Vestida para arder

Elisabeth Niedermann. Año 2009.

Entré al infierno con tacones de cuero y labios rojos. Él ya me había condenado.

Las luces rotas parpadeaban sobre mi cabeza como una advertencia. La música, vibrante y sucia, palpitaba bajo mis pies como un corazón enfermo. Y aún así, crucé esa puerta como si nada pudiera detenerme.

“Estoy dentro”. El pensamiento me atravesó como una descarga eléctrica, apartando momentáneamente el ruido en mi cabeza: el eco de su voz, el veneno de sus palabras, la promesa rota entre sus manos.

Bajé las escaleras en espiral hacia Schwarzlicht, el club nocturno más exclusivo y más podrido de Berlín. El lugar donde la oscuridad no era una metáfora, era el lenguaje y la ley.

Y yo no debía de estar allí. Me lo habían prohibido con una claridad brutal.

Recuerdo una vez que incluso me echaron antes de cruzar el umbral. El portero, un tipo tan grande que parecía haber sido esculpido en piedra, me miró con desprecio y dijo:

—El dueño enseñó tu foto, princesa. Dijo que despediría a cualquiera tan idiota como para dejarte entrar. ¿Qué piensas hacer al respecto, eh?

Sam Brennam. Incluso su nombre quemaba.

Desde que compró Schwarzlicht hace tres años, lo convirtió en la sede central de sus negocios turbios, sus fiestas privadas, sus castigos silenciosos. Y desde el primer día, me prohibió la entrada. Sin discusión. Sin explicación.

Aunque mis hermanos eran clientes habituales, de esos que tienen una mesa con su nombre grabado, para mí no había excepciones.

Pero esta noche era Halloween, y por esta noche me sentía capaz de cualquier cosa a mi poder.

—No puedo creer que no te hayan reconocido, maldita perra mal nacida —murmuró Katia, mi única aliada en esta locura, mientras pasábamos la entrada como si estuviéramos marcando territorio—. Sam va a cagar tantos ladrillos que va a construir una réplica del Muro de Berlín.

Katia no disimulaba. Su tono era una mezcla de burla, triunfo y algo parecido al cariño. Nos conocíamos desde la adolescencia. Éramos la versión berlinesa de Thelma y Louise, pero con más delineador, menos sentido común, y una colección de cicatrices emocionales dignas de un museo.

Ella era dueña del Der Keller, (el sótano ) un lugar notoriamente decadente en el centro. Amaba husmear la competencia, y convencerla de que me acompañara esta noche no fue difícil. Siempre había estado dispuesta a ver el mundo arder, si yo era quien sostenía el fósforo.

El interior del Schwarzlicht era una mezcla de abandono y provocación. Oscuro, húmedo, con paredes cubiertas de terciopelo negro y taxidermia falsa iluminada por luces ultravioleta. Desde el techo industrial colgaban pantallas antiguas, todas reproduciendo la misma película en blanco y negro: Frantz.

La pista de baile era pequeña, apretada como una caja de secretos mal cerrada. A un lado, la barra larga de madera negra, brillando bajo los tubos fluorescentes como el ataúd de un mafioso elegante, poderoso.

En el fondo, al compás de Du Riechst so gut, de Rammstein, vibraba contra mis costillas, mezclándose con los latidos acelerados de mi propio pecho y mis botas altas temblaban contra el suelo junto a mí.

Lo sentía a el, todo era tan él, olía a él. Es como una electricidad estática, como un susurro al borde del oído, como una herida que aún sangra aunque ya no esté abierta.

A un metro, dos tipos con camisas abiertas esnifaban cocaína directamente sobre la barra. En el rincón más oscuro, una pareja disfrazada practicaba sexo con una falta de pudor casi artística. La mujer, vestida de la Reina Blanca, cabalgaba sobre el regazo del hombre como si no existiera el mundo exterior. Como si la noche no fuera más que un espejismo decadente, gritando éxtasis para deleite de su compañero. Alrededor todo seguía su curso, era como si nada de lo que hacían en el entorno existiera.

Me senté con Katia en los taburetes altos de la barra. El cuero de mi falda se pegaba a mi piel como una segunda capa de pecado y lujuria.

—Schwarzlicht es la personificación de Sam —murmuré sin pensar—. Oscuro. Miserable. Raro. Pero malditamente hermoso.

Katia me lanzó una mirada afilada, mientras se pasaba la lengua por los labios como si saboreara el ambiente. Su peluca rojiza, estilo Mujer Bonita, le daba un aire de actriz porno retirada y peligrosa. Sopló el humo de su cigarrillo electrónico en dirección a un grupo de turistas japoneses.

—Sera hermoso para ti. Sam es un imbécil por ponerte en la lista negra —dijo, como quien da una sentencia divina.

—Sam es un imbécil por muchas razones. Y prohibirme la entrada es la más suave de todas —repliqué, con la voz cargada de algo que no era rencor. Era más sucio, más triste y aún más crudo.

—¿Crees que lo hizo porque sos la hermana de Felix?

Negué lentamente.

—No. Lo hizo porque le recuerdo todo lo que quiere olvidar. Estoy segura.

Y ahí estaba la verdad desnuda, sin disfraz ni peluca. Fue la noche que nos cruzamos, la que el me encontró, el beso que me dio, la conversación a mediados de la noche, más rota que yo.

Fue todo raro, rápido, salvaje, algo sin consciencia tal como yo en ese lugar ahora, disfrazada en un club donde no puedo ingresar, disfrazada como llevo mi vida.

Cuando paso lo que paso al momento que nos conocimos, Sam nunca pensó que volvería a verme de nuevo, yo no estaba en sus planes no era parte de ellos. Y lo que no está en sus planes... debe desaparecer.

Por eso me trató así: con una indiferencia quirúrgica, una piedra quitada del riñón, con una crueldad que no gritaba, pero que dolía. No quería volver a saber de mi, porque mi entorno no permitía que nos conociéramos. Siempre que compartíamos una habitación, fingía que yo no existía, o se iba apenas me viera. Pero al final yo no podía fingir, necesitaba cruzarlo, sentir su aroma así que ingresé de vuelta en su territorio. Vestida de deseo y resentimiento.

Me puse una peluca corta y platinada, con lentes de sol, lápiz labial rojo escarlata, minifalda rosa y un top blanco recto, sosteniendo lo que tengo dentro, más bien parecía una prostituta, pero la idea era parecer a una actriz de la película de esas orientales donde sirven té en paños menores.

Pedí dos vodkas con energizante. La camarera me miró un segundo más de lo necesario. Tal vez me reconocía. Tal vez sólo le molestaba mi peluca.

Me concentré en no llorar en la bebida, la música seguía latiendo. El alcohol quemaba suave. Y yo no sabía si quería encontrarme con él esta noche o si simplemente quería que me viera y no dijera nada, como siempre lo hacía.

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