Capítulo 3 3. El piso cincuenta y tres.

El ascensor se cierra detrás de nosotros con un sonido leve, y de pronto el mundo se resume en un destello dorado que sube lentamente.

No sé quién aprieta el botón.

No sé si subimos por decisión o por instinto.

Solo sé que Damián me mira, y Luca también, y entre los tres hay un silencio que respira.

—Nunca había estado más arriba del piso veinte —digo, solo para romper el aire.

—Pocos llegan hasta acá —responde Damián. Su voz es un hilo grave, medido—. Es mi espacio privado.

Luca sonríe, metiendo las manos en los bolsillos.

—Privado, pero no prohibido, ¿no?

—Depende de quién pregunte —contesta Damián, sin mirarlo.

Yo observo los números avanzar. Cincuenta… cincuenta y uno… cincuenta y dos…

Mi reflejo en la pared de acero parece el de otra mujer: una versión de mí que ya no está en control, que se deja arrastrar por la curiosidad y algo más profundo, más antiguo que el miedo, el deseo.

Cuando las puertas se abren, un perfume distinto nos recibe. No huele a oficina ni a bar, sino a madera, a lino limpio, a algo doméstico y cálido.

La suite es amplia y discreta, iluminada por lámparas suaves. Una pared de vidrio revela la ciudad dormida; las luces parecen suspendidas sobre el río. Hay música baja, jazz antiguo, y un fuego tenue en la chimenea.

—Así que este es tu refugio —digo.

Damián asiente.

—Donde las conversaciones importantes pueden tener lugar.

Luca se acerca a la ventana.

—Hermosa vista. Me pregunto cuántas verdades habrá escuchado esta habitación.

—Más de las que imaginás —responde Damián, mientras se quita el saco y lo deja en el respaldo de un sillón. Luego me mira—. Ponte cómoda, si es que puedes.

No sé si intenta provocarme, pero el resultado es el mismo. Me suelto el pelo, y las ondas caen sobre mis pechos.

—¿Así de cómoda?

Él sonríe.

—Sos bella… irresistible.

Me quedo inmóvil un segundo.

—¿Y qué harás al respecto?

Él viene hacia mí, como un felino sobre su presa, sensual, sexual, sus brazos me envuelven, aferrándose a mis caderas, me calienta, quiero que me folle. Luca nos observa con fascinación, se va despojándose de su camisa, se acerca, su torso pegado a mi espalda, y su erección que se vuelve todavía más evidente, mientras me va tocando, va pasando la lengua por el cuello. Mientras tanto, Damián me besa con pasión, su lengua juega con la mía. Toco su erección, y enseguida le quito los pantalones. Me pongo de rodillas. Luca, ya con el pene al aire, me sujeta desde atrás, se apropia de mis caderas, embiste, penetrándome la concha bien húmeda, de lo más rico, mientras me enviste una y otra vez sujeto el pene de Damián, grueso, palpitante, y siento su deseo intensificarse, se la sobo, con unas ganas tremendas de chupársela, aún con el pene de Luca en la concha, me inclino, saco la lengua y se la paso lentamente, saboreando cada centímetro de su grosor deseoso, y luego abro la boca y se la chupo con ganas, Luca, desde atrás, saca su pene, cambia de postura, y me toca las nalgas, me lame el clítoris, introduce un dedo, y luego la saca, lame mis jugos.

—Sos deliciosa por dentro y por fuera —susurra, mordiéndome suavemente la vagina, y yo me retuerzo, siento que me vengo, que no puedo más.

Despierto con la cabeza pesada, como si aún flotara en esa mezcla espesa de vino, perfume y deseo que me envolvía anoche.

El sonido insistente del celular me arranca del sueño. Tardo un par de segundos en entender que no es una alarma, sino mi madre.

—¿Sí? —mi voz suena ronca, casi desconocida.

—¡Por fin! —exclama ella, con esa energía que me irrita y enternece a la vez—. Te estuve llamando media mañana. ¿Dormías todavía?

—Tenía una reunión larga anoche —miento, mientras me enderezo y miro alrededor. El vestido negro sigue tirado sobre la alfombra, los zapatos junto al sillón. Todo parece un rastro de algo que no debería haber pasado.

Mi madre continúa hablando, pero yo apenas la escucho. Me dice que está esperándome en la puerta de mi casa, que tenemos que almorzar juntas, que no acepta excusas. Sus frases llegan a mí como si atravesaran una niebla espesa.

—Voy, ma —respondo al fin, resignada.

Cuelgo, y solo entonces me atrevo a mirar el celular.

Dos mensajes. Ambos de Damián.

“No pude dormir. No dejaba de pensar en vos.”

“Necesito verte de nuevo.”

El corazón me da un salto. No debería sorprenderme, pero lo hace.

El recuerdo de su voz baja, de su mano rozando la mía cuando me ofreció esa última copa, vuelve a golpearme con fuerza. Cierro los ojos. Puedo sentir todavía el calor de su mirada.

Y detrás de ese recuerdo… aparece el otro.

Luca.

Su sonrisa perfecta, ese magnetismo casi cruel que me hizo perder el equilibrio más de una vez.

Suspiro y me levanto. Me doy una ducha rápida, pero el agua no logra borrar nada. Ni la sensación de la piel encendida, ni la pregunta que me persigue: ¿qué fue exactamente lo que pasó entre nosotros?

Cuando salgo, mi madre ya me espera frente al edificio. Lleva su impecable blazer beige y ese perfume floral que huele a domingo familiar y conversación incómoda.

—Estás pálida —me dice apenas me ve—. ¿Otra noche trabajando hasta tarde?

—Algo así.

Caminamos hacia el restaurante de siempre. Ella habla, yo asiento. Es una escena que conozco de memoria: su voz, su preocupación, su manera de medir cada gesto. Hasta que su tono cambia.

—Ah, por cierto… —dice, con fingida naturalidad—. Me encontré con Pablo.

Mi estómago se encoge.

—¿Pablo?

—Sí, tu ex. Qué muchacho encantador. Estuvimos hablando un rato. Me contó que volvió a Buenos Aires. Tiene su propio estudio ahora, parece que le va muy bien.

Asiento, intentando parecer indiferente.

—Me alegra por él.

—Deberías llamarlo, Victoria. —Su mirada se suaviza, pero su voz tiene esa firmeza que usa cuando no acepta un no—. Siempre fue un buen hombre. Y te quiso mucho.

—Mamá…

—No digas que no. Solo pensalo.

No quiero discutir. Sé que si lo hago, su insistencia se duplicará.

—Está bien. Lo voy a pensar. —Le sonrío con ese gesto ensayado que uso para que crea que ganó.

—Eso quería escuchar. —Me toma la mano, satisfecha.

Pero mientras ella habla de otra cosa, yo ya estoy lejos. No en el restaurante, ni en esa conversación. Estoy en la noche anterior.

En el ascensor, cuando las luces se reflejaban en los ojos de Damián.

En la manera en que Luca la miró —a mí—, como si adivinara cada pensamiento que intentaba ocultar.

Siento un escalofrío recorrerme la espalda.

Al volver a casa, me saco los tacones y me dejo caer en el sofá.

El silencio me recibe con una mezcla de calma y expectativa. No puedo concentrarme. Releo los mensajes de Damián, una y otra vez. Debería responderle. O no. Quizás sería mejor poner distancia.

Pero mi cuerpo no está de acuerdo con mi cabeza.

Tomo el celular, dudo… y entonces llega una nueva notificación.

Un mensaje desconocido, aunque el nombre me basta para sentir cómo el pulso se acelera.

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