Capítulo 2 Comprometida con otro
Ernesto Duarte
Eran las siete con cuarenta. No había nadie aún en el pasillo, solo el zumbido lejano de las impresoras encendiéndose.
Colgué el saco en el perchero y me solté el nudo de la corbata con desgano. El fin de semana había sido largo, y la noche, más larga todavía. Dormí poco. Pensé demasiado. Pero a estas alturas, el insomnio ya no era una novedad.
Me dejé caer en la silla de cuero. El respaldo crujió como si también estuviera cansado de mí.
Y ahí estaba, como cada mañana.
Mi café.
Y el periódico.
Ambos perfectamente colocados en el borde derecho del escritorio. Mi asistente seguía siendo puntual, al menos alguien lo era en este lugar. Me acerqué el café. Humeante, con ese aroma amargo que solía darme consuelo. Tomé un sorbo.
Y entonces vi el encabezado.
La Voz.
Ese nombre…
Suspiré. Sentí cómo el nudo que había deshecho en la corbata volvía a cerrarse en mi garganta.
Vivian.
Últimamente, había pensado demasiado en ella.
En sus reclamos exagerados.
En su forma de caminar como si todo le perteneciera.
En cómo entraba a mi oficina sin tocar.
En la manera en que siempre encontraba una excusa para discutir… o para besarme.
Ella era así.
Complicada. Intensa. Ruidosa.
Pero era parte de mis días.
Y ahora… solo me dejó silencio.
Ni un mensaje. Ni una llamada.
Me habría apostado lo que fuera a que no soportaría estar sin marcarme más de dos días. Pero habían pasado veinte.
Veinte.
Y por primera vez, me preguntaba si no era solo orgullo…
…si en verdad se había rendido.
O si…
…si la había perdido.
Bajé la mirada al titular principal. Un reflejo del papel me golpeó justo en los ojos. Y ahí estaba.
Congelé la respiración.
Mis dedos se tensaron en torno al vaso de café.
“Compromiso confirmado: Vivian Del Bosque se compromete con Julián Gil, heredero de la cadena Elit.”
La foto ocupaba casi la mitad de la portada. Vivian sonreía, de la mano de un tipo de sonrisa plástica y traje caro. A su lado, sus padres, radiantes. Toda la escena parecía una caricatura de lo que alguna vez planeamos.
Vi la imagen una vez.
Dos veces. Tres.
Como si mis ojos no pudieran creer lo que ya sabían.
Sentí el corazón apretarse, no como en las películas donde se escucha un golpe seco, sino como una presión lenta, constante… como si algo desde dentro me estuviera arrancando el aire.
Un puñal.
Eso era.
Un puñal en medio del pecho.
Y no había forma de evitarlo.
La sonrisa de Vivian era la misma que había visto tantas veces. Pero ahora no era para mí.
Ahora pertenecía a otro.
No sé cuánto tiempo me quedé ahí, inmóvil, con el periódico en las manos.
Solo sé que, por un instante, sentí que todo el caparazón que había construido dentro de mí se desmoronaba sin hacer ruido.
Un golpe suave en la puerta interrumpió mi espiral.
—¿Sí? —dije sin alzar mucho la voz, dejando el periódico boca abajo sobre el escritorio. No quería seguir viendo esa foto.
La puerta se abrió lentamente. Era Daniela, mi asistente. Entró con pasos cortos, nerviosos. Llevaba la tablet contra el pecho y los labios apretados como si estuviera mordiéndose las palabras.
—Licenciado... necesito hablar con usted —dijo, apenas en un susurro.
Fruncí el ceño. Ya tenía el día arruinado, y ese tono solo podía significar problemas.
—Habla —ordené, recostándome en el respaldo con los brazos cruzados.
—Es sobre los archivos... los reportes de rendimiento que me pidió para la junta de hoy —titubeó—. No están.
—¿Cómo que no están?
—Se... se borraron. No sé cómo sucedió, yo los tenía listos, le juro que los guardé, incluso tenía una copia en la nube. Pero cuando fui a abrirlos esta mañana... desaparecieron. Lo he buscado por todos lados. Los perdí.
El silencio cayó como una losa.
Mi respiración se volvió pesada. Sentí el calor subir por el cuello. Mi cabeza aún zumbaba por la imagen de Vivian, por esa fotografía estúpida, por esa sonrisa falsa... y ahora esto.
Me puse de pie de golpe. La silla se deslizó hacia atrás con fuerza, golpeando la pared.
—¡¿Y me lo dices ahora?! —rugí, alzando la voz más de lo que suelo permitirme—. ¿Te das cuenta de lo que eso significa? Tengo a los gerentes esperándome con la expectativa de un reporte que no existe.
—Lo sé, lo sé, por favor... —balbuceó Daniela, con los ojos humedeciéndose—. Fue un error, uno terrible, pero si me da un poco más de tiempo tal vez pueda recuperar al menos una parte, puedo hablar con soporte técnico o...
—No es solo un error. Es irresponsabilidad.
Es negligencia.
Y yo no tolero eso.
La miré, y por un momento sentí una punzada de compasión. Era joven. Tal vez no llevaba tanto tiempo aquí. Pero ya estaba harto de cargar con el caos de otros. Y hoy no tenía espacio para más decepciones.
—Estás despedida —le dije con voz seca, tajante.
Ella palideció.
—Por favor... solo una oportunidad. Sé que puedo arreglarlo, de verdad...
—No —corté, sin espacio para apelaciones—. Recoge tus cosas.
Se quedó inmóvil. Dos lágrimas cayeron por sus mejillas, pero no dijo más. Solo asintió con la cabeza gacha, y salió con pasos lentos, cerrando la puerta sin mirar atrás.
Yo me pasé las manos por la cara.
Tomé el saco del perchero y salí de la oficina hecho una furia. Cada paso resonaba con fuerza en el pasillo de mármol. Mi mandíbula seguía apretada. El corazón bombeando con fuerza.
Llegué a la casa antes del mediodía.
No había tráfico. Ni bocinas. Ni llamadas de seguimiento. Solo un silencio que se arrastraba conmigo desde la oficina, como una sombra más.
Me bajé del auto sin quitarme el saco. Ni siquiera me molesté en saludar al jardinero cuando lo vi pasar con su sombrero y las tijeras de podar.
Caminé directo al jardín trasero. Sabía que ahí estaría.
Mi madre, sentada en su sillón favorito bajo la pérgola, rodeada de rosales en flor. Llevaba un vestido holgado color marfil, el cabello recogido en un moño bajo que dejaba a la vista su cuello largo y elegante. Sus lentes descansaban en el puente de la nariz, y entre sus manos sostenía un libro de portada gruesa.
Leía con serenidad, como si el mundo entero estuviera en pausa cuando ella lo necesitaba.
Cuando escuchó mis pasos, alzó la vista.
Se quitó los lentes y cerró el libro, dejándolo sobre la mesita a su lado.
—¿Ernesto? —inquirió con sorpresa, entornando los ojos por la luz del sol—. ¿Qué haces aquí a esta hora? Deberías estar en DC.
No respondí de inmediato. Caminé hacia ella, firme, con la mandíbula apretada. Mi corazón, aunque herido, latía con el mismo ritmo templado de siempre.
—¿Tú sabías lo de Vivian? —pregunté sin rodeos.
La expresión de mi madre cambió apenas un poco. No fingió. No lo negó.
Asintió.
Con esa calma suya que siempre me ha irritado y fascinado al mismo tiempo.
—Sí.
Tragué saliva. Una amargura subió por mi garganta como si me tragara vidrio molido.
—¿Y no pensaste que debías decírmelo?
—No quise que lo supieras por mí —dijo con serenidad—. Quise darte espacio... tiempo para que la buscaras tú, si eso era lo que tu corazón quería.
—¿Tres semanas, mamá? —mi voz salió cargada de una rabia contenida—. Tres semanas de haber terminado y ya está comprometida con otro. ¿No te parece absurdo?
Ella me miró con esa mezcla que solo una madre puede lograr: reproche envuelto en compasión.
—Ernesto… te lo dije. Te lo dije con el corazón en la mano: si la amabas, debías luchar por ella. Pero eres tan orgulloso, hijo.
Se incorporó despacio, dejando que su vestido se deslizara suavemente por sus piernas. Caminó hasta mí.
—Vivian se cansó de ser siempre quien salva la relación. No puedes exigirle amor incondicional cuando tú nunca fuiste capaz de entregarte completo.
—No —negué con firmeza, retrocediendo un paso cuando ella extendió sus brazos para abrazarme.
No quería consuelo.
No quería comprensión.
Solo rabia.
Y esa... la llevaba bien puesta.
Mi madre bajó los brazos, herida, pero sin reprochar.
—¿Por qué eres tan frío? —susurró—. ¿Por qué no puedes permitirte sentir? Incluso el dolor es parte de la vida.
—Porque el dolor —dije sin pestañear— es para los débiles.
Ella cerró los ojos. Dolida.
—A veces… —susurró con voz apenas audible— me recuerdas tanto a tu abuelo Lorenzo.
Alzó la mirada con tristeza.
—Y eso me asusta, Ernesto. No quiero que termines siendo un hombre cruel. Él también pensaba que sentir era una debilidad. Y mira donde terminó…
Volví la mirada hacia el jardín.
—Llevo la sangre de los Duarte, ¿no? Y también su maldición… —le respondí, con la voz baja pero firme.
—No —replicó ella, acercándose una vez más, esta vez sin esperar mi permiso—. Llevas mi sangre también. Y en esa sangre hay compasión, hay amor… hay esperanza.
Pero yo no dije nada.
No podía.
Porque en ese instante… no sabía quién era más fuerte en mí: el hombre que podía amar o el que sabía cómo enterrar todo lo que sentía.
