Capítulo treinta y cuatro: El sabor de tu propio veneno

Carmen se apoyó en el marco de la puerta con un suspiro, absorbiendo cada detalle del hermoso y feroz rostro de su asesina.

—Era lógico encontrarte aquí. Estaba soñando contigo otra vez.

Aya se congeló con el dedo en el gatillo de su granada de gas, y Carmen sonrió.

—El negro realmente es tu colo...

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