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Capítulo 4

Sentí cómo la sangre se me iba del rostro. El aire se volvió espeso, imposible de respirar. Vincenzo dejó el celular sobre la mesa y me sostuvo la mirada con descaro, como si el mundo no estuviera temblando bajo mis pies.

—¿Estás bien? —Luciana a mi lado, me tocó el brazo con delicadeza—. Te pusiste muy pálida.

Asentí, fingiendo una calma que no tenía, mientras tomaba un sorbo de agua que me ofreció. Pero era inútil. Mi cuerpo ya había entrado en modo alerta.

—Te presento a Micaela —anunció Gabriela con una sonrisa cálida—. Será la institutriz de Sara. Y él es Vincenzo el jefe de la familia Florenci. Tu jefe directo.

Me acerque con torpeza. No podía quedarme ahí. No con él tan cerca. No después de aquella noche, no después de saber quién era en realidad.

—No me siento bien… voy a mi habitación —dije, huyendo sin mirar atrás.

Cerré la puerta de mi cuarto con fuerza. No había deshecho mi maleta. Podía marcharme en ese mismo instante. Pero no sabía a dónde ir. ¿Y si él sospechaba algo de mí? ¿Y si descubría que yo era la prometida del agente que lo perseguía?

Mi mente era un caos. No podía pensar con claridad. Todo lo que quería era desaparecer.

Unos golpes suaves me sacaron del torbellino.

—¿Estás bien, Micaela? ¿Necesitas un médico? —era la voz de Gabriela, sincera, preocupada.

—Solo necesito descansar —mentí. Otra vez esa bola de nieve creciendo sin freno, a punto de arrastrarme por completo.

—Mandaré a Mercedes con una pastilla y algo de agua —respondió con dulzura.

Esperé que pasaran los minutos. Pero cuando abrí la puerta, no era Mercedes.

Era él.

Vincenzo

Entró sin pedir permiso, cerrando la puerta tras de sí.

—Vete —le dije, nerviosa, sin fuerza real en la voz.

No lo hizo.

Me tomó por la cintura y me besó con esa misma intensidad que ya conocía. Y yo... cedí. Porque había algo en su forma de tocarme que me hacía olvidar todo lo que estaba mal. Sus labios bajaron por mi cuello mientras sus dedos desabrochaban los botones de mi blusa.

—Mira como me pones —saco su virilidad del pantalón, allí estaba su polla erecta por mi.

Caminamos hasta la cama. Quería hacerlo, quería perderme con él otra vez. Quería callar mi conciencia por unos minutos y sentirme libre como aquella noche.

Pero entonces, un golpe en la puerta rompió el hechizo. Esta vez sí era Mercedes.

—Traje la pastilla —dijo con su habitual tono cortante.

Corrí a abrirle, todavía descompuesta por dentro. Me miró con desprecio.

—Espero que este tipo de excusas no se vuelvan costumbre.

Le cerré la puerta sin responder.

Toqué mi frente, intentando recuperar la cordura. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué demonios me pasaba?

—Micaela —su voz me llamó desde la cama.

Fui a la maleta y comencé a empacar.

—Renuncio. No voy a permitir que arruines mi carrera por un capricho —le dije, con la voz cargada de rabia.

—¿De qué hablas? Ni siquiera sabía que eras tú. Te he buscado desde ese fin de semana, sin pistas. No tenía forma de encontrarte —su mirada mostraba confusión.

—¿No fue tu plan? ¿Traerme aquí para seguir acostándote conmigo mientras tu esposa cuida de tus hijas? — le cuestione.

Él soltó una carcajada breve, apenas audible.

—¿Estás celosa?

Se acercó para besarme el cuello, pero me alejé.

—No me toques. Quiero irme.

—Gabriela no es mi esposa. Es mi hermanastra. La hija mayor de la segunda esposa de mi padre. Luciana y Sara son mis medias hermanas —explico.

Y aunque no quise admitirlo, sus palabras me aliviaron. Pero eso no cambiaba nada.

—Me alegra por ti. Pero yo estoy comprometida. Esto no puede pasar —le mostré el anillo de Michael.

Vincenzo tomó mi mano, metió el dedo anular en su boca y sacó el anillo. Luego lo lanzó al suelo sin pestañear.

—Ese dedo va a llevar un anillo mío.

—No lo deseo. No quiero volver a acostarme contigo.

Mentía. Todo mi cuerpo gritaba lo contrario. Estaba húmeda, excitada, desesperada.

Él lo notó. Se apartó, frunciendo el ceño. Su erección era visible bajo el pantalón de lino.

—Está bien. Por ahora.

—Para mí, eso fue un error. Enterrado. Y si piensas seguir con esto, renuncio.

Me besó una última vez, como si no pudiera evitarlo, y se marchó.

Me quedé allí. Temblando. Tomé una ducha fría. Pero solo mi mano logró liberarme del deseo ardiente que él había dejado en mí.

Al amanecer…

Gabriela me pidió que comiera con ellos como parte de la familia. Durante el desayuno, Vincenzo acarició mi pierna por debajo de la mesa. Lo detuve con mi mano y le lancé una mirada que decía “ni lo sueñes”.

Mi trabajo era sencillo: cuidar de Sara, atender a Luciana. Aunque no tardé en notar que la situación de ambas era complicada.

Sara tenía dislexia y problemas de concentración. Era un reto, pero se encariñó conmigo rápido.

Luciana, en cambio, quería volar. Tenía dieciséis años y nunca había ido a una escuela normal. Vivía encerrada entre tutores y normas. Y yo la entendía. Su historia se parecía demasiado a la mía.

Quise hablar con Vincenzo para pedirle un favor: una simple salida con las niñas al centro comercial.

Fui a buscarlo, pero me detuve al escuchar una discusión fuerte entre él y Gabriela.

—Tienes que entenderlo. No somos hermanos —decía ella, alterada—. Solo saca esa idea de la cabeza.

—Crecimos juntos. No puedo verte de otra manera —respondió Vincenzo visiblemente tenso.

Miré por una rendija, y el mundo se detuvo.

Gabriela dejó caer su bata, quedando desnuda frente a él.

—¿No me deseas? Hagamos el amor. Después de esto, vas a amarme —susurró, acercándose.

Vincenzo recogió la bata, se la ofreció.

—Vístete. Las niñas podrían verte. ¿Estás loca?

Ella le quitó la prenda de las manos, furiosa.

—¿Es por la estúpida del hotel Royale?

Mi respiración se cortó.

—No sé de qué hablas —murmuró Vincenzo.

—Me lo contaron todo. ¿Crees que no sé cada paso que das? Si descubro quién es esa mujer… la mato.

—Lo que pase en mi vida es asunto mío. Pero si le haces daño… te enfrentarás a mí —le advirtió él, golpeando la mesa.

No aguanté más. Golpeé la puerta para interrumpirlos. Gabriela la abrió con una sonrisa fingida.

—¿Qué necesitas, preciosa?

—Quiero hablar con el señor Vincenzo… sobre las niñas.

—Habla con él. Yo debo atender algo urgente —salió apresurada.

Vincenzo cerró la puerta con seguro. Intentó besarme. Me alejé.

—No tenemos una relación. Deja de hacer eso —le pedí, firme.

—Desde esa noche no dejo de pensarte. Me embrujaste, Micaela

Vi sus ojos apagarse al notar que usaba de nuevo mi anillo de compromiso.

—Escuché toda la discusión. No quiero estar en medio de sus problemas.

—Gabriela está mal. Es mi hermanastra. Confundió el cariño con otra cosa. Pero yo jamás podría verla como mujer. Te juro que voy a cuidarte.

—Vine a hablar de Sara y Luciana. Ellas necesitan salir. Ver el mundo.

Sacó una tarjeta dorada.

—Compra lo que quieras.

Fuimos con las niñas. Luciana estaba eufórica, Sara no paraba de sonreír. En una tienda de zapatos, Luciana chocó con un joven vendedor. Se sonrojó. Yo la ayudé a intercambiar números con él.

—Es la primera vez que me siento feliz en mucho tiempo —me dijo, abrazándome.

—¿Solían salir así con tu mamá?

Luciana bajó la mirada.

—Murió hace años en un accidente, junto con papá. Desde entonces, Vincenzo y Gabriela nos cuidan… cada uno a su manera.

Fui al baño a mojarme la cara, alguien me tapó la boca.

—Soy yo, amor —susurró una voz conocida.

Era Michael

—¿Estás loco? —le empujé, asustada.

—¿Por qué no me dijiste que ibas a trabajar para Vincenzo Florenci?

—¡No lo sabía! —le dije, con el corazón latiendo fuerte.

—Ahora que estás dentro… necesito tu ayuda. Puedes obtener información que nosotros no.

Me tomó las manos. Me miró, desesperado.

—¿Qué dices Micaela? ¿Vas a ayudarme a atraparlo?

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