Capitulo 2: el sobre en la oscuridad
Los días siguientes se desdibujan en una niebla densa de interrogatorios, funerales y miradas inquisitivas que se clavan en mi piel como agujas invisibles. Todo transcurre como en un sueño turbio, donde las voces llegan amortiguadas y los rostros se deforman por el velo de la hipocresía. Me convierto en actriz, la mejor que jamás haya existido. Aprendo a llorar justo en el momento exacto, a dejar que las lágrimas se derramen como riachuelos calculados frente a la multitud. Agradezco condolencias que no merezco y sostengo abrazos que me repugnan, brazos de personas que jamás me importaron, pero que ahora me rodean como si compartieran mi dolor. Todos creen ver a una viuda rota, destruida por la tragedia, pero lo que en realidad contemplan es una máscara pulida, perfecta, tejida con años de fingimiento.
El Capitán Ramírez no se rinde. Sus pasos me siguen incluso en mis sueños, sus preguntas me persiguen en cada silencio incómodo. Sus ojos, oscuros y fríos como cuchillas, se clavan en mí con la paciencia de un depredador que acecha a su presa. Cada encuentro con él es un duelo velado, una danza peligrosa donde una palabra mal dicha podría condenarme. Una tarde, su voz me atraviesa con la brutalidad de un cuchillo recién afilado:
—Señora Morel, ¿puede explicar por qué no hay registros de llamadas desde su teléfono esa noche?
El aire en la sala se vuelve espeso. Un nudo me aprieta la garganta, pero la sonrisa brota en mis labios como si hubiera estado ensayada frente al espejo. Miento con naturalidad, como quien respira.
—Estaba trabajando, Capitán. Lo dejé en modo silencioso… ni siquiera lo miré hasta regresar a casa.
Él entrecierra los ojos, me estudia con esa calma exasperante que hiela la sangre. Sé que no cree mi respuesta. Sabe que no encaja, que mi coartada tiene fisuras. Pero aún no tiene nada sólido con qué atraparme. Y esa es mi única ventaja.
Cuando al fin me retiro a mi habitación, la tensión acumulada me carcome desde dentro, como si mil insectos invisibles devoraran mis entrañas. Me dejo caer sobre la cama, exhausta, pero el sueño no llega. Solo la sombra de Leonardo, que aparece cada vez que cierro los ojos, recordándome que está muerto. Y aunque en el fondo siento ese alivio venenoso de la libertad, también me consume un miedo sofocante: el miedo de ser descubierta, de que alguien logre arrancar la máscara que me protege.
Esa misma noche, cuando la casa parece tragada por un silencio sepulcral, el teléfono rompe la quietud. Es mi madre. Su voz temblorosa, quebrada, me hiela la sangre.
—Isabella… tienes que venir. Hay algo que necesito decirte.
El tono con que lo dice me deja sin aliento. No pregunto, no dudo. Tomo las llaves y salgo de inmediato, guiada por la urgencia que se esconde detrás de sus palabras.
Cuando llego, me recibe en la penumbra de su sala. Su rostro, habitualmente sereno y firme, está pálido, desencajado, y sus manos tiemblan al entrelazarse una y otra vez. Nos sentamos en silencio, y sus ojos, cargados de un peso que nunca antes había visto, se clavan en mí con la intensidad de un secreto largamente guardado.
—He guardado un secreto —susurra, apenas audible, como si temiera que las paredes pudieran escucharla—. Uno que podría cambiarlo todo.
El aire se vuelve irrespirable, espeso como humo. Mi corazón late con tanta fuerza que resuena en mis oídos, ensordecedor.
—¿Qué secreto, madre? —pregunto, y mi propia voz me suena ajena.
Ella traga saliva, el gesto de una mujer que carga un peso insoportable, antes de soltar la frase que hará que mi mundo se tambalee:
—La noche en que murió Leonardo… no estabas sola cuando regresaste a casa. Había alguien más contigo.
La sangre se me hiela en las venas. Todo mi cuerpo se tensa, como si una corriente eléctrica me recorriera de pies a cabeza.
—¿Qué? —apenas logro pronunciar—. ¿Quién estaba aquí?
Mi madre se levanta con movimientos torpes, como si cargara décadas de secretos a la espalda. Desaparece en el pasillo y regresa al cabo de unos segundos que se me hacen eternos. En sus manos sostiene un sobre blanco, arrugado en las esquinas, como si quemara al tacto. Lo coloca sobre la mesa, frente a mí, y se aparta como si fuera un objeto maldito.
—Lo encontré en la cocina, después de que la policía se fue. No me atreví a abrirlo.
Mis dedos tiemblan cuando lo tomo. La textura del papel me resulta áspera, y mi respiración se entrecorta mientras lo desgarró con torpeza. Dentro, una única hoja doblada en dos. La despliego y me quedo inmóvil. Una nota, escrita a mano, con tinta oscura, me grita en el silencio:
“Sé lo que hiciste.”
El aire se me escapa de los pulmones en un jadeo sordo. Leo y releo esas palabras una y otra vez, hasta que parecen grabarse en mis huesos, en mi piel, en cada rincón de mi mente. Alguien sabe. Alguien vio más de lo que debía. Y lo peor: alguien se tomó la libertad de recordármelo.
Levanto la mirada hacia mi madre. Sus ojos, anegados en lágrimas, reflejan una mezcla de miedo y desconcierto.
—Isabella… —su voz tiembla—. ¿Qué significa esto? ¿Qué has hecho?
No puedo responder. Mi garganta se cierra, mi boca se queda muda. La máscara que me ha protegido toda mi vida se resquebraja, se fractura por primera vez. No soy capaz de inventar una mentira convincente, no bajo esa mirada que me conoce mejor que nadie.
Un silencio espeso se extiende entre nosotras, como un océano imposible de cruzar. Y en ese vacío de palabras, lo entiendo con brutal claridad: no estoy sola en este juego. Hay alguien más moviendo las piezas, alguien que se esconde en las sombras, observando, esperando el momento justo para atacar.
El tablero acaba de cambiar, y yo ya no soy la única jugadora.













































