Capítulo 6 Coincidencias del destino
Ernesto Duarte
Abrí la puerta de la oficina de mi padre a las ocho en punto. Puntual como siempre, aunque tuve que dejar mi café en la oficina porque no alcance a tomarlo.
Él ya estaba ahí, recargado en su silla de respaldo alto, con los brazos cruzados y la expresión de quien lleva rato esperando. Pero lo que me incomodó no fue eso.
Fue mi hermano Erik. Estaba ahí también.
Sentado justo frente al escritorio, tan cómodo como siempre, como si todo le perteneciera por derecho divino. Fruncí el ceño. ¿Qué demonios hacía aquí?
Mi padre alzó la barbilla, señalando la silla libre junto a mi “hermanito”.
—Siéntate, Ernesto.
Ignoré la silla por un segundo, mis ojos fijos en Erik con una punzada de disgusto.
—¿No se suponía que íbamos a hablar tú y yo? ¿Negociar mi renuncia? —espeté con los dientes apretados, dirigiéndome a mi padre sin ocultar el tono de reproche.
Erik giró hacia mí, claramente sorprendido.
—¿Vas a renunciar? ¿Por qué? —preguntó con el ceño fruncido—. DC es una empresa familiar, hermano. No nos puedes abandonar así.
Solté una risa seca, sin humor, antes de replicar.
—Mírame bien, Erik. Vas a ver cómo renuncio. Y si no me aceptan la renuncia, simplemente voy a dejar de presentarme. Al final de cuentas, la mayor parte de las acciones son tuyas. No necesito pedir permiso para irme.
El ambiente se tensó como si el aire se volviera más denso.
Erik chasqueó la lengua con molestia, poniéndose de pie de golpe. Su silla crujió detrás de él.
—Si vas a estar en ese plan, mejor me voy. No me gusta pelear contigo, y menos por esto. Ya sabes que yo no pedí ser el heredero de los Cázares. Yo estoy feliz con el puesto que tengo ahora, trabajando en lo que me gusta, sin querer más de lo necesario.
Me puse de pie también, ya llevaba los nervios de punta desde el encuentro con el tipo del café, y ahora tenía que soportar el tono conciliador de Erik como si fuera un mártir.
—Claro. Muy cómodo, ¿no? Porque si fueras el director de DC, ya la hubieras llevado directo a la quiebra. —le solté, sarcástico, con esa amargura que se me clavaba como espinas en la garganta.
Vi cómo su mandíbula se tensaba. Su mirada me fulminó.
Y en ese momento, la voz de mi padre retumbó como un trueno.
—¡Siéntense los dos! —ordenó con autoridad, golpeando suavemente la mesa con la palma abierta—. Aquí no se va a convertir esto en una pelea de egos, ni en un campo de batalla. Ya basta.
Erik y yo intercambiamos una última mirada cargada de orgullo antes de tomar asiento otra vez. Yo crucé los brazos, él apoyó los codos en las rodillas.
Mi padre se quedó en silencio unos segundos, observándonos como si estuviera decidiendo si hablarnos como empresario… o como padre.
Finalmente, habló.
—Los reuní aquí porque tengo que hacerles saber una decisión. —Sus palabras cayeron como una piedra en el silencio.
Erik y yo lo miramos con atención, pero yo… con escepticismo. Mi cuerpo seguía tenso, los músculos contraídos por todo lo que me carcomía por dentro desde temprano.
—He trabajado en esta empresa veinticinco años —continuó—. Desde que su abuelo Ernesto me la cedió con la promesa de que algún día se las entregaría a ustedes.
Me crucé de brazos, anticipando la lección.
—Él pensó… al igual que yo, muy inocentemente, que crecerían como los mejores hermanos. Apoyándose. Defendiéndose.
Pero la realidad es que… ¡Ya me tienen harto!
Su voz subió de tono.
Erik se enderezó en su silla.
Yo me limité a apretar los dientes.
—Estoy cansado de verlos actuar como si esto fuera una maldita competencia. Tú, Ernesto —dijo mirándome directamente—, siempre reclamándole a Erik por tener la vida resuelta, como si él fuera el enemigo. Y tú, Erik —se giró hacia él—, intentando convencer a tu hermano de cambiar su forma de pensar, como si no supieras que es como yo, cabeza dura, terco como una mula.
Yo desvié la mirada. Me dolía reconocerme en lo que decía.
Pero no lo admitiría.
—Sé que debimos haber hecho más por ti, Ernesto —dijo con un suspiro pesado—. Sé cómo te sientes, porque yo también me sentí así durante muchos años. Siempre con rabia en el pecho, sin saber hacia dónde dirigirla… Y aún hoy, a mis años, me cuesta mantener la calma. Pero si no te dejas ayudar, hijo… ¿Cómo se supone que lo hagamos?
Tragué saliva. Una parte de mí se sentía expuesta.
—Yo no necesito ayuda. Estoy bien.
—Estás bien amargado —murmuró Erik con una sonrisa burlona.
Lo fulminé con la mirada, pero fue mi padre quien alzó la voz.
—¡Erik!
—Perdón, papá —dijo bajando la cabeza, aunque no sin dejar ver una pequeña sonrisa torcida.
Mi padre se puso de pie, empujando levemente la silla.
—Tú no vas a renunciar, Ernesto. Soy yo quien se va a retirar.
Mi corazón se detuvo un segundo. ¿Retirarse?
—Estoy cansado. Solo quiero disfrutar de mi familia, de tu madre, de los años que me quedan en paz. He trabajado por años… y si esta empresa es lo que los está separando, pues que se vaya a la mierda si se tiene que ir.
Erik y yo intercambiamos una mirada, perplejos.
—A partir de hoy —continuó—, Erik tomas el puesto como Director General de la empresa y accionista mayoritario. Y tú, Ernesto, te quedas como accionista minoritario y tomas el cargo de Director de Operaciones, tendrás el 30 % mientras que Erik tendrá el 70 %.
Erik se descompuso al instante.
Yo me quedé helado.
—¿Pero papá…? —murmuró Erik con los ojos bien abiertos.
Papá levantó una mano para detenerlo.
—Tendrán seis meses. Seis meses para trabajar estos puestos. Más les vale que lo hagan bien. Porque si no, todos nos vamos a la quiebra y nuestros empleados y mano de obra junto con sus familias serán quien paguen las consecuencias de sus decisiones.
Sus palabras fueron como un martillo sobre la mesa.
—En seis meses —añadió— decidirán si seguir trabajando juntos… o si uno le vende al otro sus acciones. Así de claro.
Erik se puso de pie.
—Si es por las acciones… yo se las cedo a Ernesto, no me importa.
Pero me incorporé también, ya con el ego ardiendo.
—¿Y dejar que te gane tan fácil? —repliqué con una sonrisa retadora—. Bienvenido, nuevo Director General. Tengo ansias de ver qué decisiones tomarás. Espero que no hundas el barco en la primera semana.
Erik me sostuvo la mirada con firmeza.
Y por primera vez en mucho tiempo, no hubo burla, ni sarcasmo. Solo determinación.
Papá suspiró y caminó hacia la ventana, dándonos la espalda. Yo sabía que él esperaba que esto nos uniera.
El silencio se rompió de golpe con el sonido del teléfono de Erik.
Él lo miró, frunciendo el ceño al abrir el mensaje. El video comenzó a reproducirse y en cuestión de segundos su rostro se desfiguró con una mezcla de sorpresa y algo muy parecido a vergüenza ajena.
—Te grabaron. —dijo secamente, tendiéndome el móvil—. Peleando en el estacionamiento de un Starbucks. ¿Se puede saber qué te pasa?
Me llevé las manos a los bolsillos del pantalón con calma, aunque por dentro me ardía el estómago.
—Un imbécil se atravesó en mi camino. —dije, haciendo una mueca—. Yo no lo busqué.
Papá le quitó el móvil a Erik sin pedir permiso. Observó el video en silencio. Lo vi apretar la mandíbula apenas terminó de verlo. Cerró el teléfono con un suspiro y lo dejó sobre su escritorio con un golpe seco.
—Espero que lo arregles. —dijo con voz baja, pero firme. Ni siquiera alzó la mirada. Caminó hacia la puerta con esa forma suya de dar por terminado un tema aunque el mundo se estuviera incendiando.
Antes de girar el picaporte, se volvió hacia mí.
—Por cierto, Ernesto. Ya encontré reemplazo para tu asistente. —Lo miré con una ceja alzada.. —Es una joven muy responsable, eficiente. Estoy seguro de que puede con el trabajo fácilmente.
—¿Una recomendada más? —pregunté con tono ácido.
Él sonrió.
—Es la hija de mi amiga Christa, de Montenegro. Tal vez no la recuerdan, pero solíamos verlos cuando ustedes eran chicos, antes de que dejáramos de ir. Se llama Sara.
Erik y yo nos miramos. Me encogí de hombros. No tenía idea de quién era. Montenegro era un recuerdo borroso de infancia.
—Solo te aclaro algo, papá. —le advertí mientras me cruzaba de brazos—. Que sea hija de tus amigos del pueblo no significa que vaya a tener trato especial… ni que yo vaya a ser más amable con ella.
Papá me miró con una sonrisa cargada de ironía.
—No esperaba menos de ti. —musitó con sarcasmo—. Pero estoy seguro de que podrán... llevarse bien.
Giró el picaporte y habló con su secretaria.
—Haz pasar a la señorita Sara Sandoval, por favor.
Escuchamos el clic de unos tacones en el pasillo. El eco se acercaba lentamente, firme, como un metrónomo elegante marcando el ritmo en cada segundo..
Y entonces, entró.
Mi cuerpo se tensó al instante.
Era ella.
La chica del café. La del estacionamiento. La que intentó darme lecciones de moral con su voz dulce y firme.
Ella se detuvo al verme. Y por su mirada, supe que también me reconoció.
Hubo un segundo eterno en que solo nos miramos.
Yo esbocé una sonrisa ladeada, con esa mueca irónica que usaba cuando las cosas comenzaban a ponerse interesantes.
Qué giro tan inesperado. Esto… pensé con sorna, va a ser divertido. Muy divertido.
Y por supuesto…
Iba a hacerle tragar cada una de sus palabras.
