Encuentro funesto
Emily extendió los brazos hacia Mariana, mirándola con esa fingida dulzura que lograba convencer a todos. Pero Mariana retrocedió, volteando el rostro con indiferencia.
—¿Por qué te portas así conmigo? —preguntó Emily, con un puchero perfectamente ensayado—. No sabes lo difícil que ha sido estar sin ti estos tres años. Después de tanto tiempo añorando a una hermana, y cuando por fin la tuve… me duró tan poco.
—Deja de fingir, Emily. Solo ellos creen en todas tus mentiras. A mí ya no puedes engañarme más —soltó Mariana con un tono tan frío que dejó estupefactos a todos los presentes.
Los ojos de Emily se llenaron de lágrimas, con una teatralidad digna de una actriz de Hollywood. Por supuesto, su hermano y sus padres corrieron a consolarla, como siempre.
—Sigues siendo tan desconsiderada como antes —intervino Zayn, defendiendo a su hermana adoptiva—. Emily solo quiere darte la bienvenida, darte todo su cariño de hermana… y tú la rechazas. ¿Qué clase de persona eres?
—No, hermanito, no la regañes —dijo Emily, fingiendo contener el llanto—. Estar en prisión debió ser tan difícil para ella, seguramente nos guarda mucho rencor a todos. Además, el cargo de conciencia que debe tener por lo que le hizo a Wendy… Ay, lo siento, creo que no debí haber dicho eso. Por favor, discúlpame, Mariana.
—Eres una serpiente —espetó Mariana, con el rostro endurecido por el rencor—. Sabes muy bien que no fui yo quien empujó a Wendy. Perfectamente sabes quién es la verdadera responsable.
—Sigues diciendo esas mentiras —contestó Emily, fingiendo estar dolida—. Yo jamás lastimaría a Wendy. Hemos sido amigas toda la vida. Nunca pasó nada malo entre nosotras. Pero tú… tú siempre estuviste celosa de nuestra amistad. No soportaste lo bien que nos llevábamos y por eso hiciste lo que hiciste.
—¡Tú la empujaste por las escaleras, no fui yo!
—¡Ya basta, Mariana! —la interrumpió Zayn con dureza—. Discúlpate inmediatamente con Emily. Tienes un corazón tan duro… Eres despreciable.
—Yo no voy a disculparme por decir la verdad. Allá ustedes si quieren seguir creyendo en las infamias de esta infeliz.
Cuando Mariana terminó de hablar, Emily rompió en un llanto descontrolado. Luego, fingió que le faltaba el aire, como si los comentarios de Mariana hubiesen provocado una recaída repentina. Todos los miembros de la familia corrieron a socorrerla.
—¡Dios mío, llamen al doctor de la familia! ¡Mi hija se ahoga! —gritó Lili, desesperada—. ¿No te da vergüenza, Mariana? ¡Acabas de llegar y mira lo que estás provocando! ¡Es tu hermana, por Dios! ¿Cómo puedes ser tan indiferente? ¡Ella está enferma!
Y mientras todos rodeaban a Emily, Mariana se quedó sola, de pie, como siempre: la única culpable a ojos de todos… por decir la verdad.
Acostumbrada a las típicas reacciones de Emily para llamar la atención, Mariana se alejó por los pasillos de la gran mansión Foster hasta llegar a su modesta habitación. Desde que había llegado a la familia, le habían asignado ese cuarto. En su momento, lo consideró un gran gesto, pues comparado con el orfanato, aquel espacio era cómodo y acogedor. Sin embargo, estaba lejos de todos los demás, ya que las habitaciones principales estaban ocupadas por los verdaderos integrantes de la familia.
Su madre, Lili, había explicado que no podían darle la habitación de Emily porque, si ya de por sí era duro para ella aceptar que dejaría de ser la única niña de la casa, sería aún más doloroso tener que ceder su espacio. Mariana lo entendió. Estaba tan hambrienta de afecto que aceptaba todo sin replicar. Incluso hacía lo imposible por agradarles a todos, aunque eso implicara ponerse siempre en segundo lugar.
Nada había cambiado. Todo estaba tal como lo dejó. Al entrar, los recuerdos la golpearon con fuerza. Solo había vivido dos años con los Foster, desde que la sacaron del orfanato, y desde entonces, Emily se había encargado de hacerle la vida imposible. La hacía quedar mal constantemente y tramaba en su contra con una habilidad que Mariana nunca pudo igualar. Todos le creían a ella, la hija dulce y perfecta.
Pero ahora era diferente. Mariana había cambiado. Ya no permitiría que nadie más volviera a lastimarla. Y si tenía que luchar con uñas y dientes para defenderse, lo haría. Pronto se iría de esa casa. Ese lugar no era su hogar, nunca lo fue, y ya no tenía razones para seguir fingiendo lo contrario.
Estaba absorta en sus pensamientos cuando unos golpes en la puerta la devolvieron al presente. Era su hermano, Zayn, y su voz sonaba claramente molesta.
—Será mejor que te des prisa —dijo desde el otro lado—. Por fortuna, Emily ya se siente mejor. Hoy es su cumpleaños. No creo que se te haya olvidado. Aun así, ¿no puedes mostrar un poco de respeto? Sigues haciéndole daño, como desde que llegaste aquí.
Las palabras cayeron sobre Mariana como un balde de agua fría. No se trataba de una fiesta para darle la bienvenida, como le habían hecho creer. Era el cumpleaños de Emily. Una vez más, todo giraba alrededor de la princesa Foster.
—Celebren sin mí —respondió con frialdad—. Al fin y al cabo, no es una fiesta en mi honor. Festejen a Emily, la consentida de esta casa.
Zayn abrió la puerta bruscamente e irrumpió en la habitación con el rostro enrojecido por la rabia. La tomó con fuerza por los hombros.
—No me provoques. He sido bastante paciente contigo, pero no voy a soportar otro de tus berrinches. He dicho que te arregles, y eso es lo que harás. Si no, atente a las consecuencias.
El agarre de su hermano era fuerte, y Mariana sintió dolor, pero aún le dolieron más sus palabras. Aun así, respiró profundo. No iba a permitir que la vieran agachar la cabeza ni una sola vez más.
—He dicho que no iré. Y no me importa si te gusta o no la idea. Ya no soy aquella niñita tonta que decía a todo que sí. No soy la que hacía todo lo que ustedes querían. Así que haz lo que quieras… y ahora lárgate. Quiero descansar. Claro, si es que se me permite hacer eso, porque capaz que ni eso tengo permitido.
Zayn no podía creer lo que estaba escuchando. El carácter de Mariana era completamente distinto. Era como si la cárcel la hubiese convertido en una fiera. Pero ya se encargaría él de bajarle los humos y recordarle que en esa familia no había espacio para ese tipo de actitudes.
Sin embargo, en ese momento no dijo más. Cerró la puerta con fuerza y se fue, dejando a Mariana sola.
La mansión Foster se encontraba sumida en los preparativos de la gran fiesta que se celebraría esa noche, por lo que a Mariana le resultó fácil escabullirse sin ser vista y tomar un taxi hacia el otro extremo de la ciudad. Durante el trayecto, observaba por la ventana cómo los edificios pasaban borrosos, mientras pensaba en lo maravilloso que se sentía aquel aire de libertad. Alejarse de la familia Foster, aunque fuera solo por unas horas, era como quitarse un peso del alma.
Poco tiempo después, llegó a la casa de una de las pocas personas que le habían brindado cariño verdadero: Maggie, una de las cuidadoras del orfanato. Aquella mujer había sido más que una madre para ella, hasta que la obligaron a jubilarse. A pesar de eso, siempre se mantuvo pendiente de Mariana, y se alegró sinceramente cuando supo que por fin había sido adoptada por la familia Foster.
Durante los tres años que Mariana estuvo en prisión, no le permitieron recibir visitas de nadie ajeno a su supuesto círculo familiar. Por eso, Maggie no pudo ir a verla. Pero ahora, más que nunca, Mariana necesitaba un abrazo sincero, uno que no escondiera lástima ni falsas intenciones.
Pagó el taxi, bajó rápidamente y se apresuró a cruzar el callejón del barrio humilde donde se encontraba la casa de Maggie. El ambiente era húmedo, con olor a tierra y comida callejera, pero a Mariana no le importaba. Aquel lugar tenía más calidez que toda la mansión Foster.
Sin embargo, cuando ya estaba a punto de llegar, escuchó gritos a lo lejos.
—¡No dejen que se escape! ¡El jefe no nos va a perdonar si fallamos! ¡Tenemos que acabar con él! —gritaba uno de los hombres, con voz áspera y jadeante.
El sobresalto hizo que Mariana aumentara el paso, ignorando el dolor persistente en su pierna. Su corazón comenzó a latir más rápido. El eco de pasos apresurados se acercaba a toda velocidad… hasta que, de pronto, un cuerpo masculino y musculoso tropezó con ella.
El impacto fue tan fuerte que Mariana apenas pudo mantenerse en pie. Él la sujetó de la cintura para evitar que cayeran, rodeándola con firmeza. Su respiración era errática, los latidos de su corazón chocaban contra su pecho como tambores de guerra.
Antes de que pudiera gritar o apartarse, el joven escondió el rostro en el hueco de su cuello, susurrando con urgencia:
—Por favor… no grites. Te lo explicaré todo… esos hombres me vienen siguiendo. Quieren asesinarme.





































