Capítulo treinta y dos.

Los guardias me empujaban hacia atrás, negándose a mirar mi desnudez. Sin embargo, levantaron los látigos en sus manos y comenzaron a golpearme en la espalda repetidamente. Cerré los ojos como si eso pudiera apagar el dolor, pero sentí cada golpe del látigo hasta los huesos, aunque me negué a llorar...

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