Su prisionero, sus reglas

Alrigo no tenía vergüenza.

Ni una pizca.

Me senté rígidamente en su regazo, mi espalda recta como una vara, con las manos apretadas en puños mientras me sostenía allí como si le perteneciera. Su agarre era firme, posesivo, una declaración silenciosa de que no tenía otra opción más que quedarme exa...

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