Capítulo 4 Una oportunidad inesperada
Sara Sandoval
Estaba sentada en un pasillo angosto, frente al pequeño escritorio de la oficina de vinculación estudiantil. Tenía las manos entrelazadas sobre las piernas y un nudo en el estómago que no sabía si era por los nervios… o porque ya eran casi las cuatro de la tarde y no había probado bocado.
La secretaria, una señora de cabello corto y rizado, revolvía papeles con torpeza. La veía moverse de un lado a otro, sacando carpetas, metiéndolas de nuevo, frunciendo el ceño con más fuerza a cada segundo.
Mis expectativas se deshacían frente a mí, como si las estuviera viendo ahogarse en una pila de papeles mal organizados.
—Disculpe… ¿Necesita ayuda? —pregunté, tratando de disimular mi impaciencia. Me sentía mareada del hambre y con un poco de vergüenza por sonar tan ansiosa.
—No, claro que no —tartamudeó ella—. Debe estar aquí… estaba segura de haberla visto esta mañana…
Apreté la mochila contra mi cuerpo como si eso fuera a calmarme. Yo solo necesitaba una cosa: la carta. Esa hoja que confirmaba que todo mi esfuerzo había valido la pena. Que estaba a punto de empezar mis prácticas en una de las mejores empresas de la ciudad.
Pero la secretaria seguía revolviendo hojas como quien busca algo que no recuerda si de verdad existe.
—Jovencita… —dijo finalmente, con voz tenue— lo lamento mucho, pero parece que su carta no está.
No entendí. Por un segundo mi mente se quedó en blanco.
—¿Cómo que no está? —mi voz salió bajita, quebrada.
—Tal vez se extravió entre las solicitudes, o… no lo sé, esto no suele pasar, le juro que… me temo que tendrá que iniciar de nuevo el trámite, lo siento mucho, en compensación le daré prioridad.
Las palabras me cayeron como agua helada en la espalda. Parpadeé varias veces. No quise llorar, pero sentí la presión en el pecho. Asentí con la cabeza y me puse de pie lentamente.
—Gracias —musité antes de darme la vuelta y salir de la oficina con el corazón pesado.
No había nada que hacer.
Todo el proceso había sido difícil, desde que escribí mi carta de motivos hasta que reuní la documentación. Había miles de estudiantes compitiendo por unos cuantos lugares, y yo lo había logrado. Me lo había ganado. Pero ahora todo eso se esfumaba por un error absurdo.
Mientras caminaba por el pasillo, mordiéndome el interior de la mejilla para no romper en llanto, escuché una voz familiar gritar mi nombre.
—¡Sari!
Volteé y vi a Daniel, mi compañero de clase, corriendo hacia mí desde otra oficina. Me detuve y traté de componer mi rostro.
—¡Hola, Daniel! —dije, obligándome a sonreír.
Se inclinó, jadeando un poco, y luego me regaló esa sonrisa amplia que siempre parecía tener guardada solo para mí.
—¿Qué pasó? ¿Te dieron ya la carta?
Negué lentamente con la cabeza.
—La perdieron —dije, encogiéndome de hombros—. Tengo que hacer todo otra vez.
Él frunció el ceño.
—¡Qué injusticia! ¿Quieres ir a comer algo? A lo mejor eso te anima un poco.
Suspiré. No sabía si tenía hambre o solo una bola de decepción atorada en el estómago, pero negué.
—Gracias, pero prefiero ir a casa en este momento.
Caminamos juntos hacia el estacionamiento. Él hablaba poco, como si respetara mi silencio. Sentí su mirada sobre mí en algún momento, lo noté de reojo.
—¿Qué me ves? —le pregunté con la voz más suave de lo habitual.
—Eh… nada. Me fui —dijo, desviando la vista.
—Es porque siempre andas en las nubes —respondí, soltando una pequeña risa.
Él rió conmigo, y por unos segundos, el peso de la frustración pareció aligerarse.
—Vamos, te llevo a casa —le dije al llegar a mi auto.
Mientras conducía, mis pensamientos volvieron a mí con más fuerza. Era agotador sentir que tenía que luchar el doble por todo. A veces sentía que el universo me ponía a prueba una y otra vez, como si necesitara demostrar constantemente que era digna de mis sueños.
No quería deberle nada a nadie. No quería el camino fácil, ni las puertas abiertas por tener un apellido. Mi padre tenía una mina, mi madre una fábrica de dulces. Todo el mundo esperaba que yo simplemente tomara la batuta. Pero yo quería lo mío. Quería vivir mi vida a mi manera, sin sombras ni presiones.
Quería ser libre.
Miré el reloj. Las seis de la tarde. Mi estómago rugió. Apreté el volante y respiré hondo.
—¿Ciro, estás en casa? —grité apenas crucé la puerta, con el estómago vacío y el alma arrugada.
—¡Sí, en la cocina! —me respondió con voz fuerte y clara desde el fondo.
Solté un suspiro al oler comida. Cuando entré, vi varios platillos de comida oriental sobre la barra. Me acerqué como una náufraga que encuentra tierra firme.
—Espero me hayan comprado algo de comida, tengo demasiada hambre —murmuré, dejando la mochila en el suelo con desgano.
—¿Cómo olvidarme de traerle comida a mi hermana favorita? —bromeó Ciro, dibujando esa sonrisa burlona que siempre conseguía arrancarme una mueca. Se acercó y me abrazó fuerte.
—Soy tu favorita porque soy tu única hermana —le respondí con una risa seca. Me dolía todo el cuerpo. El alma también.
—Pareciera que no has tenido un buen día, Sari —dijo una voz conocida a mis espaldas. Me giré. Era Marisol.
Ella, como siempre, tan oportuna, tan certera.
—Fue un día fatal —confesé bajando la mirada—. La secretaria perdió mi carta de prácticas… tengo que volver a hacer el trámite desde cero.
—Lo siento muchísimo, amiga —me dijo ella con esa dulzura tan suya, envolviéndome en un abrazo apretado que me asfixió un poco, pero que se sintió como un bálsamo. Los abrazos de Marisol eran de los pocos que me hacían sentir segura, sin juicios, sin expectativas.
Cuando nos sentamos a cenar, traté de distraerme, aunque por dentro la frustración seguía ahí, mordiéndome como un animal enjaulado.
Nos conocíamos prácticamente desde que nacimos. Marisol era parte de mi familia tanto como Ciro. Nuestros padres habían sido amigos desde siempre, y nuestros caminos estaban tan entrelazados que hasta había salido con su hermano mediano durante años.
—¿Cómo está Saúl? —pregunté, fingiendo indiferencia mientras removía el arroz con los palillos.
—Igual… —respondió Marisol, con una pausa calculada—. Supongo que esperando a que te titules y regreses al pueblo para intentar volver contigo.
Ciro soltó una carcajada breve.
—Tal vez Saúl debería hacerse a la idea de que eso ya fue —dijo con tono firme, sacando a relucir su papel de hermano sobreprotector—. Es mi amigo, pero seamos realistas. Tú estás aquí porque nuestro padrino creyó en ti Marisol y me alegra que hayas venido a estudiar con nosotros a la Capital, porque tu sueño es ser enfermera. Saúl no quiso venir. Prefirió quedarse en el rancho. La distancia separa, Sari. Y a veces, para siempre.
Sentí un nudo en la garganta. Tragué saliva, pero no dije nada.
—He terminado —dije en voz baja, apartando los restos de comida—. Subiré a mi habitación. Necesito descansar.
Me acerqué a ellos y besé sus frentes con ternura. Ellos me despidieron con un "buenas noches", sin hacer más preguntas. Sabían leerme.
Ya en mi habitación, me dejé caer sobre la cama con todo el peso del día cayendo sobre mí. Me dolía la espalda, me dolía el alma. Cerré los ojos… y como una vieja película en blanco y negro, su imagen volvió. Saúl.
A veces me preguntaba… ¿Y si no hubiéramos terminado? Tal vez estaríamos juntos. Tal vez seríamos felices. ¿Ya estuviera casada?
Pero luego recordaba sus palabras, su manera de verme como una mujer que debía quedarse en casa, esperarlo, amarlo sin condiciones, pero también sin alas. Él quería una compañera de hogar, no una ingeniera con sueños grandes. Me pidió más de una vez que dejara la universidad. Me decía que no tenía necesidad de estudiar, que mi familia era rica, que él ganaba lo suficiente para mantenerme. Que seríamos felices. Que construiría una casa.
Y lo creí. Por años lo creí. Me creí que ese era mi papel.
Hasta que ya no pude más. La última vez que terminamos fue diferente. Ya no hubo regresos. Esa vez fue definitiva. Y me rompió. Sentí que me arrancaban un pedazo de alma, como si el aire me pesara y llorar no fuera suficiente. Lloré por meses. Me negaba a aceptar que se había acabado… que tenía que seguir sin él.
Pero aquí estoy.
Sola, cansada, rota a ratos…
Y por mucho que duela, sé que fue lo correcto.
Como me lo dijo mi mamá: «No aplastes tus sueños por un hombre, hija» y no lo haría.
Esa noche me acosté temprano, pero el sueño no llegó. Daba vueltas en la cama, una y otra vez, con la mirada fija en el techo. Sentía el cuerpo agotado, pero la mente no dejaba de repasar todo lo que había pasado en el día. La carta de prácticas perdida. El trámite que tendría que rehacer desde cero. Y esa sensación de que, por más que me esforzara, el mundo siempre tenía una piedra más que ponerme en el camino.
Había alcanzado a dormitar apenas cuando el celular vibró sobre la mesita. Extendí la mano, con los ojos aún entrecerrados. Eran casi las diez de la noche. Fruncí el ceño al ver el nombre en la pantalla.
Deslicé el dedo con cierta sorpresa. No hablábamos muy seguido.
—¿Tío Álvaro? —dije en voz baja, sentándome sobre la cama.
—Hola, Sara —respondió con esa voz grave que siempre me había resultado imponente, pero extrañamente cálida—. Me alegra mucho escucharte.
—A mí también… ¿Todo bien?
—Sí, sí, todo bien —hubo una breve pausa—. Me enteré por tu madre que estás buscando dónde hacer tus prácticas, ¿Por qué no has solicitado para DC?
Solté un suspiro.
—Sí… bueno… había hecho solicitud para otra empresa… para serte sincera —respondí, bajando la mirada, sintiendo la punzada de frustración en el pecho—. Pero tuve un pequeño contratiempo… parece que perdieron mi carta en el instituto, y ahora tendré que hacer el trámite otra vez.
—Lo lamento, Sara. Sé, cuánto te has esforzado.
Guardé silencio. No sabía qué decir. Me costaba admitir en voz alta lo decepcionada que estaba.
—Mira —dijo él con tono directo pero amable—, justo ahora en la empresa tenemos espacio para alguien como tú. Y creo que podrías adaptarte muy bien.
Parpadeé.
—¿Hablas en serio?
—Por supuesto. No te lo propondría si no creyera que puedes con el reto. Eres inteligente, disciplinada y... muy parecida a tu madre cuando tenía tu edad —agregó con una risa suave.
Me llevé la mano al pecho. Por un momento, no supe qué responder.
—La verdad, tío, no tengo otras opciones por ahora. Y no quiero perder más tiempo… así que…
—Entonces ven mañana —interrumpió con seguridad—. Te espero a las ocho de la mañana en mi oficina.
—Está bien, tío Álvaro. A las ocho estaré ahí.
—Perfecto, Sara. Descansa. Mañana será un buen día.
Colgamos.
