Capítulo 1 Rompimiento
Ernesto Duarte
La oficina estaba en silencio, salvo por el leve zumbido del aire acondicionado y el crujir del papel bajo mis dedos. Había estado toda la tarde revisando reportes financieros, contratos, informes de producción… Nada fuera de lo habitual, excepto la carga. Últimamente, todo se sentía más pesado.
Levanté la vista cuando escuché la puerta, abrirse sin previo aviso.
Vivian.
Rubia, alta, impecable. Siempre perfectamente vestida como si viniera de una sesión de fotos. Llevaba un vestido rojo ajustado, elegante pero insinuante, y tacones que resonaron como campanas de alerta en el suelo de mármol.
Fruncí el ceño.
—¿Qué haces aquí, Vivian? —pregunté, dejando los documentos sobre la mesa con evidente desdén. No me gustaba mezclar mi vida personal con el trabajo, mucho menos a esta hora.
Ella cerró la puerta con suavidad, apoyando la espalda en ella por un segundo antes de caminar hacia mí con su estilo de siempre… como si diera brinquitos ensayados. De pronto, se inclinó y me plantó un beso en los labios.
Me llevé una mano a la sien, frustrado. El reloj marcaba las diez en punto. Doce horas lidiando con ejecutivos, llamadas, y ahora, esto.
—Vivian… —suspiré.
Ella no respondió. Se acomodó con aire provocador en el borde de mi escritorio, dejando entrever más de lo necesario de sus piernas. La miré fijamente, esta vez sin disimular mi molestia.
—Bájate de la mesa. No estás en una pasarela —le dije, con voz baja pero firme.
Frunció los labios, contrariada, y bajó de un brinco.
—Qué amargado eres a veces, Ernesto. De verdad —refunfuñó mientras se alisaba el vestido. Caminó hacia la silla frente a mí y se sentó, cruzando las piernas con elegancia exagerada.
—¿Y cómo supiste que estaba aquí?
—Emilia me dijo que no habías salido todavía —respondió, casual, como si habláramos de cualquier cosa.
Rodé los ojos.
—Vivian, no estoy de humor para juegos. ¿Qué quieres? Te he dicho que no vengas a mi oficina, puedes enviarme un mensaje.
—¿Para que no me contestes?
No le respondí, en eso tenía razón.
Se quedó en silencio unos segundos, su tono cambió. Se volvió más serio, más directo.
—Mi madre no ha dejado de preguntarme si ya tenemos fecha para la boda —dijo, haciendo una pausa dramática—. Y creo que ya es momento de tomar una decisión, Ernesto. Llevamos dos años comprometidos y... la gente empieza a hablar.
Dos años.
Demasiado tiempo para seguir fingiendo que esto aún tenía sentido.
Vivian me miraba esperando una respuesta. Sus ojos verdes brillaban bajo la luz cálida de la lámpara de escritorio, como si la pregunta le doliera más de lo que estaba dispuesta a admitir.
—Por ahora no podemos poner una fecha para la boda —dije con voz firme, sin levantar la vista de los documentos que acababa de revisar.
Ella frunció el ceño con fuerza. Sus labios se torcieron en un puchero dramático mientras exhalaba como una niña contrariada. Se puso de pie con brusquedad, colocándose con las manos en la cintura justo frente a mí.
—¿Por qué no podemos poner una fecha, Ernesto? —soltó, elevando la voz—. ¿O es que no quieres casarte conmigo?
No reaccioné.
Sin decir palabra, abrí el cajón inferior de mi escritorio y saqué una carpeta amarilla. La deslicé hacia ella con calma, dejando que su curiosidad hiciera el resto. Vivian la tomó con desconfianza, arqueando una ceja.
La abrió.
Sus ojos se movían de un papel a otro. Su expresión cambió del desconcierto a una especie de alarma silenciosa.
—¿Qué es esto? —preguntó con voz apagada, levantando la mirada hacia mí—. Estas… estas son hojas de vida. Currículums. No entiendo.
Me apoyé en el respaldo, entrelazando las manos frente a mí.
—Planeo independizarme. Voy a dejar la empresa. Apenas consiga una buena oferta, me voy.
La vi tensarse. Bajó la mirada al contenido de la carpeta como si quisiera encontrar una explicación mejor.
Vivian cerró la carpeta con lentitud. Su rostro parecía de piedra. Me miró pasmada, como si no reconociera al hombre frente a ella.
—No puedes dejar DC…
Reí. Una risa seca, sin humor. Me dolió más de lo que quise admitir.
—DC es la empresa de Erik —la corregí con un tono que rozó el cansancio—. Y de mi padre.
Yo solo soy… una figura decorativa. Me tienen aquí trabajando como si algún día fuera a ser mía, pero no lo será.
Me pasé una mano por la nuca, sintiendo cómo se me tensaban los músculos.
—Mientras yo estoy aquí hasta las diez de la noche cerrando reportes, Erik debe estar en algún antro, brindando por la vida, celebrando quién sabe qué estupidez. Y mañana entrará a una reunión como si lo supiera todo, como si se lo mereciera todo… porque así es este mundo para él. Para mí solo queda… trabajar. Y esperar algo que nunca va a llegar.
Vivian no dijo nada por unos segundos. Bajó la mirada. La carpeta seguía entre sus manos, pero ahora parecía más pesada. Como si no supiera qué hacer con ella… o con lo que acababa de escuchar.
Yo sabía que esto era el principio del fin.
Ella quería estabilidad. Apellidos. Un rol social. Una boda bonita con flores blancas, una casa con jardín y una vida sin sobresaltos, llena de lujos.
Vivian se dejó caer de nuevo en el asiento, pero esta vez sin la altanería de antes. Sus hombros cayeron un poco, sus manos se quedaron quietas sobre su regazo, y su mirada se quedó fija en el centro de la mesa, como si allí pudiera encontrar la manera de convencerme.
—No puedes dejar DC —dijo en voz baja, casi como una súplica disfrazada de razón—. Es el orgullo de tu familia, Ernesto. Es lo que te define. Lo que te da valor.
Yo no dije nada. Me limité a observarla.
—Mira, yo soy la heredera de La Voz, y mis padres me han dicho que tú eres el tipo de hombre que está a mi altura. Serías un esposo ideal, respetado, serio, con una posición. Pero si dejas DC… —hizo una pausa breve y cargada—. Si te vas a otra empresa, serás solo… un empleado más. Uno del montón.
Sentí un tirón dentro del pecho. Un dolor silencioso, pero profundo. Apreté la quijada.
Sus palabras eran una estocada cubierta de terciopelo. Me dolían no solo por lo que decían, sino por lo que significaban. Por cómo me veía ella.
Una vena en mi cuello latió con furia. Algo se encendió en mi interior, algo que me hervía por dentro. Me puse de pie con lentitud, dominando el impulso de romper algo. Mis ojos la buscaron con una frialdad que pocas veces dejaba salir.
—Entonces elige, Vivian.
Levantó la mirada, sorprendida.
—O aceptas esta realidad, a mí tal y como soy… o vas diciéndole a tu madre que no habrá boda. Que se acabó. Pueden publicar lo que quieran —añadí con ironía amarga—. Que fue culpa mía, que soy un desagradecido, un inestable, lo que sea. No me importa quedar mal. No me importa lo que hablen de mí.
Vivian se puso de pie haciéndome frente.
—Debí haberme fijado en Erik y no en ti —espetó, con los ojos brillando de rabia—. Al menos él no es un ogro amargado.
Ella sabía lo que decía.
Vivian me conocía desde que éramos niños. Era la hija de la mejor amiga de mi madre. Habíamos compartido veranos, cenas familiares, incluso clases particulares cuando aún no sabíamos qué queríamos de la vida. Y justo por eso… sabía qué nervios tocar para hacerme arder por dentro.
—Entonces cásate con él —solté, seco como un disparo—. A mí no me importa.
—Te odio, Ernesto. —Me lo dijo de frente. Con rabia. Con un dolor que solo nace de una decepción profunda. —Ojalá algún día te partan el corazón en mil pedazos.
No me moví.
Ella salió de mi oficina dando tremendo portazo.
La habitación quedó en silencio.
Me dejé caer en la silla, sin fuerzas. Tragando saliva con dificultad. Sus palabras resonaban en mi mente una y otra vez, como un veneno de liberación lenta.
“Ojalá algún día te partan el corazón en mil pedazos… Eres un ogro amargado… Debí haberme fijado en Erik y no en ti”
Apoyé los codos sobre la mesa y me sujeté la cabeza con ambas manos. Sentí el peso del día… pero también el de los años. A mis 27, la vida se sentía vacía. No por falta de metas, sino por el cansancio de sostener lo que no me pertenece.
Nunca entendí cómo es que mis hermanos pueden caminar por el mundo tan ligeros, como si nada les tocara. Como si todo se acomodara solo. Como si el apellido bastara.
Y yo… aquí estaba. Haciéndome cargo de una empresa a la que no le debo nada.
Si acaso, ella me debe a mí.
