Cap. 5: Ya no quiero vivir así.

Alma abrió los ojos con un sobresalto. La oscuridad la envolvía, apenas interrumpida por el golpeteo insistente de la lluvia contra los ventanales. Parpadeó, desorientada. El techo era desconocido. El olor a sábanas limpias, a madera encerada… nada coincidía con lo último que recordaba.

Tragó saliva. El sabor metálico en la boca aún estaba ahí. Intentó moverse. Le dolía todo, el muslo, los brazos. Un ardor bajo la piel le recordó todo. El callejón. Esteban. El forcejeo. El vidrio. La sangre.

Se incorporó a medias, mareada. La habitación era cálida, silenciosa.

« ¿Dónde estaba? ¿Quién era ese hombre que la había llevado ahí?» se preguntó.

Quiso levantarse, pero las piernas no le respondieron. El estómago vacío le rugía. El miedo le apretaba la garganta. No sabía si huir o quedarse, pero afuera llovía a cántaros y no tenía fuerzas ni para abrir la puerta. Cerró los ojos un segundo. El sueño volvió a arrastrarla sin pedir permiso.

Al otro lado de la casa, Fabio cerró suavemente la puerta de la habitación de Alessia. La niña dormía tranquila, abrazada a su peluche favorito. Permaneció un instante en el umbral, asegurándose de que nada perturbara su descanso.

Luego, caminó hacia su propio dormitorio, pero no encendió la luz. Se quedó de pie, en silencio, escuchando la lluvia. El eco de lo ocurrido horas antes todavía le martillaba la cabeza.

«Esa mujer es una ladrona. Hirió al patrón con un vidrio. Quiso robarle»

Las palabras de aquel tipo resonaban como una advertencia.

«¿Y si era verdad? ¿Y si había metido a una delincuente bajo el mismo techo que su sobrina?»

Se pasó la mano por el rostro. No era alguien impulsivo. No lo había sido en años. Pero esta vez… había actuado sin pensar. Por instinto. Por una mujer vulnerable en medio de la oscuridad.

Negó con la cabeza. No era momento para cuestionarse. Ya la había traído. Ya estaba allí. Y por esa noche, al menos, no iba a dejarla sola.

Aunque todavía no supiera por qué demonios lo había hecho.


Alma despertó con la garganta reseca y el cuerpo entumecido. No supo dónde estaba. El murmullo lejano del viento, la lluvia tenue aun golpeando los ventanales… y ese olor. A limpieza no a sangre la calmó por segundos.

Se incorporó despacio. La sábana suave resbaló por su piel. Al bajar la mirada, se dio cuenta de que alguien la había vestido. Llevaba puesta una bata larga, de algodón grueso, con estampados discretos, como los que usaba su abuela.  A los pies de la cama, había unas pantuflas.

Sintió un nudo en la garganta, pero lo tragó. No era el momento de sentir nada.

Se puso de pie. Las piernas aún le temblaban, pero logró sostenerse. Caminó en puntas de pie, con la bata flotando a su alrededor. Abrió la puerta con cuidado. El pasillo estaba vacío. Solo se escuchaba el tic-tac lejano de un reloj de pared y el susurro de la casa viva.

Bajó las escaleras en silencio, deteniéndose en cada peldaño. El lujo del lugar le golpeó como una bofetada: los marcos de los cuadros, los vitrales de colores, la alfombra mullida que amortiguaba sus pasos. Era otro mundo. Un mundo al que nunca había pertenecido.

Al llegar al salón principal, se detuvo. Sobre una mesa lateral, junto a un sillón desordenado con libros infantiles abiertos, había una hoja en blanco y un lápiz. Lo más probable es que una niña lo hubiera dejado ahí.

Sin pensarlo, se sentó. Las manos le temblaban, pero necesitaba escribir.

“Señor, gracias por salvarme. Pero hay personas que ya no tenemos salvación. Que Dios lo bendiga.”

Firmó con su nombre, corto, casi ilegible. Luego se levantó.

Caminó hacia la puerta sin mirar atrás. Nadie la detuvo.

Y cuando la cerró tras de sí, lo hizo con el mismo silencio con el que había llegado.

Las calles aún estaban húmedas por la lluvia de la madrugada. Alma caminaba sin rumbo fijo, con el cuerpo y el alma en ruinas. El frío no la tocaba. La tristeza sí.

Caminó por un bosque lleno de árboles, de silencio, hasta que miró un puente.  Era antiguo, de piedra envejecida, con un río oscuro corriendo bajo sus arcos. El agua golpeaba con fuerza, como si llevara prisa por escapar de algo.

Alma se detuvo.

Ahí, todo volvió como un vendaval. Su padre gritándole que si se iba no regresara. La beca falsa. El miedo, todo se arremolinó a su alrededor.

No tenía a nadie. Ni documentos. Ni casa. Ni siquiera un nombre que pudiera decir con orgullo.

—Estoy cansada… —susurró—, ya no quiero vivir así.

Subió a la baranda. El viento le enredaba el cabello. Cerró los ojos.

Y justo cuando iba a dejarse caer, dos brazos fuertes la agarraron por la cintura y la jalaron con fuerza.

—¡No lo hagas! —La voz de Fabio la estremeció.

Ambos cayeron al suelo. Su cuerpo aterrizó encima del de él. Pecho con pecho. Piernas entrelazadas. Respiración agitada. Todo mezclado.

Los ojos de Alma se abrieron con pánico.

Los de él, con asombro.

Los de ella eran intensos, llenos de dolor… pero vivos, dignos, incluso en la desesperación.

Los de Fabio: Azules, fríos, penetrantes, como el hielo antes de quebrarse.

Ambos se miraron como si el mundo se hubiera detenido justo ahí, en ese segundo absurdo donde la muerte y la vida chocaban.

—Déjeme… —susurró ella, temblando—. Me quiero morir…

Fabio no la soltó. Su voz fue seca, casi cínica.

—¿Por robar? ¿Por herir a tu patrón?

Alma apretó los labios. Las lágrimas ardían en sus ojos.

—Yo no robé nada. No soy una ladrona. Ese hombre… ese hombre quiso abusar de mí. Me defendí.

Él la estudió. La tenía encima. Sentía su calor, su temblor. Y en esa mirada oscura encontró justo lo que había estado buscando.

—Vamos a casa y me cuentas bien lo que ocurrió —dijo, y alzó una ceja—. A menos que prefieras seguir encima mío…

Alma lo miró con los ojos desorbitados. Se dio cuenta de su posición. El calor le subió al rostro como un golpe. Se retiró torpemente, roja como nunca.

—No… ya hizo mucho por mí. No tengo cómo pagarle.

Fabio la observó con dureza.

—Quizás puedas pagarme lo que hice por ti.

Ella lo miró, con el corazón apretado.

—¿Usted también? ¿Va a pedirme sex0 a cambio?

El gesto de él cambió en un segundo. La mandíbula se le tensó. Se levantó de golpe, frío como el acero.

—Yo no necesito acostarme con nadie para sentirme hombre —espetó—. No me interesan las mujeres.

Alma se quedó callada. El rubor seguía en sus mejillas, pero su cabeza giró hacia un lado, con gesto confuso.

Por un instante, solo uno, se preguntó si acaso aquel hombre… ¿será gay?

Fabio bufó.

—Camina. No pienso dejarte aquí para que te partas el cuello en medio de mi propiedad. Aunque lo merezcas.

Y sin decir más, comenzó a andar. Ella, con la dignidad rota y el corazón latiéndole en la garganta, lo siguió.

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