Prólogo:

Ciudad de La Habana, septiembre de 2018

Llegaba tarde. Sabía que había prometido regresar temprano, pero una cosa llevó a la otra y antes de darme cuenta, eran las dos de la mañana. Me quité los tacones y corrí lo más rápido que pude, el pavimento aún caliente cosquilleando las plantas de mis pies.

Estaba cruzando la calle cuando un coche me atropelló. Al principio solo hubo un ruido ensordecedor dentro de mi cabeza, luego, de repente, todo quedó en silencio y me encontré tumbada de espaldas en una posición anormal en medio de la calle. Frunciendo el ceño, intenté en vano darle sentido a lo que acababa de suceder.

Mi respiración era entrecortada. Mi corazón latía con fuerza, mis pulsaciones eran erráticas. No podía moverme, así que sospeché que tenía una lesión en la médula espinal. Mi visión se nubló, mis pensamientos se volvieron incoherentes, podía sentir que mi vestido se mojaba más a la altura de mi muslo izquierdo; supuse que estaba sufriendo una hemorragia externa grave.

En resumen: me estaba muriendo.

No puedo decir que sea cierto que cuando mueres ves tu vida pasar ante tus ojos, porque esa no fue mi experiencia.

Ahí estaba yo, a las puertas de la muerte, cuando a ambos lados de mi cuerpo una figura se detuvo para contemplar mis últimos momentos de vida. Una de ellas era un ángel y la otra un demonio... aunque en ese momento seguramente estaba alucinando.

Sospechaba que venían a juzgarme y decidir cuál de ellos me llevaría.

—Encontramos el rastro demasiado tarde —lamentó el hermoso ser de cabello rizado y rubio.

—¡Maldita sea! —gruñó el espectro de cabello negro y rostro implacable.

Ambos hablaban en inglés, con un fuerte acento. Cinco años de estudiar el idioma me permitieron entenderlos, siendo yo cubana y todo.

El primero se arrodilló a mi derecha, tomó mi mano fría en la suya y sintió mi muñeca, comprobando el pulso allí. El otro ser permaneció de pie a mi izquierda, su postura denotando una gran tensión, giraba su rostro en una u otra dirección, vigilante.

—La chica se está muriendo... una de sus costillas perforó su pulmón derecho. Se está ahogando en su propia sangre —susurró el ángel, su voz cargada de tristeza.

—Arghhh, Pfffff —balbuceé.

—Shh —me consoló el rubio, acariciando delicadamente mi frente—. Pronto terminará, cálmate.

Un ataque de tos se apoderó de mi pecho. Un sabor metálico inundó mis sentidos.

Sangre.

¿Mi propia sangre había subido de mis pulmones a mi garganta y me estaba ahogando?

Mi cuerpo se contrajo en un espasmo de sufrimiento, mis órganos vitales se detuvieron uno a uno, y aunque mantuve los ojos abiertos, ya no podía ver nada. Estaba muerta.

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