Cap. 2: Entre la espada y la pared.
Fabio observó a Alessia desde la puerta del salón. La pequeña dormía sobre la alfombra, abrazada al muñeco azul que él le entregó. Sus párpados temblaban como si soñara con fantasmas. O con el accidente que le robó las palabras.
Apoyó la frente contra el marco de la puerta, sintiendo el peso del mundo sobre los hombros. El mismo mundo que ahora amenazaba con quitársela. A él. Que la había cuidado desde el día en que Luca fue enterrado bajo la lluvia, y una manita temblorosa se aferró a su pantalón como única ancla.
Sacó el móvil. Dudó. Luego, marcó.
—¿Sí? —contestó Andrea, su asistente, con esa voz impecable que nunca temblaba.
—Necesito que consigas a alguien.
—¿Alguien?
—Una mujer.
Andrea guardó silencio. Fabio podía imaginar la expresión de escepticismo al otro lado de la línea.
—¿Qué clase de mujer?
—Que parezca mi pareja. Elegante, presentable. Que sepa actuar…
El silencio fue más largo esta vez.
—Fabio… ¿vas a inventarte una prometida? ¿Para qué?
Él cerró los ojos.
—No es invento. Es una estrategia, necesaria para conservar a Alessia a mi lado.
—¿Y qué sigue? ¿Un álbum familiar falso? ¿Un romance de telenovela? —su tono era sarcástico, casi dolido—. ¿De verdad piensas que una farsa es lo mejor para Alessia?
—No te pedí tu opinión, Andrea —espetó, frío—. Te pedí una solución.
Al otro lado, ella exhaló, resignada.
—Está bien. ¿Algún requisito especial?
—Solo uno. Que no se enamore.
Colgó sin esperar respuesta.
El eco de su voz pareció quedar flotando en la sala, como una sentencia.
Luego, miró a Alessia una vez más.
Por ella mentiría, manipularía y arriesgaría todo.
El cuarto era un rectángulo húmedo, con las paredes descascaradas y dos camas angostas.
—¿Otra vez con esa cara de funeral? —preguntó la chica recostada de lado, mientras se quitaba las pestañas postizas con gesto cansado.
Era Paris. Su compañera de cuarto, amiga improvisada en tierra ajena, bailarina de un club nocturno donde los billetes se metían más rápido en los escotes que en los bolsillos.
—Ese viejo asqueroso de Esteban —murmuró Alma, sentándose al borde de la cama—. Me dio tres días. Tres. Para pagarle un dinero que yo no robé.
Paris se incorporó de golpe.
—¿Otra vez con esa mierd@? ¿Por qué no vas a la policía?
Alma soltó una risa amarga.
—¿Y qué les digo? ¿Hola, soy una ilegal sin papeles, víctima de chantaje y sin pruebas físicas? Me deportan antes de que termine la frase.
—Bueno, entonces otra opción —dijo Paris, levantando el dedo índice como si diera una clase de supervivencia—. Lo dr0gas. Que se duerma, y cuando despierte, le haces creer que se acostó contigo. Le dices que ya pagaste tu deuda... con intereses.
Alma la miró con los ojos abiertos de par en par.
—¿Estás enferma?
—Solo práctica. ¿Qué prefieres? ¿Ser su juguete despierta o su fantasía inconsciente?
—¡Ninguna!
—Pues entonces vuélvete invisible, nena. Porque ese cabrón no va a parar hasta tenerte. —Paris se levantó y caminó descalza hasta su bolso de lentejuelas—. Si yo fuera tú, ya estaría haciendo maleta.
Alma bajó la mirada. No tenía maleta. Ni adónde ir.
—No quiero escapar otra vez —susurró—. Solo quiero vivir tranquila.
Paris resopló, sacó un paquete de chicles y le lanzó uno.
—Tranquila y sin papeles en este país es como querer volar sin alas.
Fabio Leone no recordaba haber sido tan exigente con una mujer. Pero esta vez no se trataba de deseo, sino de algo más importante: su sobrina.
—Tiene tres maestrías y habla cinco idiomas —dijo Andrea, señalando la pantalla con gesto profesional.
—Demasiado preparada —respondió él, seco.
Las imágenes desfilaban frente a sus ojos como maniquíes de catálogo. Labios idénticos. Cuerpos retocados. Miradas vacías.
Andrea suspiró, pero pasó a la siguiente sin protestar.
—Esta tiene un hijo. Tal vez eso le dé más credibilidad al papel. Además, se ve maternal.
—No necesito una madre —gruñó Fabio—. Quiero una mujer que sepa actuar. Que no huela a mentira.
Tres días habían pasado desde que decidió montar la farsa perfecta para enfrentar al sistema. Tres días de entrevistas, de perfiles, de filtros absurdos.
Y noches sin pegar un ojo, mo por el plan: por Alessia.
Ese día, la terapeuta que asistía en casa había sido clara: la niña seguía sin hablar, evitaba el contacto visual, y se negaba a salir del cuarto si él no estaba cerca. Había dibujado casas vacías y un hombre sin rostro.
No le dijo nada a la terapeuta. Pero por dentro ardía. No era ese hombre sin rostro. No quería serlo.
Andrea interrumpió sus pensamientos.
—¿Qué hay de esta? —preguntó, mostrando una rubia de labios rojos y vestido ajustado—. Tiene experiencia en teatro. Ha fingido matrimonios para influencers. Profesional y discreta.
Fabio miró la imagen.
Demasiado perfecta. Demasiado calculada. Demasiado parecida a Valentina.
Sintió una punzada en el pecho. No por nostalgia, sino por asco. Recordó sus promesas vacías y la manera en que lo había traicionado con su socio.
—No —escupió.
Andrea cerró la laptop con un chasquido resignado.
—¿Qué estás buscando exactamente?
Él se llevó las manos a la nuca. Cerró los ojos por un instante.
—No lo sé —admitió—. Pero cuando la vea… voy a saberlo.
Andrea no dijo nada. Solo asintió, como quien ya entiende que deberá buscar en el fondo del pantano algo que aún no sabe cómo luce.
Y él… seguiría esperando esa mirada. Una que no supiera mentir.
Una que no lo mirara con lástima ni con cálculo. Una que pudiera engañar al sistema.
Esa noche, en la cocina del restaurante, el infierno llevaba delantal. Habían pasado los tres m@lditos días de prórroga.
Alma tenía el cabello recogido en un moño torcido, las manos cubiertas de grasa y el estómago vacío desde el mediodía. El calor del fogón le chamuscaba la piel. Los gritos del chef tronaban como látigos.
—¡¡Esa salsa está cortada, idiota!! ¡Repite el plato!
El cucharón voló por el aire y se estrelló a escasos centímetros de sus pies. Alma no dijo nada. Agachó la cabeza, recogió el desastre y volvió a empezar. Si respondía, la echaban. Y si la echaban… Esteban de todos modos la buscaría, tenía los medios para hacerlo, sabía donde ella vivía, la noche anterior lo vio merodeando los alrededores.
Diez minutos después, un camarero tropezó con ella al salir con prisa.
—¡¿No ves por dónde vas, tarada?! —le gritó delante de todos.
Un cliente en la barra soltó una carcajada al verla en el suelo.
—¿Está en la carta tirarse encima del camarero o es parte del show?
Otro le silbó.
—Yo sí te daría una propina, muñeca, pero tendría que ser con mi lengua.
Alma tragó el insulto y el ardor. Se puso de pie, con la cara enrojecida y los ojos vidriosos. El chef ni se inmutó. Nadie dijo nada.
Esa noche, la humillación tenía público y aplausos.
Cuando por fin acabó su turno, fue al vestidor por su chaqueta. Al abrir una nota doblada cayó al suelo. Temblorosa, la recogió.
“Te espero afuera. Si no vienes, ya sabes lo que va a pasar.”
























