Capítulo 3 — Decisiones a la luz gris
Ella me siguió sin decir palabra, tropezando con las raíces, agarrándose a las ramas cuando el terreno la traicionaba. Respiraba a bocanadas; el olor a sangre y miedo en su piel no desaparecía con la distancia. Caminé delante, con paso firme, porque alguien tenía que marcar el ritmo. No iba a darle cobijo por compasión. No era un noble de esos que se derretían por caras bonitas. Iba a hacerlo porque esa conexión me clavaba un hierro dentro del pecho y porque, de romperla, la condenaría.
El lazo vibraba en mi interior como una sentencia. Una omega. Una maldita omega. Lo repetí en voz baja, como si nombrarlo fuera a ayudarme a racionalizarlo.
—Esto tiene que ser un error —murmuré.
Kilian bufó, hostil.
—“Te lo advertí. Recházala. Ahora.”
Me detuve y di la vuelta con brusquedad. Ella chocó contra mí y retrocedió, aterrada. En su cara había barro, lágrimas y alguna rasguñadura; sin embargo, en los ojos tenía algo que me taladró: una mezcla de súplica y una fatiga que no tenía nada de teatral. No se parecía a las concubinas del sur ni a las niñas nobles que se pasan la vida aprendiendo a sonreír. Su belleza estaba rota. Vulnerable. Peligrosa de una forma que no supe aceptar.
Apreté los puños para no tocarla.
—Escúchame —dije con la voz baja, tensando la mandíbula—. No busco pareja. No quiero esto.
Ella se llevó una mano al pecho, como si el latido le doliera. El vínculo ardía en su interior y se le notaba en cada respiración.
—¿Me… vas a rechazar? —preguntó, apenas audible.
No podía mentir.
—Si lo hago, morirás —respondí con frialdad—. No es que me importe tu vida, pero no soy un malnacido. Detesto el abuso hacia los débiles.
Me di la vuelta, con intención de marcharme. Tres pasos. No llegué a cinco cuando la sentí detrás de mí. Su presencia era un hilo temblando.
—¡Te dije que no me sigas! —grité sin pensar.
Se quedó en seco, temblando. Y entonces dijo algo que me clavó en el sitio.
—Mi loba dice que no me aleje de ti.
La sangre me volvió al rostro, pero fue Kilian quien contestó, rugiendo desde mi cabeza con desdén.
—“Me importa una mierda. ¡Recházala antes de que sea tarde!”
Algo en mi estómago se tensó y respondí en voz baja.
—No.
Kilian bufó, más molesto de lo que admitía.
—“¡¿Qué?!”
—"No puedo. Si lo hago, morirá. Deja de decir idioteces y ayúdame a pensar en otra solución."
Se hizo un silencio. Kilian gruñó, resignado. No quería, pero su lógica no bastaba para sostener la pieza más importante: yo sabía que había consecuencias si rompía el vínculo. Y no estaba dispuesto a mirar cómo alguien se apagaba por un orgullo estúpido.
La miré de nuevo. Su rostro manchado, su ropa harapienta, la forma en que apretaba las manos para no desmoronarse. Caminaba como quien conserva la última fuerza por inercia. Y, sin embargo, seguía allí, firme en su decisión de quedarse a mi lado.
—Vas a seguirme —dije sin suavizar la voz—. Pero en silencio. Al primer ruido te dejo atrás.
Ella asintió con rapidez, como si cada palabra mía fuera la única reglas que le quedara. Me dediqué a marcar la ruta: evitamos los caminos visibles, las patrullas, los pasos rutinarios. No era tanto por miedo a que nos vieran como por la necesidad de no aparecer en mapas enemigos. La luna seguía escondida y el cielo era una losa negra. Todo nos obligaba a permanecer en sombras.
Caminamos horas. El bosque nos tragó. No hablé. No quería dar explicaciones que no tenía. Su respiración se mezclaba con las hojas, con el crujir de la maleza. Cada vez que la sentía cerca notaba el calor y el peligro de ese lazo.
Apenas comenzó a clarear, divisamos la cabaña. Pequeña, torpe, más defensa que hogar: una guarida usada alguna vez por espías. Forcé la cerradura con la misma calma con la que rompo la voluntad de un hombre: un movimiento seco, una palanca bien puesta. La empujé hacia dentro.
—Entra —indiqué.
Ella lo hizo despacio, abrazándose con los brazos, buscando calor. El interior olía a humedad y a madera vieja. No era lujoso ni seguro, pero era quietud por primera vez en horas. Cerré la puerta y la apoyé con la espalda, respirando hondo, tratando de recomponer un plan.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunté sin mirarla.
Ella me miró, como si dudar responder fuera un riesgo.
—Olvídalo —añadí antes de que contestara—. No me interesa.
Guardó silencio. No me miró. Tenía la barbilla temblando.
—Escúchame bien —dije, dejando la dureza como escudo—. Esto no cambia nada. No eres mi luna. No quiero una pareja. No voy a jugar al lobo protector. Solo voy a evitar que mueras. Nada más.
Ella bajó la cabeza. Fue tan sumisa que casi me aterró. Sus hombros se movieron en un suspiro que no supe interpretar.
—Está bien —murmuró.
Busqué mantas, papeles, cualquier cosa que pudiera usar para cubrirla. Le lancé una y ella, agradecida, la extendió en un rincón. Se recostó con cuidado como si tocar un colchón pudiera romperla. Me quedé en la sombra, observando sin mirar demasiado.
Kilian dentro de mí, curioso.
—"¿La sientes?" —preguntó, contenido ahora.
—"Sí" —respondí, sincero pero medido—.
—"No es una omega común" —dijo, con cierta reverencia mezclada con cautela.
—"Lo sé." —admití.
El silencio me dio tiempo para pensar. Tenía que decidir hasta dónde implicarme. No podía llevarla al palacio así, sin preparación. No podía presentarla y provocar un escándalo. Pero tampoco podía dejarla sola en la cabaña por días: los emisarios del Sur tenían ojos y manos.
Me aparté un momento para revisar la herida en su brazo: una rasgadura que sangraba en hilillos. Limpié lo que pude con agua fría y vendé con torpeza; no era curandero, pero sé apretar vendajes. Ella no dijo nada. A veces los que han sido golpeados aprenden que el silencio protege.
Mientras ataba la última venda, escuché el enlace. Primero una chispa, luego una voz clara en la red mental que compartíamos: Elaia.
—"¿Qué encontraste?" —preguntó, siempre lo bastante directo.
—"Nada aún, pero debo regresar…" —contesté con voz tensa.
Ian se sumó y su tono era más práctico que curio.
—"¿Sucede algo?"
—"Lo hablamos cuando llegue. Estaré mañana." —dije, preciso.
Elaia asintió en el enlace y añadió con el mismo temple que me conocía bien:
—"Bien. Ten cuidado al regresar."
La conexión se cortó. Kilian gruñó en mi cabeza y susurré para él.
—"Esto será un maldito problema..."
—"Ni que lo digas, viejo." —contesté.
Tenía asuntos que no podía dejar. Mi ausencia notoria en la mansión del beta levantaría preguntas y, si los hermanos se enteraban por terceros, lo harían a su manera. El plan era simple: volver, preparar la recepción de la damnificada, y decidir qué hacer. No podía llevarla ahora mismo al palacio sin explicar nada. Y si la dejaba sola más tiempo, corríamos riesgos.
Me acerqué a la cama donde ella intentaba dormir. Le dejé un trapo húmedo y un trozo de pan militar que había guardado en mi bolsa. Le hablé sin emociones.
—Quédate aquí. No te muevas. Si alguien aparece, escóndete. Cuando regrese, hablamos. No intentes huir.
No me miró, pero esta vez no obedeció por miedo: asintió porque no tenía otra opción. Me giré hacia la puerta, listo para marcharme. No era que me importara perderla de vista; era que no podía traerla ahora. Había cosas que correspondía arreglar antes de exponerla.
Di un paso hacia el umbral y, con voz baja, añadí:
—Si te mueves, no volveré a buscarte.
No sonó noble. No fue una promesa. Fue una advertencia.
Salí al amanecer, el frío me cortó la cara. Kilian murmuró algo sobre la estupidez del destino. Yo solo caminé, con la sensación de que la noche sin luna había abierto una grieta en mi vida que no sabía cerrar.
