Capítulo sesenta y dos.

—¡Ah! ¡Su Alteza Imperial! ¡Ahí está!—la voz de Sandra rompió el hechizo.

Mi abuela deslizó el libro que tenía en su regazo bajo las mangas de mi vestido y permitió que Sandra la levantara de la silla.

—¿Estará bien? La encontré llorando—dije, con la voz llena de preocupación.

—Estará bien. Verás...

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