Capítulo 3 Perder el suelo para encontrar el camino
Álvaro Duarte
Había revisado el reloj al menos cuatro veces. Las manecillas seguían su curso, mientras observaba el asiento vacío al otro extremo de la mesa de juntas, que comenzaba a convertirse en un foco de tensión.
Todos los gerentes estaban presentes, con sus carpetas bien colocadas frente a ellos, esperando a Ernesto.
Me pasé la mano por la barbilla y luego entrelacé los dedos sobre la mesa, disimulando el fastidio. Al otro lado, Erik me sostuvo la mirada y se encogió de hombros como diciendo “no tengo idea”. Acto seguido, sacó su celular y se alejó unos pasos para hacer una llamada.
Los murmullos en la sala se mantenían bajos, profesionales. Todos sabían leer el ambiente. Y cuando la incomodidad viene de los Duarte, uno aprende a quedarse callado.
Vi a Erik colgar, caminar hacia mí con paso firme y detenerse a mi lado.
—Papá… —dijo en voz baja, apenas audible— me dice Laila que Ernesto salió hace rato de la empresa. No dijo a dónde iba… y además… despidió a su asistente personal.
Cerré los ojos.
Apreté los puños sobre la mesa.
Inhalé hondo y llevé una mano a la nuca, presionando con los dedos como si eso pudiera sacarme la frustración de los huesos.
—Nada más esto me faltaba —murmuré, apenas para mí.
Me puse de pie. Todas las miradas se clavaron en mí. El peso del apellido no permite fallas… pero a veces, ni el nombre te salva del caos familiar.
—Señores —dije con voz firme—, lamento la situación. Mi hijo Ernesto ha tenido un percance personal. No podrá asistir a la reunión de hoy, así que reprogramaremos para mañana a primera hora. Gracias por su tiempo.
Ninguno de los presentes dijo una palabra. Se limitaron a asentir, recoger sus cosas y salir uno por uno con esa diplomacia empresarial que aprendieron con los años.
Cuando el último salió, Erik se acercó de nuevo. Me puso la mano en el hombro, en ese gesto que había adoptado desde que empezó a trabajar conmigo, intentando ser mi apoyo, como si supiera que lo necesito más de lo que admito.
—Tal vez tuvo algo urgente que hacer —dijo, refiriéndose a su hermano.
No le contesté de inmediato. El móvil en mi bolsillo comenzó a vibrar. Lo saqué. Emilia.
—¿Sí? —contesté en voz baja.
—Amor… —dijo mi esposa, con ese tono suave que siempre usa cuando intenta calmarme—. Ernesto. Está en casa. Vino esta mañana.
Asentí, como si ella pudiera verme.
—Voy para allá —le respondí, antes de colgar.
Volví la mirada hacia Erik.
—Ya lo veremos —le dije, caminando hacia la salida.
—Voy contigo —dijo él, dando un paso para seguirme.
Me detuve.
—Tú te quedas aquí —ordené con calma—. Porque aquí es donde te necesito.
Erik respiró profundo, frustrado pero obediente.
—Está bien, papá… pero no te enojes tanto con él, ¿sí? No te hace bien.
Lo miré. Mi hijo. El que siempre intenta mediar. Tan distinto a Ernesto.
Le puse la mano en el hombro.
—Gracias por preocuparte por mí, hijo. Nos vemos más tarde.
Y salí de la sala.
Sin saber qué iba a encontrar en casa… fuera lo que fuera, Ernesto y yo íbamos a tener una conversación pendiente.
…
Apenas crucé la puerta de la casa, el aroma a jazmín me recibió como un suspiro conocido. Ese aroma… siempre me recuerda a Emilia. A ella y a las tardes largas en el jardín, cuando todo parecía más simple y nuestros hijos aún eran niños.
La vi venir desde el pasillo, con ese andar pausado, elegante, y ese rostro que, a pesar del paso del tiempo, seguía robándome el aliento como la primera vez.
Se acercó y me dio un beso suave en los labios.
—Antes de subir a hablar con Ernesto —me dijo en voz baja, como si el silencio ayudara a que él no nos escuchara desde su habitación—, intenta estar calmado, por favor… No quiero que terminen gritándose, Álvaro.
Sonreí, apoyando mis manos en su cintura.
—No te preocupes, amor —murmuré mientras me inclinaba para besarla de nuevo—. Solo necesito verlo… hablar con él, teníamos una junta importante y no apareció.
Ella me miró, con esa mezcla de preocupación y ternura que tantas veces ha tenido para con nuestros hijos. Sus ojos claros buscaban señales en mi rostro.
—Ernesto es una copia de mí —le dije, con una sonrisa ladeada—. Tiene el mismo carácter, el mismo orgullo estúpido.
Emilia alzó una ceja, confundida.
—¿Y eso te hace sentir… orgulloso? ¿O frustrado?
Negué suavemente con la cabeza, todavía sonriendo.
—Solo pienso… que si me hubieras conocido antes de aquella noche en el bar, aquella en la que no podía dejar de mirarte… nunca te habrías enamorado de mí.
Vi cómo su gesto se suavizaba, cómo sus labios se curvaban en una sonrisa de esas que me desarman.
Me incliné una vez más y la besé, esta vez más lento, como si el tiempo pudiera detenerse entre nosotros.
—Tú me hiciste diferente, Emilia —le susurré—. Me enseñaste que la vida no era solo trabajo, ni responsabilidad, ni cargar con un apellido… tú me hiciste amar el mundo, querer vivirlo… Tú le diste sentido a todo.
Ella me abrazó entonces, fuerte, como si las palabras le hubieran abierto la puerta a los recuerdos, a ese amor que construimos a pesar de todo.
—Y tú —me dijo al oído—… sigues siendo el hombre de mi vida, aunque a veces me hagas querer arrancarte los cabellos.
Solté una risa baja, abrazándola también.
Antes de subir el primer escalón, Emilia me detuvo con una mano suave sobre mi brazo.
—Álvaro… —me susurró con esa voz suya que siempre me hace detenerme—. Ernesto ya se enteró. Lo del compromiso de Vivian con Julián Gil… le cayó como balde de agua fría. Tal vez… está deprimido.
Asentí despacio, sin decir nada. Sentí un nudo extraño en el estómago, como si las palabras de Emilia se quedaran flotando en mi pecho. No era fácil ver a un hijo tambalearse.
Empujé la puerta de su habitación sin llamar. La escena que se desplegó ante mí me resultó… ajena. Y a la vez familiar. Ernesto estaba recostado sobre varias almohadas, semi sentado en la cama, con la camisa a medio abrochar, la corbata colgando como una soga inútil alrededor de su cuello. No tenía zapatos. En su mano derecha, una copa de vino medio vacía. La otra descansaba sobre su rodilla flexionada, el gesto de un hombre vencido.
Por un momento… no reconocí a mi hijo.
Alzó la mirada, sus ojos apagados se encontraron con los míos. Ni rastro del hombre firme que solía caminar con la frente en alto por los pasillos de la empresa.
—Te estuvimos esperando en la junta —le dije, manteniendo la voz serena, aunque dentro de mí una marea comenzaba a crecer.
Ernesto esbozó una sonrisa seca, amarga. Dio un trago al vino como si fuera agua.
—Mi asistente perdió los reportes. No tenía sentido ir sin nada que presentar.
Me acerqué un par de pasos, cruzando los brazos.
—Esas cosas pasan, hijo. Pero no tenías que desquitarte con ella.
—De todas formas ya no la voy a necesitar. —Su voz era áspera, dolida—. Lo menos que puedes hacer es despedirme.
—No lo voy a hacer —le dije firme.
Ernesto se puso de pie de golpe. Sus movimientos eran torpes, pero llenos de rabia. Me sostuvo la mirada como si quisiera retarme.
—Entonces renuncio. Quiero buscar mi propio camino. Ya no quiero estar a la sombra de esta familia. Ni de ti.
Sus palabras me golpearon con fuerza… aunque no lo dejé ver. Lo observé en silencio unos segundos que se sintieron largos.
—¿Y la promesa que le hiciste a tu abuela antes de morir? —le pregunté.
Vi cómo bajaba la mirada, como si el nombre de Catalina tuviera el poder de desmontarlo por dentro, apenas había fallecido hace dos años, fue un golpe duro para todos, pero quien más sufrió la perdida fue Ernesto. Sus ojos brillaron, llenos de ese dolor que tanto se ha empeñado en callar.
—Ella era la única que me entendía —murmuró—. Me escuchaba, me hablaba como si yo importara de verdad… Pero ya no está. Y yo… no encajo aquí. Erik es tu favorito, Karla ni siquiera tiene idea de qué hacer con su vida y mamá… está demasiado ocupada leyendo para vernos.
Me quedé quieto, mirándolo.
Sin decir nada, fui hasta la mesa de noche y recogí la botella de vino. El cristal estaba frío entre mis manos.
—Quiero que te bañes. —Mi voz sonó más firme de lo que esperaba—. Que descanses. Mañana te espero en mi oficina. A primera hora, vamos a hacer esto de la manera formal.
Me miró confundido.
—¿Vas a despedirme… de verdad? —preguntó, como si una parte de él aún buscara una última prueba.
Lo miré a los ojos. Me acerqué apenas lo justo, y le di una sonrisa.
—Descúbrelo por ti mismo. Ocho de la mañana. Sé puntual.
Y sin decir más, salí de la habitación.
A veces… un hombre necesita perder el suelo para encontrar su camino.
…
El reloj marcaba las 8:00 p.m. cuando me serví un vaso con jugo de manzana y salí al balcón de la habitación. El aire fresco de la noche me despejó un poco la mente. Me apoyé en la barandilla, observando las luces de la ciudad a lo lejos… y sin pensarlo más, tomé el teléfono y busqué un número guardado desde hace años bajo el nombre de Christa.
Llamé.
—¿Álvaro? —respondió la voz femenina al segundo tono, cálida, sorprendida—. Qué gusto escucharte. Ha pasado ya… un buen tiempo.
Sonreí con cierta nostalgia.
—Desde la muerte de Catalina —dije, con ese nudo que siempre aparece cuando nombro la nombro.
—Sí… —susurró ella al otro lado, bajando la voz —no puedo creer que haya pasado tan rápido el tiempo.
Asentí en silencio, tragando saliva.
—Christa, te llamo por algo —proseguí, retomando el control—. ¿Tu hija… Sara? ¿Ya hizo sus prácticas profesionales?
—Justamente ha estado enviando solicitudes —respondió, con ese tono amable de madre orgullosa—. Anda movida, buscando opciones. Aunque ha sido… selectiva. No quiso hacerlas en la mina de Santiago ni en mi fábrica de dulces.
—¿Ah, no? —reí suavemente—. ¿Y eso?
—Dice que quiere abrirse su propio camino —explicó con una pequeña risa—. Tiene ese carácter de su padre… y un poquito mío.
Me quedé unos segundos en silencio, dándole vueltas a esas palabras. Abrirse su propio camino. Justo lo que me había dicho Ernesto horas antes.
—Curioso —dije al fin—. He escuchado eso hoy… de alguien más.
Hubo un instante de pausa.
—¿Por qué no me ha llamado? —pregunté después—. La incorporaría sin pensarlo en DC, sería una gran oportunidad para ella.
—Lo sé —dijo Christa, con dulzura—. Pero quiere hacer las cosas a su modo.
—Pues… hazme un favor —le pedí—. Pásame su número. Necesito una nueva asistente. Y tengo la sensación de que Sara puede ser justo lo que estoy buscando. Le haré una propuesta.
—¿En serio? —preguntó, sonando sorprendida.
—En serio. Y no solo porque sea tu hija —aclaré—. Porque confío en que es una persona responsable… y porque creo que, a veces, los caminos nuevos necesitan un pequeño empujón.
Christa rió bajito, como si supiera más de lo que decía.
—Te lo paso enseguida.
—Gracias, espero pueda llamarla ahora mismo —dije sonriendo.
Colgamos unos minutos después. Me quedé ahí, en el balcón, con el vaso en la mano y una idea nueva en la mente. Tal vez… esa chica con carácter decidido y apellido conocido podría darle unas cuantas lecciones de sencillez a mi hijo Ernesto.
