Capítulo 3 ALIANZAS DE FUEGO

Helena, sintiendo que no podía hacer nada más, se dio por vencida. Se apartó lentamente de la ventana y depositó a su bebé en la cuna con un gesto cansado.

—¿Por qué cree que yo le seré de ayuda? —murmuró con amargura—. Rodrigo nunca me amó; aunque me convirtiera en su amante, le daría igual. Y el imbécil de mi suegro jamás fue fraternal conmigo. Se equivoca, no seré una pieza importante.

—La equivocada eres tú, mi reina —respondió Pablo con voz firme, clavando en ella una mirada que la estremeció—. Sé que la empresa de tu padre está al borde del colapso. Rodriguito se aferra al título de CEO, pero algún miembro de la junta lo tiene acorralado. Ahí es donde entras tú. Mañana asistirás a la reunión como mi prometida. El resto... lo descubrirás allí.

Helena guardó silencio, atrapada en la intensidad de la mirada de Pablo. Por un instante, un destello de vulnerabilidad cruzó sus ojos oscuros. Ese fugaz atisbo de fragilidad la desarmó.

—¿Cómo sabes todo eso? —su voz salió baja, rasposa, como si la pregunta le costara.

Pablo inclinó la cabeza y sonrió con lentitud, esa sonrisa calculada que no prometía nada bueno.

—Digamos que tengo mis maneras. —El silencio que siguió fue casi un golpe—. ¿Aceptarás ser mi esposa?

Helena apretó los labios.

—Si acepto tu juego… ¿qué gano yo? —la pregunta cayó afilada, defensiva, midiendo las consecuencias de cada palabra.

—Un hogar para ti y tus hijos. La posibilidad de destruir a Rodrigo. Y yo… al convertirme en CEO, usando las acciones de mi familia, estaré más cerca de ellos. Los aplastaré poco a poco, hasta convertir el apellido Torres en cenizas. Créeme, yo seré su verdugo.

Helena soltó un suspiro profundo, como quien se arroja a un abismo.

—Está bien —dijo finalmente—. Le ayudaré en lo que necesite… pero tengo una condición: mis hijos no serán parte de esto.

—Entiendo —asintió Pablo, esbozando una sonrisa cargada de intención. Se acercó con una delicadeza peligrosa, sus dedos rozaron la piel de su cuello y la hicieron estremecerse—. No tengo prisa por convertirme en padre… pero más adelante, tú y yo podemos divertirnos.

Helena se quedó rígida, sin poder apartarse, atrapada entre el rechazo y una sensación que no lograba comprender.

Pablo se giró con tranquilidad, como si nada hubiese pasado, y caminó hacia la puerta. Antes de salir, le lanzó una última mirada, tan cargada de deseo que la dejó sin aliento.

Helena se quedó inmóvil, su respiración entrecortada mientras intentaba procesar lo que acababa de ocurrir. La forma en que Pablo la había mirado, con esa mezcla de intensidad y codicia, la había descolocado. Había algo en él —una peligrosa combinación de control y vulnerabilidad— que la atraía y la repelía al mismo tiempo. Se llevó una mano al cuello, donde sus dedos habían dejado una huella invisible, y un escalofrío recorrió su espalda.

¿Era deseo lo que había visto en sus ojos? ¿O solo una herramienta más en su juego de poder? La incertidumbre la envolvió como una niebla espesa. Sabía que aliarse con Pablo era adentrarse en un terreno traicionero, pero la idea de vengarse de Rodrigo, de recuperar algo de control sobre su vida, era demasiado tentadora. Sin embargo, ese último gesto, esa caricia, había encendido una chispa en ella.

Se odiaba por ello, pero un escalofrío cálido recorrió su piel al recordar el roce de sus dedos en su cuello. Sacudió la cabeza con furia, intentando ahogar aquella sensación.

—¡No, no! —susurró para sí misma, llevándose las manos al rostro—. No puedo caer en su juego.

Sin embargo, por más que lo negara, la imagen de esos ojos intensos y esa sonrisa peligrosa seguían clavadas en su mente, desarmándola poco a poco.


A la mañana siguiente, Helena despertó en un mundo que aún le parecía un espejismo cruel, un laberinto de sombras donde el ayer se negaba a desvanecerse. En cuanto se levantó busco a sus hijos.

—Mis príncipes —susurró, acariciando con ternura las mejillas suaves de los pequeños—. No importa el precio que deba pagar. Si tengo que venderme al mejor postor, al diablo mismo, juro que les forjaré un futuro blindado contra la miseria. No sé cómo, pero recuperaré la herencia de su abuelo. Si él estuviera vivo... —su voz se quebró en un sollozo ahogado—... no habría permitido este infierno de dolor que nos devora.

Mientras Helena se armaba de valor para encarar el pacto infernal que había sellado. Pablo la observaba desde las sombras del pasillo.

—Estás aquí… tan cerca y, sin embargo, tan lejos —susurró, su voz con amargura—. Pareciera que me has olvidado. Pero yo… yo no he podido olvidar, como me salvaste que, gracias a ti, quise seguir viviendo.

Su mirada se endureció por un instante, pero luego algo en su interior cedió, trayendo de vuelta un recuerdo que le ardía en el pecho:

La lluvia caía con fuerza, borrando los límites entre el cielo y la tierra. Pablo caminaba sin rumbo, con el rostro desencajado y las manos temblorosas. Acababa de salir de la cárcel, pero en lugar de sentirse libre, se sentía vacío, consumido por la culpa y el odio.

El puente se alzaba ante él como un monstruo de acero, invitándolo a terminar con todo. Subió al barandal, el viento azotándole el rostro y la voz interior gritando que no había salida.

—¡Espera! ¡No lo hagas! —el grito de Helena resonó—. No sé qué te ha llevado hasta aquí, pero créeme… todavía hay una salida. Por favor, baja.

Pablo la miró con desprecio.

—¡Váyase! Déjeme solo. Una jovencita como usted no tiene ni idea de los infiernos que un hombre como yo ha vivido.

—Es cierto —replicó Helena—. Soy joven y no he vivido lo suficiente. Pero sé que la vida tiene momentos felices por los que vale la pena quedarse.

—Ya le dije que me deje solo.

—Bien. Adelante, salta. No me moveré de aquí hasta que lo hagas. Alguien tiene que ser testigo, alguien que avise que te vengan a recoger. ¿No te parece triste caer allá abajo sin que a nadie le importe?

—Eres terca.

—Eso me dicen mis padres. ¿Entonces seguirás con tu idea?

—¿No te han dicho que además de obstinada eres una metiche insoportable?

—Sí, también lo he oído —sonrió, y sin pensarlo le tomó del brazo, tirando de él hasta hacerlo caer sobre ella—. Por cierto, tienes unos ojos preciosos… y eres guapo. Menos mal te salvé. Hubiera sido un desperdicio.

Pablo se levantó, desconcertado.

—Ya lograste lo que querías, ¿por qué no me dejas en paz?

—No lo haré hasta asegurarme de que no volverás aquí —dijo ella, extendiéndole la mano—. Ven, ¿tienes algún lugar a dónde ir?

Él sonrió con amargura.

—Todo lo que tenía se fue con ella. No hay un lugar al que pertenezca.

—Seguro la amabas mucho —dijo Helena suavemente—. Entonces vive por ella. No dejes que su recuerdo acabe contigo.

—Para ser una niñita eres muy sabelotodo.

—Es porque tengo al mejor papá del mundo. Su amor hace que todo lo malo desaparezca. ¿Dejarás que te lleve?

Pablo dudó. Aunque no tenía nada, había un lugar al que podía ir. Durante su estancia en prisión se ganó la protección y amistad de Gonzalo Narváez, un hombre poderoso traicionado por sus socios, quien vio en Pablo la oportunidad de recuperar todo lo que le habían arrebatado.

—Si digo que sí, ¿me dejarás en paz?

—Así es —sonrió Helena.

Pablo aceptó. Subieron al auto de ella y le pidió que lo dejara en el primer hostal que encontraran.

—¿Satisfecha? No salté, y aquí pasaré la noche.

—Sí, ya estoy feliz —Helena buscó en su bolso y sacó una tarjeta de presentación—. Toma. Si en algún momento necesitas ayuda, llama a mi papá. Pregunta por mí y vendré por ti. Por cierto, ¿cómo te llamas? Yo soy Helena.

—Pablo.

—Bonito nombre… como tú. No lo olvides, aún tienes tiempo para ti.

Ella se marchó, dejando en Pablo una huella imposible de borrar

—Helena Valverde… te prometo, que iré por ti, cuando menos lo esperes.

Sacudiéndose de golpe de sus pensamientos, Pablo volvió a la realidad. Caminó hacia ella y, con decisión, abrió la caja de terciopelo rojo que llevaba entre las manos. Dentro, un anillo resplandecía con la luz dorada del sol que se filtraba entre las cortinas.

—Eres mía, Helena —murmuró él, deslizándole la joya en el dedo con una seguridad que no admitía réplica—. Y el mundo entero lo sabrá.

Sin darle tiempo a dudar, la llevó hasta el vestidor. Eligió para ella un vestido entallado, de seda carmesí, que realzaba sus curvas y la envolvía en una sensualidad peligrosa. Su cabello suelto, unos tacones altos y un sutil perfume terminaron de convertirla en una visión imponente.

—Estás hermosa —dijo Pablo, observándola con un deseo apenas contenido—. Dime… ¿alguna vez lo has hecho sin quitarte la ropa?

—¡Insolente… tú…! —Helena intentó abofetearlo, pero él detuvo su mano en el aire y la acorraló contra la pared.

—Solo bromeo —murmuró, rozando su cuello con un beso que era puro veneno disfrazado de miel. Sus labios trazaron un sendero ardiente, desarmándola por completo—. Aunque, si lo deseas, podemos convertir esta broma en realidad.

Sus dedos se cerraron en torno al cuello de Helena, no con violencia, sino con una presión calculada, un recordatorio de su dominio. La besó con una intensidad que devoraba cualquier resistencia, y aunque ella intentó luchar, la corriente de deseo la arrastró, rindiéndola a su voluntad. Pero Pablo se apartó abruptamente, dejando un vacío que la hizo tambalearse.

—Será mejor que lo dejemos para después —dijo, con una sonrisa afilada—. Nos esperan en la reunión. Retoca tu maquillaje.

Helena permaneció inmóvil unos segundos, con el corazón desbocado y los labios aun ardiendo por el beso. Se miró en el espejo del vestidor: aquella mujer de vestido carmesí y mirada temblorosa no era la misma que había llorado en soledad la noche anterior. Era otra, atrapada en un juego peligroso donde cada movimiento de Pablo la ataba más a él.

Cuando salieron juntos de la habitación, una larga fila de empleados los aguardaba en silencio.

—Escúchenme bien —la voz de Pablo resonó con una autoridad que heló el aire—. A partir de hoy, Helena será la señora de esta casa. Cada una de sus órdenes deberá cumplirse sin objeciones. Si alguno osa ignorarla o se atreve a pronunciar el más mínimo comentario en su contra, les aseguro que su final no será nada agradable.

Se detuvo frente a una joven de mirada temblorosa.

—Tú —señaló a Lucina, quien retrocedió un paso con el rostro pálido—. Desde este instante serás la niñera de mis hijos. Y no lo olvides: deberás protegerlos con tu vida misma. Para mí, ellos son más valiosos que tú.

El murmullo de temor recorrió la fila, pero nadie se atrevió a levantar la vista.

Helena sintió cómo todas las miradas se clavaban en ella, unas cargadas de respeto fingido, otras de resentimiento apenas disimulado.

Pablo, satisfecho con el silencio obediente que había impuesto, tomó su mano y la condujo hacia el salón principal.

—Acostúmbrate, amor —susurró con una sonrisa peligrosa—. Desde hoy, todos te temerán tanto como a mí.

Pero en el fondo, Helena sabía que el miedo no siempre era lealtad. Al salir de la mansión. Pablo la tomó de la cintura como si fuera un trofeo que estaba dispuesto a mostrar al mundo.

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