Cap. 1: Encrucijada.

Fabio Leone no estaba hecho para perder. Mucho menos cuando lo único que aún tenía sentido pendía de un hilo llamado sistema judicial.

La carpeta del tribunal descansaba sobre su escritorio como un insulto disfrazado de burocracia. Palabras frías, frases sin alma: “idoneidad emocional”, “estructura familiar deficiente”, “ambiente inestable”. Mentiras disfrazadas de evaluaciones técnicas.

Cerró los ojos. Pensó en Alessia.

Su sobrina de seis años, con mutismo selectivo desde la muerte de su padre, Luca. Tenía unos ojos grandes y claros que lo seguían en silencio, como si aún temiera que también él desapareciera de su vida.

Y ahora, como si no fuera suficiente castigo, querían arrancársela a él también.

El vaso de whisky voló contra la pared. El estruendo de los cristales le dio dos segundos de paz. Luego, solo quedó el vacío.

Caminó hasta el portarretratos. La última foto con su hermano. Ambos sonriendo como idiotas. Fingiendo que todo estaba bien. Alessia en brazos de Luca. Él al margen, sin imaginar que esa niña terminaría aferrada a su pierna en un funeral solitario, temblando, susurrándole sin voz que no la dejara.

Y no lo haría.

Aunque el mundo no lo creyera capaz de ser hogar para nadie. Aunque su propio concepto de familia estuviera roto desde niño.

Su madre los abandonó por irse con su amante. Su padre se desmoronó frente a sus ojos. Y cuando creyó haber encontrado algo parecido al amor… su novia se acostó con su mejor amigo.

Desde entonces, el amor era un mito que no figuraba en su diccionario.

Pero Alessia… ella no tenía la culpa de su pasado ni de sus heridas. Y si para protegerla tenía que construir una mentira perfecta, lo haría.

Así que canceló sus juntas por ese día y fue directo a casa, necesitaba ver a Alessia. Fabio abrió la puerta sin soltar el maletín, ni la bolsa que traía en la otra mano. La enfermera le dio la bienvenida con una leve inclinación de cabeza.

—No ha comido mucho hoy. Tampoco ha querido hablar —informó con suavidad.

—Gracias, Clara. Yo me encargo.

Cruzó el pasillo en silencio. El murmullo de la televisión encendida llenaba la sala con voces ajenas. En la alfombra, Alessia estaba sentada con las piernas cruzadas, abrazando su muñeco de trapo como si fuera su salvavidas.

Fabio dejó el maletín a un lado y se arrodilló frente a ella.

—Hola, pequeña —dijo, con una sonrisa rota.

Ella no respondió. No levantó la vista. Pero tampoco se alejó.

Sacó de la bolsa un conejo azul de felpa, idéntico al que ella había perdido semanas atrás.

—Mira lo que encontré. Azul, como te gusta.

Alessia parpadeó. Su mano pequeña se movió apenas, como una hoja en el viento, y tocó la de él. No hubo palabras. Solo contacto. Y eso, para Fabio, ya era una victoria.

La acarició con ternura. La niña apretó su muñeco con más fuerza.

Desde la puerta, Clara los observaba en silencio, con una sonrisa melancólica.

Fabio se levantó con lentitud. Fue hasta el ventanal. Afuera, la ciudad dormía bajo una lluvia lenta. Una lluvia que parecía durar años.

Sabía que el plazo legal se agotaba. Que los abuelos maternos de Alessia no iban a rendirse. Que la jueza necesitaba ver algo más que afecto.

Necesitaba una familia. Una mentira perfecta. Volvió a mirar a Alessia.

—Lo haré, pequeña —susurró—. Aunque me quede solo en el infierno después,  te juro que lo haré.


Al otro lado de la ciudad, Alma Márquez se secaba las lágrimas con el dorso de la mano mientras removía una olla que hervía tanto como su estómago vacío. El aceite saltaba con rabia, la cocina olía a grasa vieja, y cada músculo de su cuerpo dolía desde los tobillos hasta la nuca.

—¡Más rápido, carajo! —bramó el chef desde el fondo, escupiendo órdenes como si le pagaran por humillar.

—Sí, chef —susurró Alma sin levantar la vista.

Un camarero pasó corriendo y la empujó sin querer. La bandeja cayó. El arroz se desparramó. El pollo rebotó contra el suelo. El grito del chef rompió el ambiente como un látigo.

—¡¿Eres estúpida o qué?!

No respondió. No podía. Si lo hacía, perdería ese maldito trabajo  y con él, la única protección que le quedaba. Trabajar escondida en ese lugar de ilegal.

Un cliente borracho silbó desde una mesa.

—Con ese uniforme tan apretadito, deberías estar en mi regazo, no sirviendo arroz —se burló con carcajada babosa.

Ella lo ignoró. Se agachó a limpiar los restos mientras la rabia le arañaba las costillas y el miedo le paralizaba los dedos.

—Alma. ¡A mi oficina!

La voz. Esa voz.

No necesitó girarse. Sabía que él estaba allí. Esteban.

Caminó hasta su oficina sin decir palabra. Él cerró la puerta. Echó el seguro. Se apoyó en el escritorio con esa sonrisa suya de depredador que cree tener el mundo bajo control.

—¿Ya pensaste lo que hablamos?

—No robé nada. No soy una ladrona —repitió Alma, bajito. Como si todavía tuviera derecho a defenderse.

—No me importa. Los videos dicen lo contrario. Y yo puedo hacerlos llegar a migración… o podemos arreglarnos entre nosotros. Como adultos. Una noche. Solo una —le rozó el brazo con los dedos. Una caricia que dolía más que una bofetada.

Ella tragó bilis.

—Prefiero la cárcel.

Esteban soltó una tétrica carcajada.

—Tres días, Alma. Después, no podré ayudarte —murmuró él, como si de verdad creyera que le estaba haciendo un favor.

Alma salió corriendo. Atravesó la cocina como un fantasma, esquivó las miradas ajenas, empujó la puerta del baño y se encerró. Abrió la llave del lavamanos. El agua caía, pero no limpiaba nada. Ni sus manos. Ni su alma.

Se miró en el espejo. Tenía ojeras profundas, el cabello sin vida, los labios partidos. No era la chica que había llegado a Liorenza llena de ilusiones. No… ya no.

La habían engañado.

Le ofrecieron una beca para estudiar arte en la prestigiosa Academia Fiorentti. Parecía un sueño. Salió de su país con la mochila llena de pinceles y esperanza. Pero al llegar, todo fue mentira.

La beca no existía. La dirección era falsa. Los hombres que la “recibieron” le arrebataron los papeles y la retuvieron. Logró escapar en una redada policial, sin nombre, sin documentos, sin nadie que la creyera. Desde entonces sobrevivía en silencio. En la sombra.

Abrió su taquilla. Sacó una servilleta arrugada. Escondió dentro un puñado de arroz frío. Su cena. Su vergüenza. Su realidad.

Se puso la chaqueta rota. El mundo la esperaba con los colmillos afilados. Salió a la noche húmeda.

Llovía. Otra vez. Siempre llovía cuando más le dolía el alma.

Y mientras caminaba bajo la lluvia, con el alma hecha jirones y los bolsillos vacíos, una idea empezó a germinar entre la rabia y el miedo.

No podía seguir así. No una noche más.

Porque si nadie venía a salvarla…entonces iba a salvarse sola. Aunque tuviera que cruzar una línea de la que no pudiera volver.

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