Cap. 4: Rescatando a una desconocida.

Fabio la sostuvo entre los brazos. La llevó hasta su auto, abrió la puerta trasera y la acomodó con cuidado. Luego agarró su abrigo: negro, largo, elegante y la cubrió por completo, ocultando su cuerpo vulnerado de cualquier mirada ajena.

Encendió el motor con las manos aún temblorosas, y sacó su móvil marcó un número.

—¿Fabio? —respondió la voz de Ciro, su abogado y amigo desde hace años—. ¿Dónde estás? ¿Por qué me llamas a esta hora?

—Necesito que me escuches —dijo Fabio, con voz tensa—. Encontré a una mujer… la estaban persiguiendo. Iban a golpearla, o algo peor. No sé quién es, pero está lastimada. Se desmayó.

—¿Y qué hiciste?

—La tengo en el auto. Voy a llevarla al hospital.

Un silencio.

—¿Estás loco? —espetó Ciro—. Si llegas a un hospital con una mujer en ese estado, medio desnuda y golpeada, lo primero que harán será involucrarte. Vas a terminar fichado, Fabio. Y lo sabes. Estás peleando por la custodia de Alessia. ¿Qué crees que va a pensar el juez si esto se filtra?

Fabio apretó la mandíbula. Miró por el retrovisor. Ella seguía inconsciente, con el rostro inclinado hacia un costado, envuelta en su abrigo como un fantasma recién rescatado del infierno.

—¿Y qué quieres que haga? —gruñó—. ¿La dejo tirada como un perro? Esos hombres pueden regresar se veían peligrosos, parece que la chica hizo algo malo, no sé.

—No es tu problema. No la conoces. ¡No puedes cargar con esto!

Fabio bajó la mirada. Su voz salió más baja, pero firme:

—No me pienso involucrar con esa mujer, no después de lo que pasó con Valentina, pero tampoco soy un desalmado para dejarla tirada aquí, no podría vivir con eso en mi conciencia.

Ciro se quedó callado.

Fabio no esperó más. Colgó la llamada y arrojó el móvil al asiento del copiloto.

Aceleró.

No sabía su nombre. No sabía su historia. No sabía si al día siguiente se arrepentiría de todo.

Pero sí de él dependía esa mujer no iba a dormir en la calle. No mientras él tuviera una casa donde protegerla del mundo.

La puerta de la casa se abrió con un golpe seco. Fabio entró con ella en brazos, empapado, el abrigo pegado a la piel de ambos. Las luces tenues del vestíbulo apenas rozaron la silueta frágil que descansaba entre sus brazos.

—¡Señor Leone! —exclamó la enfermera al verlo—. ¿Qué ocurrió?

Era Anna, la mujer de mediana edad que cuidaba de Alessia durante las noches. Su bata azul olía a jabón neutro, y su expresión pasó del desconcierto al instinto profesional en cuestión de segundos.

—Está golpeada —dijo Fabio con la voz seca—. Necesita primeros auxilios… ahora.

Anna no preguntó más. Lo guió al cuarto de huéspedes, ese que nadie había usado desde hacía años. Él dejó a Alma con cuidado sobre la cama. Anna le quitó con delicadeza el abrigo, con una mantita tapó su cuerpo. El sostén aún cubría sus pechos, pero su piel mostraba golpes, raspones y manchas de sangre en su piel.

—Voy a necesitar agua tibia, gasas, antiséptico… y espacio —indicó Anna, con tono firme.

Fabio salió de la habitación sin decir nada. Caminó hasta la cocina, mojó sus manos en el fregadero como si pudiera lavarse la inquietud.

No lo conseguía. No entendía por qué se había involucrado. No era su problema. No era su mundo.

Pero había algo en esa mujer, en esos ojos, en esa manera de no rendirse del todo que no le permitía mirar hacia otro lado.

Volvió veinte minutos después.

Anna lo esperaba en el pasillo. Le hizo un gesto con la cabeza.

—Ya está limpia, he curado las magulladuras, tiene golpes, pero no son de consideración. No tiene heridas, el labio partido, pero nada grave. ¿Qué le pasó a esa chica? ¿Usted la conoce?

Fabio asintió, y cambió de tema, no acostumbraba a dar cuentas de su vida a nadie.

—¿Alessia?

—Dormida. Tranquilo, no debió escuchar nada, sino ya habrá salido asustada. La puerta de su cuarto está cerrada, como siempre.

Él se quedó de pie junto a la puerta del cuarto de huéspedes. No sabía si entrar. No sabía qué decir. Ni por qué estaba haciendo esto.

Pero entonces, del otro lado, escuchó un quejido.

—¡No, no, no me toques…! ¡No!

Entró sin pensarlo.

Encontró a la chica despierta, sentada contra el cabecero, con la manta apretada contra el pecho y los ojos desorbitados.

—¡Aléjate! ¡No me toques! —gritó con la voz quebrada.

Fabio se detuvo en seco. No avanzó. Levantó las manos, mostrando que no tenía intención de acercarse.

—Nadie va a tocarte —dijo, con voz pausada, baja, firme.

Ella lo miró. Respiraba con dificultad, las lágrimas deslizándose sin ruido por sus mejillas.

—¿Dónde estoy? ¿Quién eres tú? —sollozó.

—Estás a salvo. En mi casa —respondió—. Me llamo Fabio Leone. Te salvé esta noche… del callejón.

Alma lo observó, confusa, asustada, como un animal acorralado. Sus pupilas dilatadas recorrían la habitación, buscando salidas, peligros, traiciones.

Fabio no se movió.

—No voy a hacerte daño —agregó—. Tampoco voy a tocarte si no quieres.

Ella tragó saliva. Se encogió más bajo la manta.

—¿Por qué me ayudaste?

Él se tomó un segundo antes de responder. Apretó la mandíbula.

—No lo sé —confesó—. Pero no podía dejarte ahí.

Alma bajó la mirada.

Él no era cálido. No era amable. No tenía las palabras dulces que tal vez ella necesitaba.

Pero en ese momento, su frialdad era lo único que no le mentía.

—Descansa —dijo al fin—. La puerta quedará abierta. Puedes irte cuando quieras… o quedarte hasta que te sientas fuerte.

Y entonces, sin más palabras, dio media vuelta y salió de la habitación, dejando tras de sí una estela de perfume amaderado y el silencio cortante de dos extraños que, por cuestiones del destino habían coincidido en una noche de lluvia en el mismo lugar.

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