pero nunca me dejaba sola. A veces parecía protector, atento, incluso tierno en gestos mínimos que me sorprendían: dejarme un café sobre la mesa sin pedirlo, cubrirme con una manta cuando me quedaba dormida en el sillón.

Otras veces, en cambio, era el hombre frío y calculador que sabía que alguien rondaba demasiado cerca.

—Tu vida ya no es tuya, Isabella —me dijo una noche, apoyado contra el marco de la puerta de mi habitación—. Hasta que sepamos quién juega conmigo, no estarás segura en ningún lugar.

Me quedé mirando su silueta recortada por la luz tenue del pasillo. Parte de mí quería creer que era cierto. La otra, en cambio, sospechaba que todo esto era parte de un plan que él manejaba a la perfección.

Una tarde, bajé sola al jardín. Necesitaba aire, aunque sabía que al menos dos hombres me observaban desde la distancia. El sol se filtraba entre las ramas y por un instante me sentí libre.

Hasta que lo vi.

Un hombre de traje gris, parado junto a la reja, como si esperara ser descubierto. Sus ojos se clavaron en los míos, intensos, fijos. Me sonrió.

El corazón se me detuvo.

Corrí hacia la entrada, pero antes de que pudiera gritar, Marco apareció de la nada, me sujetó del brazo y me arrastró hacia dentro. Su expresión era pura furia.

—¿Qué viste? —demandó, con voz baja, casi un gruñido.

—Un hombre. Estaba allí, mirándome… y sonrió.

Marco soltó una maldición, encendió su teléfono y dio órdenes rápidas en un idioma que no reconocí.

—No vuelvas a salir sola —ordenó.

—¿Quién era?

Se quedó en silencio unos segundos, antes de responder.

—Alguien que quiere recordarme que siempre está un paso adelante.

Esa noche, mientras intentaba dormir, sentí la presencia de Marco en mi habitación. No encendió la luz, pero lo reconocí al instante. Se acercó hasta mi cama y se sentó en el borde.

—Sé que tienes miedo —murmuró.

Me incorporé apenas, con la respiración contenida.

—¿Y tú no?

Su sombra se inclinó sobre la mía.

—El miedo no existe para mí. Solo la rabia. Y la certeza de que nadie toca lo que es mío.

Su mano rozó mi mejilla con una suavidad que me desconcertó. Quise apartarme, pero mis músculos no respondieron. El contacto era demasiado eléctrico, demasiado intenso.

—No soy tuya —susurré, apenas audible.

Él sonrió, aunque no podía verlo del todo en la penumbra.

—Todavía no.

Se levantó y salió de la habitación, dejándome con el corazón desbocado y una pregunta ardiendo en el pecho: ¿qué pasaría el día que decidiera que sí lo era?

A la mañana siguiente, encontré un nuevo sobre sobre mi almohada. No había forma de que nadie lo hubiera dejado allí sin que Marco lo notara. O tal vez sí.

Con manos temblorosas lo abrí.

Dentro había una sola hoja. Una frase escrita a mano, en tinta roja:

“Él no es tu salvador. Es tu condena.”

Sentí que el piso desaparecía bajo mis pies.

Salí corriendo hacia el salón principal, donde Marco hablaba con uno de sus hombres. Le arrojé el papel.

—¿Qué significa esto?

Él lo leyó, su rostro impasible. Luego lo arrugó y lo tiró al fuego de la chimenea.

—Significa que intentan sembrar dudas.

—¿Y no lo logran? —pregunté, furiosa.

Marco me sostuvo la mirada, como si me retara a decir en voz alta lo que ya empezaba a sentir: que no sabía si temerle a él más que a sus enemigos.

—Lo único que debes preguntarte, Isabella —dijo con calma peligrosa—, es si prefieres estar en mi lado… o en el suyo.

El silencio que siguió fue tan pesado que casi me cortó la respiración.

Y por primera vez, dudé de mi respuesta.

Capítulo anterior
Siguiente capítulo