Capítulo 7 IMPERIOS EN GUERRA
El calor del beso se desvaneció lentamente. Helena no podía esconder su debilidad, sus piernas temblaban a más no poder, sintiendo como una leve humedad empezaba brotar.
Pablo sonrió, disfrutaba el haber doblegado su resistencia.
—Sabía que detrás de tu coraje se escondía este fuego —murmuró, acariciando su entre pierna con descaro.
Helena abrió los ojos de golpe. La lucidez le cayó encima como un balde de agua helada. Se apartó bruscamente, respirando con agitación.
—¡Basta! —dijo, empujándolo con firmeza—. No confundas las cosas, Pablo.
Él arqueó una ceja, divertido.
—¿Confundir? Yo solo sigo lo que tus labios pidieron.
—No te equivoques —replicó con dureza, aunque su voz temblaba—. Esto… esto no es más que un error. Sé que solo soy una pieza más en tu venganza, ¿verdad? No pienses que voy a olvidar eso.
Pablo la observó en silencio. Luego, dio otro paso hacia ella, su voz baja y cargada de una sinceridad que casi parecía genuina.
—¿Y si te digo que, por un segundo, olvidé todo eso cuando te besé? —Sus ojos buscaron los de ella, y por un instante, Helena sintió que el suelo bajo sus pies se tambaleaba—. ¿Qué te hace pensar qué los papales no pueden cambiar?
Helena apretó los labios, su corazón latía con fuerza. Quería creerle, quería dejarse llevar por la promesa implícita en sus palabras, pero la verdad era un peso que no podía ignorar.
—No juegues conmigo, Pablo —lo empujo, dando un paso atrás—. No soy tan ingenua, y no vuelvas a besarme, esta será la última vez que lo harás. —advirtió, aunque en el fondo odiaba lo débil que sonaba su advertencia.
Él no respondió de inmediato. En cambio, la volvió a mirar con una intensidad que la hizo sentir desnuda, vulnerable. Luego, con una media sonrisa que no revelaba nada, se giró hacia la puerta.
—Tal vez no seas ingenua —dijo—. Pero no puedes negar que sientes algo, Helena. Y eso… eso no es parte de ningún juego.
La tarde cayó sobre la ciudad con un resplandor anaranjado que teñía los ventanales de la Constructora Valverde. Pablo y Helena llegaron juntos mostrándose impecables. Cada paso hacia aquella reunión era un recordatorio de que lo que estaba en juego no solo eran empresas, sino también poder, orgullo… y venganza.
Al ingresar al edificio, los saludos protocolarios de los asistentes no lograron suavizar la rigidez del ambiente. El porte arrogante de Pablo dominó el pasillo hasta llegar a la sala de juntas. Allí, una larga mesa de caoba esperaba rodeada de accionistas expectantes.
Pablo ocupó su lugar en la cabecera, como si ya le perteneciera, mientras Helena permanecía a su lado, con la serenidad de quien entiende que cada palabra será un arma. Los documentos para la fusión estaban listos; solo faltaba la firma y la votación de los accionistas.
Pero cuando el notario abrió la carpeta, una voz se levantó como un cuchillo cortando la calma:
—¡Un momento! —Gerardo se levantó de su asiento, con un gesto soberbio.
Los cuchicheos recorrieron la sala mientras él caminaba lentamente hasta situarse frente a los presentes.
—Sé que muchos de ustedes creen que esta fusión es el futuro —comenzó, a hablar con un tono persuasivo—. Pero lo que no les dicen es que unir estas dos compañías no es una promesa de grandeza, sino una sentencia de ruina.
Algunos accionistas se miraron entre sí, inquietos. Helena apretó las manos sobre la mesa, pero Pablo, lejos de perder la compostura, sostuvo su postura, fría e imponente.
—Haber…señor Torres —dijo Pablo con Calma—. ¿Acaso no puedes soportar la idea de que soy mejor que el títere de tu hijo?
Gerardo ignoró la provocación y continuó su discurso:
—¿De verdad creen que el mercado absorberá semejante monstruo sin consecuencias? —sus palabras se cargaron de dramatismo—. Dos gigantes no siempre se complementan, a veces se devoran entre sí. Y cuando eso ocurra, cuando las deudas superen a las ganancias, ¿quién pagará el precio? ¡Ustedes! Los accionistas, las familias que dependen de esta empresa.
Las voces cargadas de duda, no se hicieron esperar. Helena lo notó de inmediato; las palabras de Gerardo estaban calando. Se inclinó hacia Pablo y susurró:
—Empieza a convencerlos, o lo perderás todo.
Pablo ladeó la cabeza, como un jugador que aún guarda su mejor carta, y se puso de pie. Su voz resonó firme, implacable:
—Escuchen bien. Gerardo habla de miedo porque no conoce otra cosa. Miedo a crecer, miedo a arriesgar, miedo a perder lo poco que controla. Pero yo no vine aquí a sembrar dudas; vine a construir un imperio. Si creen que la grandeza se alcanza quedándose quietos, entonces síganlo a él. Pero si lo que quieren es asegurar su legado para las próximas generaciones, entonces confíen en mí.
Su mirada recorrió la mesa, capturando la atención de cada accionista. Helena, a pesar de todo, sintió que algo podía salir mal.
Pablo, por su parte seguía irradiando esa peligrosa mezcla de arrogancia y visión que podía arrastrar a cualquiera.
Gerardo quiso contra atacar, pero antes de que pudiera replicar, uno de los accionistas más antiguos de la constructora Valverde levantó la voz:
—Queremos escuchar cifras, no discursos.
Pablo sonrió de lado, como si lo hubiera estado esperando.
—Perfecto —respondió—. Entonces veamos números. Y después… veremos quién es el verdadero visionario en esta sala. ¿Tienen algo más por decir?
El aire en la oficina se cargó de tensión. Helena lo supo: aquella reunión no sería solo una votación empresarial, sino el primer campo de batalla.
Y sin esperarlo, uno de los accionistas de la Constructora Imperial, Julián Bolaños, un hombre canoso de porte severo, se levantó con expresión dura.
—Con todo respeto, Pablo —dijo, cruzándose de brazos—. No pondré mi firma en esto. Imperial ha prosperado durante décadas de manera independiente, y no pienso arriesgar lo que hemos construido uniéndonos a una empresa que aún tiene deudas y demandas pendientes.
La inquietud se apodero de la sala. Helena tensó los hombros y buscó la reacción de Pablo. Él, por su parte, no parpadeó; se mostraba sereno.
—Señor Julián —respondió, con una voz grave y cargada de control—. Conozco su lealtad a la empresa, y créame, yo la valoro más que nadie. Pero si Imperial quiere competir en el mercado internacional, necesita músculo. Necesita visión. La fusión es el único camino para crecer sin límites.
El hombre negó con la cabeza.
—Visión no es lo mismo que locura. He visto caer a muchos que creyeron ser intocables. No cuente conmigo.
La negativa, dicha con tanta firmeza, encendió el efecto dominó que Gerardo esperaba. Otro accionista levantó la mano con gesto inseguro.
—Yo… tampoco estoy convencido —dijo, su voz cargada de vacilación—. La propuesta suena prometedora, pero… Gerardo tiene razón, ¿qué pasará si los balances no cuadran?
Reafirmando las voces de reclamo, un accionista más se inclinó hacia adelante con un gesto calculado.
—No pienso firmar hasta ver un plan de contingencia real. No basta con promesas.
Helena sintió cómo el terreno se le desmoronaba a Pablo entre las manos, aunque él permanecía sonriente sin mostrar una pizca de miedo.





















