Capítulo 4 4. el juego candente de Dmitri Volkov.
Es un mensaje de Luca.
Lo abro con el corazón latiendo rápido.
“No dejo de pensar en anoche.”
Un segundo mensaje llega enseguida:
“Damián tampoco.”
Y luego, uno más:
“Vení esta noche. Te estamos esperando.”
Me quedo mirando la pantalla, inmóvil.
El brillo del celular ilumina mis dedos, y por un instante todo a mi alrededor se disuelve: el ruido de la ciudad, la voz de mi madre aún rondando en mi mente, la lógica, el deber.
Solo queda esa frase: Te estamos esperando.
Apoyo el celular sobre la mesa, pero mis manos tiemblan.
Una parte de mí quiere ignorarlo.
La otra, la que no sabe de prudencia ni de miedo, ya está imaginando cómo sería volver a cruzar esa puerta.
Me levanto, camino hasta la ventana.
El cielo empieza a oscurecer. Las luces se encienden una a una, como promesas.
Cierro los ojos, y los veo a los dos, desnudos, excitados.
El aroma del café recién hecho me recibe cuando entro al bufete. El suelo de mármol brilla bajo mis tacones y mi reflejo se repite en los vidrios, una Victoria que parece segura, en control… aunque por dentro, mis pensamientos todavía giran alrededor de anoche.
—Señora Sandoval —dice mi secretaria, con la eficiencia habitual y una sonrisa que conoce cada movimiento mío—. No olvide que hoy tiene cita con su cliente más importante. No puede faltar.
Asiento, como si fuera un recordatorio innecesario.
—Gracias, Mariana. Lo tengo presente.
Mariana me deja en la puerta del despacho de ese cliente, y en cuanto entro, lo veo.
Él me espera detrás de un escritorio enorme de madera oscura, con un traje negro impecable que resalta su presencia. Es Dmitri Volkov.
Ruso. Elegante hasta el extremo. Peligroso, sí, y consciente de ello. Su estatura es imponente, casi dos metros; el cabello oscuro cuidadosamente peinado hacia atrás, con unos ojos azul hielo que parecen atravesarte. La mandíbula marcada, los pómulos altos, y una expresión que combina arrogancia y una calma calculada. Su sola presencia llena la habitación como un peso que se siente y no se discute.
—Señora Sandoval —dice con voz profunda, un timbre que vibra en el aire como un aviso—. Qué placer verla.
—Señor Volkov. —Mi voz es firme, segura. Y sin embargo, siento que mi pulso se acelera apenas un segundo.
Él sonríe, un gesto mínimo, apenas un juego de labios, y sabe perfectamente el efecto que causa. Lo he visto antes, lo reconozco: la primera vez que nos encontramos intentó seducirme, con un comentario, una mirada, un gesto. Pero yo aprendí rápido a manejarlo.
—Dmitri —digo, caminando hacia mi silla y sentándome sin perder la compostura—. Tenemos asuntos que revisar.
—Claro —responde él, con un destello de diversión en la mirada—. Pero no puedo evitar disfrutar de este… juego entre nosotros.
Lo miro, lenta, deliberadamente, sosteniendo su mirada. Él sabe que entiendo sus intenciones; sabe que soy consciente de cada palabra, de cada movimiento.
Y me encanta.
—Juego, dice… —repito, con un tono que provoca, pero sin ceder un ápice—. ¿O acaso es otra forma de control?
Su sonrisa se ensancha apenas, un destello de admiración por mi respuesta. Da un paso hacia mí, y en el gesto no hay amenaza física, solo presencia, dominancia sutil, un imán que tensa el aire.
—Control —dice él—. Me gusta. Pero también me gusta cuando alguien juega conmigo.
—Entonces jugamos —respondo, dejando que mis ojos hablen, cargados de provocación y complicidad.
Él se acerca un poco más, y puedo sentir la distancia entre nosotros como una corriente eléctrica. No cruzo la línea. No necesito hacerlo. La tensión es suficiente para mantener el juego vivo.
Dmitri se inclina hacia mí, con esa voz baja que parece acariciar el aire:
—Quiero pasar la noche con usted.
Un escalofrío recorre mi espalda, pero no pierdo la compostura. Sé cómo mantenerlo interesado sin ceder. Sé que mi silencio, mi manera de sostenerle la mirada, es igual de potente que cualquier movimiento.
—No es necesario —respondo con suavidad, una sonrisa apenas insinuada—. Podemos disfrutar del juego aquí, sin movernos de este despacho.
Él me observa un instante, evaluando, y luego se reclina en su sillón, como si aceptara la partida. Pero sus ojos no dejan de buscar los míos, midiendo cada reacción, cada respiración.
—Interesante —dice finalmente—. Me gusta alguien que sabe jugar y no se deja atrapar.
—Y a mí me gusta alguien que sabe mantenerme alerta —replico, dejando que mis palabras sean un roce, una caricia verbal que lo mantiene enganchado.
La reunión continúa, revisando contratos, acuerdos, términos legales, pero cada gesto, cada mirada, cada sonrisa se carga de tensión. Él intenta provocarme con comentarios insinuantes; yo respondo con la misma moneda, equilibrando siempre el poder, disfrutando de ese juego que ambos conocemos y controlamos.
No hay acercamiento físico más allá de lo que es necesario, pero el aire entre nosotros vibra con un deseo contenido que no necesita explotar para sentirse real. Cada mirada, cada sonrisa cómplice, cada pausa en la conversación es un pequeño triunfo para ambos.
Finalmente, doy un paso atrás y me levanto.
—Todo en orden —digo, guardando documentos—. Creo que hemos avanzado lo suficiente por hoy.
Dmitri asiente, pero sus ojos siguen fijos en mí.
—Nos veremos pronto, Victoria —murmura, con una mezcla de promesa y advertencia—. Y recuerde… me gusta este juego, pero no me olvido de lo que quiero.
—Lo sé —respondo, con una sonrisa controlada, consciente de que he ganado la partida… por ahora.
Salgo del despacho y camino hacia el ascensor, sintiendo cómo el pulso aún me vibra en la nuca.
Ese juego me gusta, me mantiene viva, me recuerda que puedo manejar incluso al hombre más peligroso sin perderme a mí misma. Pero no puedo negar que hay un cosquilleo en la piel, un recordatorio de que ciertas tensiones despiertan algo que no se apaga fácilmente.
Cuando llego a mi departamento, dejo caer el bolso sobre el sillón y me miro en el espejo. La noche se acerca, y con ella, la otra historia que me quema por dentro: Luca y Damián.
El fuego de anoche sigue vivo en mi mente, y aunque el juego con Dmitri fue excitante, él es solo una distracción elegante frente al magnetismo que esos dos ejercen sobre mí.
Tomo mi celular y por un instante pienso en ignorar los mensajes. Pero sé que no lo haré.
La noche me espera, y yo también estoy lista para perderme en ese juego que deseo más de lo que debería.
