Bailar para olvidar

A los veintisiete años, sólo había ido a bares un puñado de veces. La facultad de medicina había absorbido casi toda mi vida, y ahora, con la residencia en marcha, la mayoría asumía que no tenía ni tiempo ni interés en sumergirme en la escena nocturna, o eso pensaba la gente.

Porque esta noche quería hacer algo imprudente, peligroso y estúpido, esta noche quería buscar a Sam Brennam, aunque sabía que no debía.

Porque esta noche, como otras veces, he visto morir a alguien. Y siempre que la muerte se asoma, se despierta también esa necesidad absurda de esconderme en los brazos de una bestia, de desaparecer del mundo entre el calor de una piel salvaje.

Para empeorar las cosas, veía a Sam con frecuencia. En cenas oficiales, eventos benéficos, fiestas familiares. Llevaba casi una década trabajando para mi familia. Lo conocía más de lo que me permitía admitir.

Lo amaba profundamente. En la distancia, en el silencio, en cada segundo no vivido. Coexistiendo sin tocarnos, como dos cuerpos celestes orbitando lo prohibido y fue desde aquella noche ue no habíamos hablado mucho. Nuestras familias se habían acercado gracias a Felix y Charlotta, pero nosotros... éramos otra historia. Verlo era como un sorbo de café a destiempo: a veces frío, a veces hirviendo, siempre me dejaba el mismo gusto amargo en la boca. Desde entonces, había aprendido a drogarme con ambos extremos.

—Olvídate de Sam esta noche —dijo Katia, sorbiendo vodka como si participara en una competencia internacional.

Bajo su disfraz de mujer bonita, era lo más parecido a Megan Fox que había visto en la vida real. Ojos de felina, cabello castaño, cejas arqueadas con precisión quirúrgica y labios como promesas rotas. No había disfraz que escondiera lo bella que es.

—No has salido ni una sola vez desde que entraste en la clínica Charité—continuó, apoyando su codo en la barra mientras cruzaba las piernas con descuido estudiado—. Eso fue hace más de seis meses. Vamos, Elisabeth. Búscate una aventura, una noche de pasión. Diviértete. Te lo mereces, doctorcita.

—Yo no hago ligues de una noche —murmuré, removiendo el hielo de mi bebida con la pajita, como si eso pudiera diluir también la incomodidad que me provocaba su comentario.

—Es hora de cambiar eso. ¿Cómo puede ser que una ginecóloga en formación, que pasa su vida entre vaginas ajenas, no se ocupe de la suya? No puedes seguir suspirando por una polla imposible. Hay un océano de pepinos sin probar, mi amor. ¡Bananas vírgenes clamando tu atención!

—Ojalá no te envenenes con mercurio, Katia. Se nota que has probado más verdura que una frutería entera —repliqué, y aunque mi respuesta sonó puritana incluso para mis propios oídos, no pude evitar sonreír al decirlo. Katia se echó a reír, lejos de ofenderse.

—Ay, Elisabeth, princesa alemana. Lo que nadie sabe es que debajo de esa corona hay una mente afilada y un alma peligrosa. No querés que te robe el príncipe, querés que te devore la bestia disfrazado de ovejita.

La música se volvió más ruidosa. Nos dejamos arrastrar a la pista de baile, donde nuestros cuerpos se mezclaban con la multitud, pegadas la una a la otra al ritmo de Vtoroi Ka.

Mi peluca platinada se pegaba a mi rostro sudado. Canté con rabia y euforia la letra de Dummy, ahogando con cada nota los restos del turno largo en la clínica. Entre luces estroboscópicas y copas que iban y venían, trataba de olvidar: a mi ex amiga Renate, las agujas, los cadáveres, mi madre, el desgarro, las voces, insomnio el desgarro y tantas más.

Katia desapareció en medio del tumulto. Cuando la vi de nuevo, estaba flirteando con un tipo disfrazado de Hércules: alto, moreno, encantador a su modo. Ella era así. No buscaba amor, buscaba momentos, no atrapaba, hipnotizaba, ella se entregaba por completo… y luego desaparecía, dejando a su paso más corazones rotos que estrellas en el cielo.

Reapareció junto a mí diez minutos después, con la sonrisa de quien ya tiene planes definidos.

—Vamos a la discoteca Berghain —me dijo, mordiéndose el labio con satisfacción—. Tiene un amigo en la administración que nos consiguió una suite presidencial. ¿No te parece que compite con Dwayne Johnson?

Me giré para mirar al hombre que ya recogía sus abrigos del guardarropa. Sí, se parecía un poco. Aunque su disfraz dejaba mucho que desear para la ocasión.

—Definitivamente atractivo, pero el disfraz es muy aburrido.

—Más músculo que cerebro. Pero por suerte, lo mío con él será por una noche, no toda la vida —me guiñó un ojo, y luego me dio un beso en la frente—. Feliz noche, Doc. No te vayas sola y si pasa algo, escribime porfavor. ¿Sí?—No esperó respuesta. Y se marchó.

Pensé en volver a casa. Llamar a un Uber, olvidarme del ruido, pero la mansión familiar estaría vacía, mis padres seguían en una cena oficial, mi hermano con su esposa y su hijo. Volver significaba sumergirme otra vez en mis propios recuerdos, y no estaba preparada para eso esa noche. Decidí pedir otro vodka con energizante y me lo tomé de golpe.

Volví a la pista y bailé sola, dejando que el ritmo me empujara fuera de mí misma. Hasta que se me acerco un chico.

Disfrazado de Lobo de Caperucita. Joven, tal vez menor que yo, rubio, mejillas sonrosadas por el frío alemán, alguien que no era especialmente guapo, pero era fresco y tenía esa sonrisa despreocupada de quien todavía no ha sido completamente arrastrado por la vida. No me aleje, bailamos alrededor del otro, sin prisas ni compromiso.

—Soy Bastian —me gritó al oído.

—Ade —respondí, ocultando mi verdadera identidad bajo una sílaba suave.

Ade podía ser cualquier cosa. Adela, Adelaide, Adelina, no importa. No me interesaba que supiera quién era. Todo el mundo conocía a la familia real alemana, a los Niedermann, por más que ya nadie me tratara como princesa, el apellido aún pesaba.

—Estás muy sexy, Ade —dijo, lamiéndose los labios con descaro.

—Gracias —respondí, aunque por dentro ya me estaba poniendo la ropa de nuevo, mentalmente y con urgencia.

—¿Puedo invitarte una copa?

Sabía que estaba entrando en esa zona ambigua entre la lucidez y la borrachera, pero no lo suficiente como para haber perdido el juicio.

Asentí.

—Solo algo embotellado. Lo abriré yo misma.

—¿Tienes abridor?

—Tengo dientes —le respondí.

Él alzó una ceja, divertido.

—Ya vuelvo.

Y se fue y yo me quedé allí, bajo las luces danzantes, preguntándome si lo dejaría volver o si solo me estaba dando permiso, por una noche, para fingir que aún no era completamente irrecuperable.

Capítulo anterior
Siguiente capítulo