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Capitulo 7

Tenía el vaso en una mano, mientras me miraba con una sonrisa ladina. La imagen me hizo tragar saliva, mis piernas temblaban solo de imaginarlo dentro de mí. Estaba recostado en el sofá, con el pantalón a medio cerrar, y su mano acariciando con descaro la erección marcada. Me mordí el labio. Su presencia me derretía.

—¿Yo hice eso? —pregunté, con la voz cargada de deseo señalando su ereccion

Él me miró de arriba abajo, y sonrió con ese gesto que siempre me dejaba temblando.

—Te ves provocadora… pero no sé si te lo has ganado.

Tragué saliva, mis ojos bajaron a su entrepierna, donde sus dedos presionaban justo en su enorme polla.

—Quiero sentirte dentro de mí —confesé con descaro, dejándome derrotar por el deseo que se me subía por el cuerpo —. Quiero que me folles como nuestra primera noche.

Me acerqué caminando con las piernas de gelatina, rozando su miembro sobre el pantalón con mis labios, casi sin tocarlo. Él soltó un suspiro cargado de tensión.

—Hazme tuya, por favor —gemí, sintiendo la humedad entre mis muslos—. Mételos… tus dedos, tu boca, lo que quieras… pero hazlo ya.

Él se inclinó, me tomó del mentón y me obligó a mirarlo a los ojos.

—¿Te arrepientes de haberme dejado con las ganas?de torturarme con tu maldito rechazo.

—Sí… me muero por ti. Hazme pagar por cada maldita vez que te rechacé.

Se inclinó, mordió mi cuello con fuerza, dejando una marca, mientras sus dedos se colaban sin esfuerzo bajo mi ropa interior.

Caminamos en medio de besos hasta la cama, no espero mucho para abrir mis piernas, darme besos en mis muslos y en mi centro

—Siii...

Grité al sentirlo dentro de mi con esa firmeza que me volvía loca, me penetraban con movimientos firmes, fuertes y seguros.

Gemí contra su boca, desesperada.

—Estás empapada… como una puta desesperada por su macho —susurró con voz ronca en mi oído.

—Soy tu puta —le dije con descaro, atandolo con mis piernas —. Dámelo todo, no te detengas esta vez.

Justo cuando creí que tendríamos el orgasmo mas fuerte de nuestras vidas, cuando sentí que estaba tan cerca del éxtasis, se detuvo.

Me miró con esa mezcla de fuego y frialdad que solo él sabía, y que me dejaba confundida en el limbo.

—No. Hoy no quiero. No te deseo.

Retrocedió. Como si nada de eso hubiera pasado, me quedé paralizada, estaba tan cerca de venirme ¿Porque me hacía esto?

—¿Te estás vengando? —pregunté, sintiéndome expuesta, pequeña… usada.

—Puede ser —respondió con una sonrisa cruel antes de irse, dejándome con la respiración entrecortada, las piernas temblando y el corazón hecho mierda.

Me envolví en una sábana, sintiéndome vacía. Me odié por necesitarlo así, la frustración de saber que estabas tan cerca de sentir un orgasmo y ser pausada de esa manera cruel.

Minutos después, me puse una bata y fui hasta su habitación, enojada para hacerle el reclamo de su juego,

La puerta estaba entreabierta… y lo que vi me dejó paralizada.

Estaba desnudo, con las piernas abiertas, masturbándose con fuerza. Su mano subía y bajaba frenéticamente por su virilidad dura y brillante. Sus jadeos llenaban la habitación. Pero lo peor… o lo mejor, era lo que tenía frente a él: el video de esa noche, el mismo con el que me celo, en zoom en mi rostro, Gemidos, gritos, mi entrega total.

¿Le gusta verme cogiendo con otro?

Me di la vuelta antes de ver cómo terminaba. Me encerré en el baño, y dejé que el agua helada castigara mi piel ardiente. Estuve a punto de caer de nuevo. Estuve a nada de volver a ser la mujer que él sabe cómo romper… y excitar.

Amaneció...

El amanecer trajo una calma extraña, como si la tormenta de la noche anterior fuera un reflejo de mi alma

Gabriela llegó temprano con las niñas, no sabía cómo mirarlas a la cara, aún avergonzada por mi descaro, me desconoci, nunca me había sentido así, es más nunca había dicho una mala palabra en la intimidad, con Vincenzo era otra.

Nos reunimos en el comedor. Las miradas entre Vincenzo y yo eran imposibles de ignorar, como si cada cruce de ojos gritara lo que intentábamos esconder. Había pasado algo entre nosotros. Algo que removía todo por dentro. No sabía si llamarlo deseo, intensidad o una mezcla que no se puede describir en palabras… pero era fuerte.

Él me pagó con la misma moneda, sí, pero algo cambió esa noche en mi.

Lo que más me inquietaba era no poder controlar lo que sentía.

Gabriela era demasiado territorial con él, lo había dejado claro desde el primer momento, incluso con su actitud pasivo agresiva. Y yo… yo era la intrusa. La desconocida que no debería estar sintiendo nada por él.

Además, estaba Michael. No podía dejar de pensar en su reacción si rompía el compromiso. Aún no tenía respuestas. Solo mil ideas enredadas que me mantenían en vilo.

—¿Quién te hizo eso? ¿Tu novio? —preguntó Gabriela, con los ojos fijos en mi cuello. Sus dedos rozaron con descaro el moretón que Vincenzo me había dejado.

Bajé la mirada, sintiéndome pequeña.

—Sí —murmuré, con timidez. Él estaba allí, cerca. Tan cerca que pudo escuchar mi mentira.

Solo sonrió, como si hubiera dejado su marca.

Los días pasaron lentos, pesados. Vincenzo y yo apenas coincidíamos, y cuando lo hacíamos, el se portaba distante

Esperaba, tonta de mí, que después de demostrarle lo que sentía, se acercara, que buscara una excusa para hablarme, para no soltarme. Pero nada. Su frialdad dolía más que cualquier rechazo.

El día de la fiesta llegó con un ajetreo que me distrajo de mis pensamientos. Toda la casa se movía como un teatro antes del estreno: empleados corriendo, meseros ultimando detalles, los vestidos listos para las niñas.

Las ayudé a prepararse. Gabriela les había comprado vestidos preciosos en su día especial de hermanas. Las peiné con esmero, como si fueran princesas de cuento. Luciana, con su curiosidad brillante, pidió que le enseñara a maquillarse. Fue un momento íntimo, dulce… me hizo recordar cuando Clara me enseñó. Ella tenía ese toque mágico. Y mamá, tan estricta, odiaba que lo hiciera.

Cuando terminé con ellas, subí a cambiarme. Sentí la mirada molesta de Mercedes al verme lista, no como niñera, sino como una invitada más. Me puse el vestido de mamá. Se veía hermoso, elegante, con esa nostalgia pegada a cada costura. Al mirarme al espejo, entendí un poco más por qué le costaba tanto dejar su pasado. Me coloqué el collar que me dió para mi graduación.

Bajé con las niñas al salón. Las miradas se clavaron en mí apenas crucé la puerta. Me sentí expuesta, pero también poderosa. Era incómodo… pero ver a Vincenzo observándome entre la multitud hizo que todo lo demás desapareciera por un segundo.

La celebración comenzó sin mucho protocolo. Gabriela tomó el micrófono, agradeció a los invitados, y junto a las niñas sopló la vela del pastel. Después del brindis, Boris se las llevó al hotel, querían que descansaran seguras. Mercedes fue con ellas.

Yo me quedé en el salón, sin saber bien por qué. Entonces Gabriela se me acercó, acompañada de un hombre mayor. Había algo en él… algo que me resultaba inquietantemente familiar.

—Mucho gusto —dije al extenderle la mano.

—Él es mi papá, Edward Norton —anunció Gabriela, con un brillo de orgullo en los ojos.

El hombre se quedó inmóvil al tomar mi mano, como si hubiera visto un fantasma.

—Te pareces mucho a alguien que c

onocí —murmuró, acariciando mi mano con una delicadeza que me incomodo, los dos sentimos esa conexión.

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