Capítulo 4 LA REINA DEL TABLERO.

Horas después, Pablo y Helena llegaron a la constructora, Al ver las puertas por las que alguna vez había cruzado con su padre, Helena sintió un nudo en el pecho. Instintivamente, apretó la mano de Pablo, como si buscara anclarse a algo sólido en medio de la tormenta que era su vida.

—Solo prométeme una cosa —susurró, con la voz cargada de urgencia y dolor—. Que las acciones de mi padre volverán a mis manos. No me importa la mansión, no me importa nada más... solo quiero salvar lo que queda de su legado.

Pablo soltó su mano con suavidad, pero no la dejó ir del todo. Acunó su rostro entre sus manos. En su mirada ardía una promesa inquebrantable.

—Te lo juro, Helena —dijo, con intensidad—. Todo lo que te arrebataron volverá a ser tuyo. Mi vida, mi alma, todo lo que soy... es tuyo en este momento.

Ambos entraron al vestíbulo. Helena cerró los ojos un segundo: un olor a papel antiguo y madera barnizada le trajo un recuerdo de su padre sonriendo detrás de un escritorio.

Pablo abrió la puerta de una sala de juntas donde ya se agrupaban algunos directivos. Las miradas, frías al principio, se tornaron curiosas al verla. Entre ellas, un hombre con el ceño marcado —uno de los accionistas mayoritarios— Fernando Alborán, sonrió al verla.

—Helena, hija, qué gusto verte —dijo, levantándose para abrazarla—. ¿Cuánto tiempo sin vernos? ¿Cómo están tus bebés? Me enteré de que fueron trillizos.

—Así es —aseguró ella, conteniendo una sonrisa—. Gracias por preguntar.

Un golpe seco sobre la mesa rompió el breve sosiego.

—¡¿Qué haces aquí?! —gritó Rodrigo, con la voz cortante, mirando con desdén a Helena—. ¿Se te olvida que no tienes ningún derecho a estar aquí? La presidencia ya no te pertenece; te lo dejé muy claro. ¿Y qué haces al lado de ese imbécil? ¿No ves que es el CEO de Constructora Imperial? ¿Acaso te acuestas con él?

—¿Y si así fuera, qué? —replicó Helena, con la voz baja pero afilada—. Tú te acuestas con mi propia madre y nadie te dice nada.

La sala se llenó de murmullos.

—¡Cállate, estúpida! —escupió Rodrigo, sus ojos estaban llenos de furia.

Sin pensarlo, Pablo cruzó la mesa y le soltó un puñetazo a Rodrigo. Éste cayó al suelo de inmediato.

—Cuida tus palabras, pedazo de mierda —dijo Pablo, con la respiración contenida—. No estás hablando con cualquiera: estás frente a la mujer que será mi esposa.

La sala quedó sumida en silencio. Los directivos intercambiaban miradas, algunos con asombro, otros con un brillo de intriga.

—¡Me importa un carajo si esa zorra se mete en tu cama! —rugió Rodrigo, golpeando nuevamente la mesa—. ¡Largo de aquí! Hoy será mi nombramiento como presidente, y ustedes no están invitados.

—No tan rápido —la voz de Fernando cortó el aire como una cuchilla—. Estás olvidando un pequeño detalle. Mi gran amigo Gustavo no solo fue el fundador de esta empresa y uno de los accionistas mayoritarios… yo también tengo poder. Y déjame decirte algo: para que seas presidente definitivo tendrás que pasar sobre mi cadáver.

Hizo una pausa, saboreando el momento, antes de proclamar:

—Desde hoy, esta junta elige a Pablo Narváez como el nuevo presidente de la Constructora Valverde.

El murmullo estalló en la sala, pero pronto se sofocó cuando la mayoría de los accionistas menores asintieron, respaldando sin dudar las palabras de Alborán.

—Es hora de pensar en grande —añadió Fernando, con una sonrisa calculada—. La unión de ambas compañías significará una alianza multimillonaria que nadie podrá detener.

—¡Viejo demente! —bramó Rodrigo, rojo de ira—. ¿Quién demonios te crees? ¡Mi padre sabrá de esto!

—Ve y corre a llorarle —replicó Fernando con desprecio—. No olvides que todos sabemos que te casaste con Helena solo para apoderarte de sus acciones. Al igual que tu padre, no eres más que un parásito.

Rodrigo se desplomó en su asiento, mordiéndose la lengua, mientras todos los presentes volteaban a ver a Helena con una mezcla de respeto, envidia y desconcierto. Ella, erguida, con el anillo brillando en su mano, se sentía indestructible.

Pablo entrelazó su mano con la de Helena.

—Agradezco la confianza —dijo, su voz grave y firme—. Juro que la Constructora Valverde no solo mantendrá el legado de Gustavo, sino que lo multiplicará. Esta empresa no volverá a ser un tablero de caprichos familiares, sino un imperio al que todos aquí pertenecerán.

Un aplauso tímido rompió la tensión, seguido de otro más fuerte, hasta que la sala retumbó con vítores. Rodrigo observaba, impotente, con la furia clavada en sus venas.

Helena inclinó apenas la cabeza, triunfante, sin apartar sus ojos de él.

Rodrigo, rojo de furia, se puso de pie, derribando su silla con un estruendo.

—¡Esto no termina aquí, Helena! —rugió, señalándola con un dedo tembloroso—. ¡Pagarás por esto, y tú también, Fernando!

Sin inmutarse, Helena esbozó una sonrisa.

—Inténtalo, Rodrigo —respondió, su voz un susurro letal que destilaba veneno—. No soy la presa débil que imaginabas. Por cierto, mañana los abogados de Pablo te visitarán en mi mansión. No quiero seguir atada a ti.

Rodrigo parpadeó, desconcertado.

—No te preocupes —añadió ella, con un destello de ironía en los ojos—, no pienso pedirte nada. Después de todo, mi esposo se encargará de mí… y de mis hijos.

Rodrigo sintió cómo la humillación lo devoraba. La mención de “esposo” le cayó como un golpe seco en el estómago.

—¿Crees que puedes humillarme así y salirte con la tuya? —siseó, su voz apenas controlada—. No conoces el infierno que puedo desatar, Helena.

Ella no se inmutó. Con un movimiento elegante, se acercó a él, tan cerca que pudo ver el pulso acelerado en su cuello.

—Querido —dijo, con una intensidad que hizo retroceder a los más cercanos—, el infierno ya lo desataste. Ahora solo estoy apagando las llamas... a mi manera.

Sin darle tiempo a responder, Helena giró sobre sus talones y salió de la sala, su vestido ondeando como una bandera de victoria. La puerta se cerró tras ella con un golpe seco, dejando a Rodrigo solo en el centro de la tormenta que él mismo había creado.

Fuera, en el pasillo, Helena se detuvo un momento, apoyando una mano contra la pared. Su fachada de acero se resquebrajó por un instante; su respiración tembló. Sabía que Rodrigo no se rendiría tan fácilmente. Había ganado esta batalla, pero la guerra apenas comenzaba.

¿Estás lista para lo que viene? —preguntó, Pablo quien había ido tras ella.

Helena enderezó los hombros, recuperando su compostura. Tomó su mano con firmeza y asintió.

—Siempre lo he estado —respondió—. Que venga Rodrigo. Que vengan todos.

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