Capítulo 5 La noche del asedio

Marco no volvió a soltarme después de leer aquella nota. Su mano fuerte rodeaba mi muñeca como si temiera que pudiera desvanecerme. Me condujo por los pasillos de la mansión con pasos largos y decididos, mientras sus hombres se desplegaban con armas listas, como si el enemigo ya estuviera respirando sobre nuestras espaldas.

—¿Qué significa? —logré preguntar, casi sin aliento.

—Que no esperarán a entrar. Esta vez vendrán por el aire, por las sombras… —su mirada ardió—. O peor, desde adentro.

Sus palabras fueron un cuchillo frío. El eco de la sospecha se instaló en mi cabeza: alguien en la mansión era el traidor, alguien que tenía acceso a mis habitaciones, a mis noches, a mi intimidad. Y mientras Marco daba órdenes rápidas, me di cuenta de que mi vida estaba colgando de un hilo tejido por manos invisibles.

La mansión cambió de rostro esa noche. Los ventanales se cerraron con persianas de acero, las luces se redujeron a lámparas bajas y el aire se llenó de un olor metálico, mezcla de pólvora y anticipación. Cada rincón parecía un campo de batalla en espera.

Marco me llevó hasta su despacho. Cerró la puerta con doble cerrojo y me miró con una intensidad que me dejó inmóvil.

—No salgas de aquí. Pase lo que pase.

—¿Y si vienen? —mi voz se quebró.

Él se inclinó, sujetando mi rostro entre sus manos, con los ojos brillando de furia contenida.

—Entonces me tendrás a mí antes que a ellos.

El contacto de sus dedos era una contradicción: firme, casi posesivo, y a la vez, sorprendentemente suave. Quise decirle algo, pero no hubo tiempo. Un estruendo sacudió la mansión, seguido de gritos y disparos.

Me levanté de golpe. Marco maldijo entre dientes y tomó una pistola de un cajón del escritorio. La cargó con movimientos precisos, mecánicos, como si hubiera nacido para la guerra.

—Quédate aquí —repitió, antes de salir.

La puerta se cerró tras él, y yo quedé sola, con el corazón latiendo como un tambor de guerra. Afuera, los ruidos crecían: pasos corriendo, vidrios rotos, ráfagas secas de balas.

Me acerqué a la ventana, aunque Marco lo había prohibido. Desde allí, vi sombras moviéndose en el jardín. Hombres enmascarados, deslizándose entre la oscuridad como espectros. Eran demasiados.

Un golpe fuerte en el pasillo me hizo retroceder. La puerta del despacho vibró. Mi respiración se aceleró.

Alguien estaba del otro lado.

—Isabella… —susurró una voz masculina, apagada, casi aterciopelada. No era Marco.

Me quedé helada, paralizada por el miedo.

—Isabella, abre. Él no es quien dice ser. Ven conmigo y vivirás.

Mi piel se erizó. El tono no era de amenaza, sino de promesa. Dudé un segundo, con la mano temblando sobre el picaporte.

De pronto, disparos resonaron justo frente a la puerta. Un cuerpo cayó pesado contra la madera. Retrocedí con un grito ahogado, llevándome las manos a la boca.

La puerta se abrió de golpe y apareció Marco, con el rostro salpicado de sudor y furia.

—¿Estás bien? —preguntó, casi rugiendo.

Asentí, incapaz de hablar. Detrás de él, dos de sus hombres arrastraban el cadáver de un intruso.

Marco me rodeó con un brazo, sacándome del despacho. El pasillo era un caos de humo y gritos. Bajamos las escaleras corriendo, esquivando escombros. En el aire flotaba el olor a pólvora, denso y asfixiante.

—¡Hacia la sala segura! —ordenó a sus hombres.

Pero no llegamos. Una explosión sacudió la entrada principal, lanzándonos al suelo.

Cuando abrí los ojos, el mundo era un torbellino de polvo y fuego. Marco estaba a mi lado, protegiéndome con su cuerpo. Lo vi incorporarse con un gemido bajo y un brillo feroz en los ojos.

—Levántate, Isabella.

Me ayudó a ponerme de pie. El salón, antes majestuoso, ahora era un campo de ruinas. Hombres caídos, otros disparando, gritos desgarrando la noche.

De pronto, entre la confusión, lo vi. El hombre de traje gris, el mismo que había aparecido junto a la reja días atrás. Caminaba tranquilo, como si la violencia a su alrededor no existiera. Sus ojos me buscaron, me encontraron, y su sonrisa fue un filo en mi pecho.

—¡Isabella! —gritó Marco, al notar mi atención fija.

Pero ya era tarde. El hombre levantó un arma y la apuntó directamente hacia mí.

Todo pasó en un segundo. Un disparo retumbó en mis oídos. Cerré los ojos, esperando el dolor.

Pero no llegó.

Cuando los abrí, vi a Marco frente a mí, su cuerpo bloqueando la trayectoria de la bala. Su hombro sangraba, rojo intenso manchando su camisa blanca.

Él gruñó, apretando la mandíbula, y disparó de vuelta contra el hombre del traje gris. El intruso retrocedió, ileso, protegido por uno de sus hombres que lo cubrió. Y entonces, con la misma calma con la que había llegado, desapareció entre el humo.

—¡Marco! —grité, sosteniéndolo mientras él tambaleaba.

Sus labios rozaron mi oído, su voz apenas un murmullo.

—No confíes en nadie… ni siquiera en mí.

Lo miré, atónita, sin entender.

—¿Qué estás diciendo?

Pero no respondió. Se desplomó en mis brazos, inconsciente.

El caos continuaba a nuestro alrededor, pero yo solo podía pensar en esa última frase. ¿Por qué me advertía de él mismo? ¿Qué secretos escondía que eran tan oscuros como para temerlos más que a la muerte?

Apretando su cuerpo contra el mío, supe que estaba atrapada. No solo en la guerra de la mafia, sino en la red invisible de un hombre que había decidido salvarme… y, quizás, condenarme al mismo tiempo.

El rugido de los disparos volvió a envolver la mansión. Y yo entendí que esa noche, mi destino estaba a punto de sellarse para siempre.

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