Cap. 3: Encuentro inesperado.
Alma negó con la cabeza. Dio un paso atrás.
—¿De verdad vas a seguir haciéndote la digna? No tienes papeles, Alma. No existes. ¿Vas a ir a la policía? ¿A contar que el dueño del restaurante quiso follarte a cambio de no denunciarte?
Salió del auto.
Se acercó despacio, como quien ya sabe que va a ganar. Ella retrocedió otro paso, pero el muro estaba detrás.
Esteban la acorraló. Le levantó el mentón con los dedos, con esa repulsiva familiaridad.
—Podrías hacerlo fácil, ¿sabes? Yo sé que te gusto… Aunque finjas.
Y sin darle espacio, la besó a la fuerza.
Un beso asqueroso, invasivo. Ella forcejeó, lo empujó, intentó gritar.
Esteban la sujetó por la cintura y la apretó contra él. Su mano bajó sin pudor, y de un tirón le rasgó la blusa. Los botones saltaron como proyectiles, dejando su pecho parcialmente expuesto al aire helado del callejón.
—¡Déjame! ¡Bastardo! —gritó Alma, con la voz desgarrada por el miedo.
Él le agarró ambas muñecas con una sola mano, como si fuera una marioneta de trapo. La otra mano alzó su falda sin disimulo.
—Un solo grito —susurró con la voz ebria, pegada a su oído— y te deportan esta misma semana.
Ella escupió, trató de patearlo, pero él le dio una bofetada seca, brutal, que la lanzó contra el suelo.
El golpe la aturdió. Cayó de costado, con la cabeza zumbando y la piel arañada por el asfalto.
Esteban se inclinó sobre ella. Sus rodillas le aprisionaban los muslos. Estaba jadeando, sudando, con los ojos inyectados.
—Vas a aprender a obedecer —escupió.
Alma se arrastró, apenas un par de centímetros. Y entonces lo vio.
Un pedazo de vidrio, roto y sucio, junto a una bolsa de basura rasgada.
Lo agarró a ciegas. Esteban no se dio cuenta hasta que fue tarde.
Con un grito salvaje, ella le hundió el filo en el costado.
Esteban chilló como un animal. Se apartó tambaleando, sujetándose el costado que ahora sangraba con rapidez.
—¡Maldit@ perra! ¡Te voy a joder viva! ¡Esto no queda así! —rugió, encorvado por el dolor.
Pero ella ya estaba de pie.
Con la blusa rota, la falda sucia, la sangre corriendo por sus nudillos. Lo miró con una mezcla de rabia y terror. Y luego echó a correr.
Corrió como nunca. Como si el mundo se le viniera encima. Como si la dignidad se le fuera en cada zancada.
—¡Atrapen a esa maldit@ y la traen viva! —gritó Esteban a sus hombres, gruñendo como un animal herido. —¡Va a pagar lo que acaba de hacer!
Ella no esperó a escuchar más. Corrió. Con la blusa rota, los senos casi expuestos, la respiración desbocada, la garganta ardiendo. Corrió como si el infierno le respirara en la nuca.
La noche olía a cloaca y desesperación.
Fabio Leone llevaba más de una hora en el auto, con el motor apagado y la mirada fija en las sombras del barrio. Un amigo de los viejos tiempos le había dicho que allí, entre esas calles húmedas y olvidadas, podía encontrar lo que buscaba: una mujer dispuesta a cualquier cosa por dinero. Sin preguntas. Sin complicaciones.
Pero lo que veía desde el asiento del conductor no era deseo. Era miseria.
A unas cuadras del restaurante, encendió un cigarro que no fumó. Y entonces miró a una mujer que corría, descalza, despeinada, parecía un espectro.
La falda desgarrada ondeaba como un trapo de guerra. La blusa colgaba rota, apenas cubriendo su pecho. El rostro estaba bañado en lágrimas y corría como si huyera del diablo mismo.
Detrás de ella, iban dos hombres.
—¡Deténganla! —gritó uno—. ¡No dejen que se escape!
Fabio agarró el arma con la que siempre viajaba, salió del auto de un salto, su instinto más antiguo despertó. Se colocó el arma en la cintura, pero no la necesitó aún. Corrió hacia ellos.
Los hombres alcanzaron a Alma. Uno la empujó. Ella cayó de rodillas. El otro la agarró del cabello y le cruzó la cara de una bofetada. El eco del golpe se perdió en la humedad de la noche.
Alma cayó al piso con el labio ensangrentado.
—¡Esta perra atacó al patrón! —vociferó uno—. ¡Va a pagar!
—¡Suéltenla! —rugió Fabio desde la esquina, con la voz cargada de autoridad y amenaza.
Los hombres se giraron.
—No te metas, o te irá mal. Esto no es asunto tuyo —amenazó el más corpulento—. Esa mujer es una ladrona y una agresora. Casi mata al dueño de un restaurante por dinero.
Alma, con la cara destrozada, levantó apenas la cabeza.
—Es mentira… —murmuró apenas—. Ayúdeme… por favor…
Fabio desenfundó el arma.
—Última vez. Suéltenla.
El más joven rió, dio un paso hacia él, listo para atacar a Fabio.
¡Bang!
Un disparo retumbó. La bala se incrustó en el suelo, a escasos centímetros de sus pies.
—La próxima entra en el pecho.
Los hombres palidecieron. Retrocedieron como ratas y salieron corriendo, maldiciendo entre dientes.
Fabio bajó el arma y se acercó. El cuerpo de la joven temblaba. Tenía los labios partidos, un ojo inflamado, las muñecas marcadas por los dedos que la habían sujetado. El sostén apenas cubría su pecho, desgarrado junto con la blusa. La piel trigueña estaba cubierta de suciedad y sangre.
Se agachó frente a ella.
—¿Estás bien?
Ella alzó los ojos. Eran marrones, intensos, con una mezcla de espanto y resistencia que lo atravesó como un puñal.
Alma no llegó a responder. Se desmayó en sus brazos.
























