Capítulo 2 capitulo 2
El sonido del timbre del colegio siempre me había parecido insoportable, un chirrido metálico que anunciaba el inicio de otra jornada interminable. Pero ese día me atravesó como un recordatorio cruel: otro día igual que el anterior.
O al menos, eso pensé.
La mañana había transcurrido con normalidad. Mi padre apurado, como siempre yo bajando las escaleras medio dormida el mismo desayuno a las carreras que apenas tenía sabor. Nada fuera de lo común. Intenté convencerme de que lo que había pasado con Alex el día anterior había sido una coincidencia. Tal vez ni siquiera me estaba mirando. Seguro había alguien más detrás, una chica bonita, de esas que parecían pertenecer a su mundo. Porque yo… yo no era nadie.
Pero bastó cruzar la puerta principal del colegio para que esa ilusión se rompiera en mil pedazos.
Ahí estaba otra vez.
Apoyado en su coche negro como si fuera parte del paisaje, riendo con sus amigos como si todo el lugar girara alrededor de él. Sus manos se movían con seguridad al hablar, su postura era la de alguien que sabía exactamente quién era y lo que provocaba en los demás. Alex no parecía notar al resto, pero en cuanto mis pies tocaron el pasillo, levantó la vista.
Y me encontró.
No fue casualidad. No podía serlo.
Me miraba fijo, como si me hubiera estado esperando.
El corazón me dio un vuelco, y por instinto bajé la cabeza y aceleré el paso. Quería creer que no era nada, pero esa sensación… ese cosquilleo en la piel, como si sus ojos me persiguieran incluso de espaldas, era demasiado real.
Durante las clases fue peor.
Sentada en mi pupitre, intentaba concentrarme en los apuntes, copiando sin leer, fingiendo normalidad. Pero era imposible. A cada movimiento, a cada giro de mi cabeza, ahí estaba él. En la última fila, con el brazo apoyado en el respaldo de la silla, mirándome. Sin disimulo. Con una calma peligrosa.
No sonreía, no hacía gestos, no se inmutaba. Solo me observaba. Y esa seguridad me asustaba. Porque no parecía un juego.
En el descanso busqué un rincón apartado. El bullicio del patio me resultaba insoportable, así que me refugié junto a una pared, con mi manga abierto entre las manos. Quería perderme en otro mundo, esconderme en una historia donde los protagonistas fueran otros y no yo. Caminaba distraída, pensando que tal vez si me sumergía en las viñetas todo se apagaría.
Pero entonces lo escuché.
Pasos. Firmeza en cada uno, acercándose desde atrás.
No le di importancia al principio. Hasta que giré y casi choqué con él.
—¿Siempre huyes así? —su voz fue firme, profunda, imposible de ignorar.
Me quedé helada. Estaba demasiado cerca, tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo, el roce invisible de su presencia envolviéndome. Sus ojos me atraparon antes de que pudiera reaccionar, y lo peor no fue eso, sino su olor.
Era extraño. Intenso. Familiar de alguna forma que no lograba explicar. Como si despertara algo dormido en lo más profundo de mí, algo que no sabía que existía.
—No… no estaba huyendo —balbuceé, con la voz entrecortada, intentando sonar normal.
Su boca se curvó en una sonrisa ladeada. Esa sonrisa que todos comentaban, arrogante, peligrosa, pero que de cerca era peor… porque me atrapaba como una trampa invisible.
—Mía, ¿verdad? —preguntó, y escuchar mi nombre en su voz me estremeció.
¿Cómo lo sabía? Nunca habíamos hablado. Yo era invisible para todos. Para todos menos para él.
—S-sí… —respondí, con la garganta seca y las manos temblando.
Alex inclinó un poco la cabeza, como un depredador analizando a su presa. Sus ojos parecían brillar con algo que no entendía. Bajó la voz y murmuró algo que solo yo escuché:
—Me gusta cómo hueles.
El aire se me quedó atascado en los pulmones. ¿Quién dice algo así? ¿Quién mira de esa forma? Era como si hubiera cruzado un límite que nadie más podía ver. Sentí que mis piernas iban a fallarme, que si daba un paso atrás iba a desplomarme.
Pero él no me dio tiempo a reaccionar. Se dio la vuelta y se alejó como si nada hubiera pasado, como si sus palabras no hubieran sido un veneno que me quemaba desde dentro. Sus pasos se perdieron entre la multitud, y yo me quedé ahí, en medio del pasillo, temblando.
El resto del día lo pasé en automático. No escuché nada de lo que decían los profesores, no hablé con nadie, no levanté la vista. Pero dentro de mí no podía pensar en otra cosa. No podía sacarlo de mi cabeza. Cada vez que cerraba los ojos, recordaba sus palabras, su voz, su mirada.
Cuando la última campana sonó, salí casi corriendo hacia la salida. Solo quería escapar. No quería verlo otra vez, no quería sentir esa presión en el pecho.
Pero ahí estaba.
Junto a su coche, apoyado con esa misma postura relajada, como si me hubiera estado esperando todo el día. No dijo nada. No se acercó. Solo me miró cuando pasé a su lado. Una mirada que me atravesó la espalda como un tatuaje invisible, grabándose en mí aunque yo no lo quisiera.
No respiré tranquila hasta que llegué a casa. Cerré la puerta de mi cuarto, me tiré en la cama y abrí un libro para distraerme. Intenté leer, pero las letras se mezclaban y se confundían con su voz. Puse música, pero todo sonaba lejano, apagado.
No había forma de escapar de lo que sentía.
Porque aunque quería convencerme de que era miedo, en el fondo lo sabía: no todo era miedo. Había algo más. Algo que me atraía, que me arrastraba hacia él como un imán imposible de rechazar.
Esa noche me di la vuelta entre las sábanas una y otra vez, repitiéndome lo mismo como un rezo desesperado:
“Mañana se olvida. Seguro mañana se olvida. Seguro fue solo mi imaginación.”
Pero una voz en mi interior me decía lo contrario



































