Capítulo 2 — El error del destino (Karl)
La luna no apareció esa noche.
Ni una sola estrella iluminaba el cielo del Reino del Sur. Para Karl, eso era una señal, un mal presagio. El aire se sentía pesado, cargado, como si algo estuviera a punto de romperse en el mundo.
Desde el borde del bosque, observaba el castillo con los binoculares. Sus ojos fríos seguían cada movimiento de los guardias, cada antorcha que se apagaba con el viento. Todo era demasiado silencioso.
Un silencio que no le gustaba.
Vestido completamente de negro, se movía entre las sombras con la precisión de un depredador. No era un noble, ni un emisario, ni un soldado en misión oficial. Era un fantasma. Un arma enviada para observar, no para ser vista.
Sacó el teléfono y tomó unas fotografías del ala este del castillo. Luego marcó un número.
—Acabo de enviarte las imágenes. ¿Cuál de esas entradas me sirve? —preguntó en voz baja.
Del otro lado, su beta, Zac, suspiró con fastidio.
—¡¿Karl?! ¿No prestaste atención al maldito plan?
Karl esbozó una sonrisa torcida.
—El plan era averiguar qué trama el Rey del Sur. Lo demás son adornos. ¿Vas a ayudarme o entro a ciegas?
Silencio. Luego, el zumbido de un nuevo mensaje. En la pantalla aparecieron los planos del castillo y una advertencia final:
“Evita el ala sur. Tercer nivel, entrada lateral este. Oficina del rey. No te mueras.”
Karl soltó una risa seca.
—Sí, claro… eso intento.
Se deslizó entre la maleza hasta llegar al muro. Trepó con agilidad, evitando las zonas iluminadas. Sus movimientos eran precisos, aprendidos tras años de misiones en las sombras. Se escabulló por una ventana apenas entreabierta y rodó sobre una alfombra gruesa.
El olor a cuero, tinta y madera lo envolvió. El despacho del Rey del Sur era tan pretencioso como recordaba: amplio, con techos altos y un escritorio de ébano al centro.
Karl se acercó con cuidado, revisando documentos.
Mapas, acuerdos, reportes. Todo limpio, demasiado limpio.
Demasiado perfecto para ser real.
Algo no encajaba.
Entonces, lo sintió.
Un aroma.
Dulce. Suave. Inocente. Pero debajo… miedo.
Un miedo tan intenso que casi podía saborearlo.
—“Nos tenemos que ir.” —gruñó Kilian, su lobo interior.
Karl frunció el ceño.
—Espera. Algo no cuadra.
—“Te digo que es una trampa. Ese olor… algo no está bien.”
No tuvo tiempo de discutir. La puerta se abrió de golpe. Karl se ocultó tras una estantería, en silencio absoluto.
Una figura entró tambaleante.
Era una joven. Ropa rasgada, rostro golpeado, respiración agitada. Cerró la puerta y echó el cerrojo, jadeando, como si su vida dependiera de ello. En las manos, un cuchillo oxidado temblaba inútilmente.
Karl se tensó. No era una guardia. Tampoco una noble.
Su olor lo golpeó con fuerza: menta, flores, miedo.
Su lobo rugió dentro de su pecho.
—“Ella…” —susurró Kilian— “...es nuestra luna.”
Karl se quedó inmóvil.
—No —murmuró—. Es una omega.
—“Es ella.”
El corazón le latía con fuerza. Podía sentir cómo el vínculo invisible empezaba a formarse, cómo su pecho se apretaba. No podía ser. No ahora. No en una misión.
La chica lo notó. Giró bruscamente, levantando el cuchillo. Cuando sus ojos se encontraron, el mundo pareció detenerse.
Había algo roto en ella. Algo familiar.
Su respiración se volvió irregular. Sus labios se movieron, pero no fue ella quien habló. Fue su loba.
—Pareja…
La palabra cayó como una condena.
El lazo se formó en un instante. Invisible. Brutal.
Karl sintió un tirón en el alma, un vacío llenándose con violencia. Su lobo aulló dentro de su cabeza.
—“Recházala. Ahora. ¡Hazlo antes de que sea tarde!”
Karl apretó los puños. El vínculo ardía como fuego líquido en su pecho.
Detrás de la puerta, una voz tronó:
—¡Estúpida omega! ¡Sal ahora mismo y atiende a tu amo!
La joven se encogió, temblando. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. El miedo en el aire era tan denso que Karl lo sintió como un golpe.
Y entonces comprendió.
No temía por él. Temía por lo que había afuera.
Y por alguna maldita razón, eso lo enfureció.
Kilian rugió.
—“Te lo advierto, Karl. No es nuestro problema.”
—Ya lo sé… —masculló entre dientes.
La puerta volvió a golpear.
—¡Sal de ahí, maldita! —bramó la voz masculina.
Karl dio un paso hacia la ventana, buscando una salida. Pero la chica habló. Su voz era débil, apenas un susurro.
—Por favor… ayúdame. Si me quedo… va a matarme.
Karl la miró.
Era pequeña. Frágil. Un desastre.
Y, sin embargo, su corazón latía al mismo ritmo que el de él.
La tomó del brazo sin pensarlo.
Ella lo miró, con miedo, con esperanza.
—Suéltame —gruñó él, pero su mano no obedeció.
—No tengo a dónde ir… —susurró ella—. No tengo a nadie. Solo a ti.
Karl cerró los ojos un segundo. Maldijo en silencio.
La vida siempre encontraba nuevas formas de arruinarle los planes.
Se acercó a la ventana, la abrió y habló sin mirarla.
—Salta.
—Estamos en un segundo piso —dijo ella, asustada—. Si salto, me romperé una pierna…
—Si te quedas, te la romperán igual. Decide.
Ella vaciló. Karl la observó unos segundos, resignado, y la sostuvo de la cintura.
—No sabes ni cómo escaparte sola, ¿verdad?
Saltaron.
Cayeron entre los arbustos. Ella gimió de dolor, él apenas se inmutó. Se levantó, revisó los alrededores y comenzó a caminar.
Ella lo siguió sin decir nada.
Caminaron durante minutos entre los árboles, dejando atrás el castillo. El silencio era espeso. El vínculo, insoportable.
De pronto, la sintió tropezar y chocar contra su espalda. Karl se giró.
—¿Por qué me sigues?
—Porque… no tengo a dónde ir. No tengo a nadie.
Karl la observó. Ojos claros, llenos de lágrimas. El rostro marcado.
Una omega rota.
Y, aun así, su luna.
El viento sopló helado.
Kilian suspiró dentro de su cabeza.
—“Esto es una maldita locura.”
Karl asintió sin pensarlo.
Sí. Lo era.
Pero el destino no da segundas oportunidades.
Y ya no había vuelta atrás.
