Capítulo 5 El café de la discordia

Sara Sandoval

Me observé una vez más en el espejo de cuerpo completo antes de salir de mi habitación. Había dormido poco, pero tenía los nervios bien domados… por ahora. Ajusté el saco de mi traje sastre color azul marino, acomodé la falda que me quedaba apenas por encima de las rodillas y alisé con la palma el dobladillo. Llevaba una blusa celeste con botones dorados y unos tacones negros que reservaba solo para ocasiones importantes. Recogí mi cabello en una coleta alta y firme. Quería verme profesional. Segura. Impecable.

Abrí la puerta y caminé por el pasillo hacia la cocina.

El sonido de una cuchara chocando con un plato me hizo alzar la vista. Ciro, sentado a la mesa, me miraba con los ojos como platos y la boca entreabierta.

—¿¡Tú eres mi hermana!? —exclamó atónito, dejando caer la cuchara en su plato de cereal como si hubiera visto un espejismo.

No pude evitar reír.

—Ciro. Qué exagerado. Solo es ropa.

—¿Ropa? Pareces ejecutiva de Wall Street —dijo, levantando una ceja.

En ese momento, Marisol salió de su habitación con su uniforme de enfermera blanco, el cabello húmedo y los zapatos en la mano. Al verme, se detuvo en seco. Literalmente.

—¡A ver! ¡Momento! —dijo abriendo los ojos como si acabara de descubrir una conspiración—. ¿Qué me perdí? Anoche nos despedimos hablando del desastre de tu carta… ¿Y hoy pareces salida de una revista de negocios?

Solté una carcajada mientras ambas caminábamos hacia la cocina.

—Les tengo noticias —dije, con una sonrisa que no pude contener.

Marisol comenzó a preparar su batido mientras yo tomaba asiento frente a Ciro, quien seguía mirándome como si no lo creyera.

—Anoche me llamó el tío Álvaro —empecé—. Me dijo que tiene un lugar en su empresa para que haga mis prácticas… y pues, como tengo que iniciar todo el trámite de nuevo, decidí aceptar. DC es una de las mejores empresas de la ciudad. Muchos estudiantes pelean por entrar ahí. Sería una gran oportunidad para mi currículum. Además, no es que me vaya a dar este trabajo solo porque sí, tengo el mejor promedio de mi generación.

—¡Wow! —dijo Marisol, dejando la licuadora en pausa—. Eso sí que no lo vi venir.

—Tampoco yo —agregué—. Pero… me siento emocionada. No quiero quedarme estancada.

Ciro se puso de pie con una sonrisa orgullosa y llevó su plato al fregadero.

—Pues qué buena noticia, hermana. Te lo mereces. Has trabajado tanto.

—Gracias, Ciro —le dije con cariño.

Marisol me ofreció un poco de batido, pero negué con la cabeza.

—Lo único que necesito esta mañana es un buen capuchino doble. Lo compraré de camino.

Marisol asintió mientras servía su bebida en un vaso térmico.

—¿Me llevas? Porfis…mi taxi de confianza dijo que esta semana estaría de vacaciones.

—Claro, siempre que puedo, sabes que sí —le respondí, recogiendo mi bolso y las llaves del auto.

—Bueno —intervino Ciro secándose las manos con una toalla—. No me esperen para la cena. Probablemente, me quede en casa de Marion.

Marisol y yo nos miramos con complicidad.

—Vaya, vaya —dije en tono de burla—. Al parecer ya va en serio.

Ciro se sonrojó ligeramente, rascándose la nuca.

—He estado pensándolo —dijo con una sonrisa entre tímida y feliz—. Tal vez pronto dé el siguiente paso con ella. Solo que… aún no es tiempo. Marion está haciendo su servicio en la clínica y quiere terminarlo bien. Tal vez cuando se titule.

—Me da gusto verte tan feliz —dijo Marisol con dulzura—. Marion es una chica muy amable… y mira qué coincidencia, está en la misma clínica que yo.

—Estoy muy enamorado, chicas. En serio —dijo Ciro sin rastro de ironía, con una sinceridad que nos dejó en silencio por un momento.

Lo abracé por detrás.

—Te lo mereces, hermano.

Minutos después, bajamos juntos en el elevador. Ciro, Marisol y yo.

Nos despedimos en la entrada del edificio, cada uno dirigiéndose a su propio vehículo.

Después de dejar a Marisol en la clínica, tomé el volante con más calma. El semáforo tardaba una eternidad en cambiar, pero no me molestó. Me sentía bien… ligera. Mi cuerpo aún temblaba por los nervios del nuevo inicio que me esperaba, pero necesitaba esa dosis de cafeína que me devolviera la compostura antes de entrar a DC.

Justo a tres cuadras, como si el universo supiera lo que necesitaba, apareció un pequeño Starbucks.

Al girar hacia el estacionamiento, noté algo que me hizo frenar el auto por instinto.

Un grupo de personas se había formado en círculo, justo junto a uno de los espacios de estacionamiento, como si estuvieran presenciando un espectáculo callejero. Alcancé a ver algunos rostros ansiosos, otros grababan con sus celulares.

Frené dos espacios antes y me estacioné. Mi corazón se aceleró de golpe. Bajé con cautela, cerrando la puerta con suavidad, mientras caminaba un poco más cerca para intentar entender qué estaba ocurriendo.

Entonces lo escuché.

Una voz varonil, firme y peligrosa, retumbó en el aire como un trueno:

—Es la última vez que te lo pido… quita tu maldita camioneta que me estás obstruyendo la salida.

Me quedé rígida.

Frente a mí, dos hombres discutían, ambos a punto de saltar. El primero «el que recibía la amenaza» tenía alrededor de treinta años, vestía un uniforme de mantenimiento con manchas de grasa, barba mal rasurada, y colgando del cuello llevaba un gafete que decía el nombre de una empresa. Probablemente, iba rumbo a su trabajo en alguna fábrica cercana, pero quiso pasar antes por su café. Su postura era desafiante, pero en el fondo… parecía más frustración que otra cosa.

El otro…

El otro era totalmente lo opuesto.

Un hombre más joven, tal vez unos tres o cuatro años más. Llevaba un traje negro perfectamente ajustado, de esos que se notan caros por cómo caen en el cuerpo. En sus muñecas brillaban unos gemelos discretos y elegantes, y un reloj costoso que reconocí de inmediato. Mi padre tenía uno idéntico.

Sus puños estaban cerrados, tensos, como si estuviera listo para romper algo… o a alguien. Tenía la mandíbula marcada, angulosa, los labios apretados y una sombra de barba que apenas le marcaba el contorno del rostro. Su cabello, castaño oscuro, estaba peinado hacia atrás con un estilo casual pero claramente pensado. Tenía una presencia imponente, de esas que hacen que el ambiente cambie apenas entra en una habitación.

Y su mirada…

Una mirada profunda, intensa. Como si pudiera atravesarte el alma. Había algo en él, un aura de bad boy, pero en refinado. Como si tuviera el poder de hacerte arder con una sola palabra… y después dejarte helada.

Era infinitamente más guapo que Henry Cavill, pero no solo por sus facciones, sino por el peligro elegante que emanaba.

El hombre del uniforme dio un paso al frente, listo para soltar el primer golpe.

Y no sé por qué lo hice.

Tal vez porque había tenido un buen día.

O tal vez porque simplemente… me molestaba ver a dos adultos peleando por ese tipo de tonterías.

—¡Ya, por favor! ¡Dejen de pelear como dos niños! —grité.

Ambos voltearon al mismo tiempo.

Y entonces me arrepentí… un poco.

El tipo del uniforme me escaneó de arriba abajo con una mirada descarada. Por poco sentí que me arrancaba la ropa con los ojos.

Pero yo no lo estaba mirando a él.

Mi atención estaba clavada en el otro.

El del traje.

El que no había dicho nada aún, pero cuya mirada me tenía atrapada como si no existiera nada más.

Él no me devoraba con los ojos.

Él me analizaba. Me leía.

Como si se preguntara de dónde había salido y por qué me había atrevido a intervenir.

Sus labios se curvaron apenas… ni siquiera una sonrisa. Más bien una mueca curiosa.

El hombre del uniforme alzó la voz, enojado pero sin perder esa actitud de macho frustrado:

—Yo iba a estacionarme ahí —dijo señalando el espacio donde el auto de lujo aún brillaba como recién lavado—. ¡Pero este riquillo creyéndose dueño del mundo se me adelantó como si el lugar fuera suyo!

El tipo del traje soltó una risa seca, burlona, y se cruzó de brazos con arrogancia.

—No tengo la culpa de que seas tan lento —respondió con desprecio, como si esa frase le diera una medalla.

Y de nuevo el otro dio un paso hacia él, con el rostro encendido y el puño a punto de lanzarse al aire. Todo indicaba que esta vez no habría quien lo detuviera.

Me adelanté un paso sin pensarlo.

—¡Oye! No tienen por qué pelear por eso… —dije firme, segura de que debía evitar el desastre antes de que volaran dientes o llantas.

Ambos me miraron, pero me dirigí al de mantenimiento.

—Te invito un café… si dejas al riquillo en paz.

Él levantó las cejas, sorprendido. Luego sonrió divertido y una expresión de niño travieso.

—¿Con una dona? —preguntó, inclinando la cabeza.

Rodé los ojos, sin poder evitar sonreír con resignación. ¿En qué momento me metí en esto?

—Sí, con una dona —respondí.

Él rio satisfecho y miró al otro con una carcajada provocadora.

—De lo que te salvó la chica bonita —dijo mientras subía a su camioneta, orgulloso como si hubiera ganado una batalla sin pelear.

Se estacionó unos metros más allá, donde otro vehículo acababa de dejar libre un lugar. Las personas que se habían congregado a su alrededor comenzaron a aplaudir entre risas. Algunos lanzaron vítores y se dispersaron, felices de que el drama hubiera terminado sin violencia.

Yo respiré hondo, mirando mi reloj. Todavía tenía tiempo. Sonreí. Tal vez esa sería mi buena acción del día… y mi excusa para tomarme ese capuchino doble que tanto ansiaba.

Me di la vuelta para dirigirme al café, justo cuando el hombre de la camioneta me hizo una seña con la cabeza desde la entrada, indicándome que me esperaba adentro.

Fue entonces cuando esa voz profunda, segura y peligrosamente cercana se deslizó hasta mi oído, haciéndome estremecer.

—¿Y para mí no habrá café?

Giré sobre mis talones y ahí estaba él.

Tan imponente como antes.

Apenas a unos pasos.

Esa mirada intensa, clavada en la mía como si quisiera leerme cada pensamiento.

Por un segundo me perdí en el color oscuro de sus ojos, en el contraste de su piel clara y el cabello perfectamente peinado, pero luego reaccioné. Volví a poner los pies en la tierra, y fruncí el ceño.

—Ya te hice un favor quitándotelo de encima. No tienes que ir por la vida siendo tan pedante… te haría bien ser un poco más amable.

Él apretó la mandíbula. Un tic nervioso se le marcó justo en la sien. Luego dijo con frialdad, como si lo que acababa de pasar no tuviera importancia:

—Tengo una reunión importante. No tengo tiempo para lecciones de moral.

—Yo también tengo una reunión importante, —repliqué— y no por eso ando robando lugares de estacionamiento.

Él sonrió con desdén, apenas un gesto de labios.

—¡Mujeres! —murmuró con fastidio, girando el rostro.

Lo miré un segundo más, sabiendo que había querido provocarme.

Pero no lo lograría.

Di media vuelta y caminé decidida hacia la cafetería, repitiéndome que no tenía tiempo para egos de traje costoso.

Aunque una parte de mí… todavía sentía su mirada clavada en la espalda.

Subí a mi auto con el café humeante en una mano y el corazón aun latiéndome con fuerza. Ese encuentro había sido una locura, pero lo importante era que seguía a tiempo.

Justo cuando cerré la puerta del auto, recordé que olvidé tirar el ticket en la basura.

Abrí por costumbre aquel papel doblado.

Pero no. No era el ticket.

Tenía un número escrito a mano y justo debajo, una firma improvisada:

“Gerardo. Llámame.”

Rodé los ojos.

¿En serio?

Saqué una risa incrédula mientras dejaba el vaso en el portavasos y encendía el motor. El papel seguía entre mis dedos, como si esperara una respuesta.

—Ni lo sueñes, Gerardo —murmuré para mí misma —no eres mi tipo.

Miré por el espejo retrovisor, me incorporé al tráfico con calma y cuando pasé frente al contenedor de basura más cercano, bajé la ventanilla. El papelito voló con gracia por la carretera hasta que desapareció de mi vista.

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