Capítulo 4 Entre cadenas invisibles
La nota aún ardía en mi memoria. “Él no es tu salvador. Es tu condena.” Cada palabra se repetía como un tambor en mi pecho, aunque Marco la hubiera reducido a cenizas sin darle importancia. Yo no podía dejarlo pasar.
Pasaron dos días en los que la tensión dentro de la mansión se podía palpar. Guardias que se turnaban cada dos horas, conversaciones a medias, susurros en idiomas que yo no entendía. Y Marco, siempre Marco, caminando como si todo lo controlara, como si incluso el peligro obedeciera a su voluntad.
Pero yo sabía que no era así. Esa nota en mi almohada era la prueba. Si alguien podía entrar en mi habitación, entonces también podían hacerme desaparecer.
Esa noche, decidí enfrentar a Marco. Lo encontré en su despacho, rodeado de papeles y botellas vacías. No parecía cansado, sino más bien inquieto, como un depredador encerrado en su propia guarida.
—Quiero respuestas —dije, antes de que me negara la entrada.
Alzó la mirada lentamente, dejando el vaso a un lado.
—Las respuestas son peligrosas, Isabella.
—¿Y vivir aquí, rodeada de hombres armados, no lo es? —contraataqué.
Se levantó despacio. No necesitaba gritar; su silencio pesaba más que cualquier amenaza. Caminó hacia mí y, cuando quedó a pocos centímetros, supe que no iba a gustarme lo que dijera.
—Tú no entiendes este mundo. No se trata de salvarte, se trata de que sobrevivas un día más.
Su cercanía me desarmaba y me enfurecía al mismo tiempo.
—¿Y qué soy para ti en todo esto? ¿Un peón? ¿Una distracción?
Marco alzó la mano, como si quisiera tocarme, pero se detuvo a mitad de camino.
—Eres el único error que no puedo permitirme.
Mis labios se entreabrieron, sorprendidos. No sabía si debía tomarlo como una confesión de debilidad o una sentencia.
Al día siguiente, la mansión se agitó como nunca. Se escuchaban órdenes, pasos apresurados, el ruido metálico de las armas cargándose. Me asomé por el pasillo y vi a Marco discutiendo con dos de sus hombres. No alcanzaba a escuchar, pero la tensión era evidente.
Me acerqué, ignorando las miradas que intentaban detenerme.
—¿Qué sucede? —pregunté.
Marco me miró con dureza.
—Han cruzado nuestras líneas. Están más cerca de lo que pensaba.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
—¿Quiénes?
—Los mismos que te dejaron esa nota. Los que creen que pueden usarme a través de ti.
Su respuesta fue un golpe.
—¿Yo? ¿Quieres decir que soy un cebo?
Él no lo negó.
—Eres más valiosa de lo que crees. Por eso te quieren, Isabella. Y por eso no pienso dejar que te toquen.
Esa noche, los guardias doblaron las rondas. Yo me sentía prisionera en mi propia piel, atrapada en un laberinto de preguntas. Caminé hasta la biblioteca buscando un rincón de paz, y allí lo encontré: Marco, de pie frente a los ventanales, observando la oscuridad como si pudiera descifrar secretos en ella.
—No puedo vivir así —dije, con voz temblorosa.
Se giró. Sus ojos eran fuego contenido.
—No tienes opción.
Me acerqué, incapaz de detenerme.
—Entonces dime al menos qué soy para ti.
El silencio se extendió como un puente roto entre nosotros. Y luego, sin previo aviso, Marco cruzó la distancia y me tomó del rostro. Sus labios rozaron los míos, un contacto breve pero devastador, como una chispa en un bosque seco.
Me aparté de golpe, con el corazón desbocado.
—Esto es una locura.
Él me sostuvo la mirada.
—Es lo único real en medio de todo esto.
No pude dormir. Cada vez que cerraba los ojos, revivía ese beso fugaz, esa electricidad imposible de ignorar. Y, en el fondo, me aterraba lo que significaba: que empezaba a depender de él.
Al amanecer, escuché voces en el pasillo. Me levanté y abrí apenas la puerta. Uno de los guardias discutía con otro, nerviosos. Entre los murmullos capté una frase que me heló la sangre:
—Alguien de adentro está pasando información.
Me retiré en silencio, cerrando la puerta con suavidad. El traidor estaba en la mansión. Y si era cierto, entonces cualquiera podía haber sido el que dejó la nota en mi almohada.
Decidí hablar con Marco. Lo encontré de nuevo en su despacho, esta vez con el ceño fruncido sobre unos documentos.
—Escuché a tus hombres —le dije sin rodeos—. Creen que hay un traidor aquí dentro.
Levantó la mirada, serio, pero no sorprendido.
—Lo sé.
Me quedé inmóvil.
—¿Lo sabes… y lo permites?
—No lo permito —corrigió, con voz grave—. Lo uso.
Sentí que me faltaba el aire.
—¿Qué significa eso?
Se levantó, acercándose con esa calma que siempre me descolocaba.
—Que a veces es más útil tener al enemigo cerca.
—¿Incluso si eso me pone en riesgo?
Sus dedos rozaron mi barbilla, obligándome a sostenerle la mirada.
—Tú eres la única pieza que no pienso sacrificar.
Sus palabras me estremecieron, pero antes de poder responder, un golpe seco retumbó en la puerta. Uno de sus hombres entró de inmediato, pálido.
—Señor… tenemos un problema.
Marco se tensó.
—Habla.
El guardia tragó saliva.
—Encontramos otro sobre. Estaba en la habitación de Isabella.
Sentí que las piernas me fallaban. Marco tomó el sobre y lo abrió con rapidez. Su expresión cambió, endureciéndose.
Me lo tendió en silencio.
Lo abrí con manos temblorosas. Dentro, una nueva frase escrita en tinta roja:
“Esta vez no vendremos por la puerta.”
Un escalofrío me recorrió el cuerpo entero.
Marco apretó la mandíbula y me sujetó del brazo.
—Se acabó el juego, Isabella. Prepárate.
































